Camille Claudel, 1915 (2013), de Bruno Dumont
Por Miguel Muñoz.
Cuando juega a ser un novelón del siglo XIX, el género del biopic destapa las grandes carencias del largometraje como elemento narrativo: la acumulación de fechas, hitos vitales y en general el afán por contarlo todo dan como resultado películas que no cuentan nada. Avalanchas de escenas tan históricamente relevantes como vacías, perdidas en un punto muerto entre la crónica y la ficción. Solo directores con un sentido del ritmo privilegiado han salido exitosos del problema. Toro salvaje, Amadeus o Mi pie izquierdo son tres ejemplos de biografías contadas en gran angular que consiguen que la historia de una vida tenga, justamente, vida.
Pero en general, el biopic hace plantearse dudas sobre sus propios límites como género. Y Bruno Dumont las ha resuelto con la sustracción radical de elementos para su retrato de Camille Claudel, escultora, amante de Auguste Rodin y víctima de su condición de mujer en una época difícil. El francés renuncia a todo contexto para situar la trama en tres días de los treinta años de reclusión que Camille se pasó en un asilo de enfermos mentales perdido en las montañas. Quizá, en una época donde la información abundante y accesible nos permite reexplorar la historia fácilmente por otros medios y al cine se le puede dejar de exigir que cumpla ese papel, éste sea un camino muy interesante para el género.
Estas tres jornadas funcionan como condensación ultraminimalista del sufrimiento de toda una vida. Porque más allá de pequeñas pinceladas de guión, en unas pocas frases, sobre los días de Camille como artista parisina y su desamor con Rodin, todo se reduce a un espacio y un tiempo muy delimitados, a escenas de cotidianeidad donde ella come, camina, habla poco, rehúye a las enfermas mentales, a veces ríe y a veces llora.
De modo que la chicha dramática, el contar la angustia de la artista maltratada por la vida, se sustenta sobre la simple presencia de Juliette Binoche, prodigiosa en su composición de una Camille que parece siempre al borde del colapso. Diciéndolo casi todo físicamente, con miradas y pequeños gestos de derrumbe cuando trata, inútilmente, de crear pequeñas imitaciones de su pasado modelando un trozo de barro o dibujando unas pocas líneas sobre un cuaderno.
La audacia de Binoche, siempre dispuesta a los experimentos, la hizo acoger con entusiasmo la propuesta de Dumont de filmar la película con enfermas mentales reales. Que, muy lejos de cualquier amago de morbo, constituyen un elemento más de la cuidadísima puesta en escena, fría y austera. Lo que hace al asilo de Montdevergues un escenario muy presente, del que uno puede sentir el aire seco de las montañas en la piel, la gelidez de las grandes losas de mármol, la aspereza de su escaso mobiliario, el eco de sus habitaciones espartanas, los gritos y balbuceos de las pacientes que atraviesan los muros. Un clima de quietud, de extraña serenidad, que pone barrotes a la agitación interior de Camille, a su vez presa de los barrotes aún mayores: esa enorme cárcel de prejuicios sociales que Dumont hace intuir sin mostrarla en ningún momento.
La fría crueldad de esa cárcel aparece, eso sí, encarnada en la figura del hermano, el detonante argumental, cuya visita anunciada al principio de la película para tres días después enciende una chispa de optimismo en la sufrida artista.
(¡Atención! Párrafo con spoilers)
Cuando finalmente Paul Claudel aparece, la decepción de descubrir a un personaje aborrecible aumenta aún más lo trágico de la historia de Camille. Como escritor, Paul alardea de un misticismo católico enardecido, de una pedantería insoportable, que apenas oculta la total carencia de una virtud tan cristiana como la piedad.
Porque, en el fondo, Camille Claudel, 1915 habla de la búsqueda frustrada de Dios, una llamada sin respuesta. De un mundo frío, inhóspito, perdido entre las montañas, donde las locas no son más que pobres criaturas, las monjas se aferran a una caridad vacía, una mujer que pudo haber sido excepcional sufre la soledad más descarnada, y un escritor pretende invocar a la divinidad ausente con palabras tan elevadas hacia la teología, la teoría pura, que nacen muertas. Acentuando la ruptura entre lo inhumano de lo místico y el desamparo que sufre lo humano.