Asunta
Por Miguel Barrero. En el fondo, todos deseamos que los culpables de la muerte de Asunta, esa pobre niña que a la que los procesos adoptivos llevaron en peregrinación desde China a Compostela mucho antes de que tuviese edad para decantarse por confesión alguna, sean sus propios padres. La razón es muy sencilla: nada nos fascina más que el horror, y pocas cosas más siniestras que imaginar a la abogada Porto, esa mujer impasible y enigmática, estrangulando a su hija en la oscura soledad del caserón familiar de Teo y esforzándose después por deshacerse del cuerpo y levantar una arquitectura tan ficticia como resplandeciente bajo la que sepultar su ardid nefasto. Pocas cosas más horribles que contemplar ahora, con todo lo que sabemos, o lo que quieren que sepamos, las primeras comparecencias ante los medios, aquellos meditabundos paseos por los pasillos del tanatorio, las lágrimas anfibias que se deslizaban lentamente por las mejillas del matrimonio que ha pasado a encarnar en esta última semana la más sutil tragedia que se desencadena en los márgenes del argumento de la comedia humana. Ayer, víctimas. Hoy, verdugos.
El mal resulta para el hombre contemporáneo mucho más atractivo que el bien, y el ser humano prefiere, lo dicen las estadísticas, descender como turista a los infiernos de Auschwitz antes que penetrar en el umbral de la más portentosa catedral gótica. Nos deleitan las imágenes del fastuoso III Reich o de la caída de las Torres Gemelas mucho más que las de las ruinas de la Acrópolis o los canales de Venecia. Preferimos el goyesco Saturno que devora a su hijo a todos los arcángeles de la Capilla Sixtina. Nos dejamos absorber por el maquiavélico influjo de la maldad desde la más sólida alevosía porque hemos aprendido a contemplarlo como algo ajeno, lejano, casi decorativo. Porque estamos convencidos de que jamás logrará penetrar en nuestras vidas, y por ello seguimos los avances del caso de la pobre niña Asunta ávidos por regodearnos en las culpas ajenas. Ansiosos de que, finalmente, el mundo resulte ser tan cruel como tememos imaginarnos.