A propósito de Llewyn Davis (2013), de los Coen
Por Miguel Ángel Martín Maestro.
De esta pareja de hermanos cuyas sinergias son difíciles de discernir pues aunque uno se presenta como guionista y otro como director, no se porqué pero me quiero creer que ambos hacen de todo en sus obras, hemos visto ya de todo, incluidas malas películas, o películas poco identificadas con su manera de contarnos historias, y ahora recuerdo “Crueldad intolerable” o “El quinteto de la muerte” como sus máximos exponentes. Porque alguna obra menor como “Quemar después de leer”, que puede aparentar ligereza y trabajo alimenticio, contiene un retrato exquisito y divertidísimo de la estupidez humana.
Este Llewyn Davis emparenta a los Coen con otras de sus obras más oscuras, con el destructivo proceso creativo de Barton Fink, menos anclada en el surrealismo que ésta, desde luego, o en el duro retrato existencial de “El hombre que nunca estuvo allí” y hasta en el retrato de la class media americana de los 60 de “Un tipo serio”, es decir, estamos ante una de las películas “serias” de los Coen.
Llewyn Davis está encerrado en un purgatorio particular, estamos ante un viaje a ninguna parte, obligado, como Sísifo, a tirar de una guitarra y un gato para no llegar a ningún sitio, o si, para volver al inicio, a la casilla de salida, con un breve pero acumulador conocimiento nuevo, todo el peregrinaje le ha servido para que en la última escena el gato no se vuelva a escapar. Esas son las andanzas del pobre Llewyn.
Esta película de los Coen haría un estupendo programa doble con una película que se anuncia próximamente y que recomiendo vivamente, Frances Ha. Son las dos caras de la moneda, dos personas que se consideran creativas, que se creen maltratadas por las circunstancias y el sistema, pero una adopta el papel optimista, luchador y de no rendirse nunca, mientras que Llewyn ha adoptado la posición entregada y hundida, la del que ni tan siquiera cree tener una última oportunidad para reflotar su vida o para obtener el reconocimiento que cree merecerse.
Viendo a Llewyn estamos ante un ser egoísta y egocéntrico, con raptos de ira acumulada, dispuesto a aprovecharse de la más mínima oportunidad para sablear a quien se deje, mudando de cama noche tras noche y sin hogar, con la única compañía de una guitarra que ayuda a crear una imagen de ser desvalido, arqueado, abrumado por el peso de la existencia. Por no tener, en el frio invierno neoyorkino, no tiene ni abrigo, y deambulará y paseará en busca de ese productor fantasma todopoderoso que le lance al mercado azotado por la intemperie.
Llewyn no progresa ni regresa durante la proyección, no estamos ante un camino de perfección ni de formación, Llewyn hace tiempo que ha arrojado la toalla, ya ni quiere demostrar ni quiere conquistar nada ni a nadie, sabe que ha perdido, y como perdedor sólo le queda arrastrarse una vez más en los ambientes conocidos, por un lado para subsistir, por otro para seguir oyendo alguna que otra palabra de ánimo de sus amigos o conocidos. No hay matices ni dobleces en el comportamiento de Llewyn, pese a las ofensas, pese a los desprecios, pese a los vacíos, seguirá recurriendo a su entorno porque no le cabe otra, pero no por ello su psicología va a cambiar, ¿cómo puede cambiar lo que ya no tiene solución?
Llewyn desconoce dónde está Itaca, por eso busca un barco, pero está encadenado a un entorno hostil y que le devuelve, día tras día, la imagen de lo que no quiere ser en los cuerpos del resto de cantantes de folk que, sin éxito, unos con entusiasmo y otros sin él, comparten el escenario del viejo club, donde el dueño ya sienta la condena a muerte del folk, demasiado caro el alquiler y demasiado poco rendimiento el folk.
Como un mantra Llewyn repite en sus actuaciones lo de “si suena a viejo y no cansa, es folk”, pero ni él mismo se lo cree cuando escucha las interpretaciones de los demás, hasta el éxito de público de sus amigos obtiene una respuesta demoledora del empresario, “la mitad del público quiere acostarse con Jane, y la otra mitad con Jim”, como demoledor es su canto ante el padre recluido en una residencia de ancianos asistidos. No hay salida, no se llama Ulises como el gato, que sabe dónde está su hogar y su familia. No hay Penélope para Llewyn, no hay una Troya victoriosa, no va a estar fuera de su entorno 20 años porque Llewyn carece de entorno seguro.
Los Coen no quieren contarnos el pasado de Llewyn, sabemos que no hace mucho ha ocurrido una desgracia que ha terminado definitivamente con las expectativas musicales de éste, el fantasma del suicidio ronda la cabeza de Llewyn cuando el factótum encarnado por Murray Abraham le aconseja que vuelva con su pareja artística, “no es mala recomendación”, no hay mujer que le eche de menos, ni familia que le respete. Llewyn empieza como acaba, golpeado por la vida en un callejón oscuro, atrapado entre pasillos estrechos, espacios reducidos, claroscuros tristes, la estética del perdedor, en este caso, no genera compasión, los Coen hacen de Llewyn un personaje poco querido.
Una mención especial para acabar a la fotografía y al reparto, la fotografía de Bruno Delbonnel supone un acierto importante en la creación de la atmósfera opresiva que rodea a Llewyn, tonos nada cálidos, ni en la calle ni en los interiores, una atmósfera gélida para un personaje absolutamente helado en su interior, contraluces, luces cenitales, oblicuas, sombras, no puede haber plena luminosidad en una historia tan arrasadora para el personaje principal.
Y el reparto está todo él perfecto en sus intervenciones, la película gira sobre Oscar Isaac en la que creo que es su primera interpretación como protagonista absoluto, pero está muy bien acompañado y con los contrapuntos necesarios por Carey Mulligan , Justin Timberlake, John Goodman y Murray Abraham.
Yo no tendría dudas ante la magra cartelera que hay ahora mismo, salvo los Coen y Lars von Trier no se encuentran películas distintas en la taquilla, y ambas con calidad. Esta es una de las buenas películas de los Coen y un inicio prometedor de otro año cinematográfico.