Una de músicos callejeros sobrados de dignidad
Por Víctor F. Correas. En mi cuidad –extrarradio de Madrid- los músicos, todavía, son tratados con relativo respeto. Hay de todo, como es de suponer; la calle, peatonal, la principal, es lo suficientemente alargada para que cada cual se monte el escenario apropiado para la ocasión y desarrolle las facultades que el Señor buenamente haya puesto en sus manos, garganta o vayan a saber en dónde. Que, repito, de todo hay.
El de esta mañana se podía reconocer por la música, realmente exquisita. Desde una aceptable distancia se distinguían los perfectos acordes destilados por una guitarra eléctrica acariciada con suma precisión. El sol –nada duro; al contrario, agradable- invitaba al paseo, a la improvisada charla al pie de un árbol o en una de las terrazas dispuesta a ambos lados de la calle; o a escuchar a ese músico –rostro ajado, muy curtido, pelo blanquecino sin demasiadas entradas, seco como un sarmiento y ataviado con una camiseta de fútbol de la localidad – y que, guitarra en mano, regalaba canciones a todos aquellos que quisieran dedicarle unos segundos de atención. Conmigo lo consiguió. Me detuve ante él a punto de que empezara a ejecutar el riff final de ‘The Wall’, de Pink Floyd. Con cierto resquemor, pues a su lado, montado en un carro, transportaba un altavoz que, en otras ocasiones, se ha demostrado que también cumple las veces de improvisado disco duro que escupe una canción tras otra. Pero no; estaba tocando en directo.
Deposité unas monedas en la funda de la guitarra y me agradeció el gesto con una clara sonrisa. Me alejé unos pasos y me decidí a verlo en acción antes de continuar mi camino.
Seguramente ni siquiera sabía que alguien le estaba escuchando –al final se percató con mis solitarios aplausos-, al tipo le dio igual. Guitarra en mano, ejecutó el riff con una maestría que en otros recintos hubiera llamado la atención, cuando no levantado aplausos. Apenas miró el instrumento más que en un par de ocasiones. Los dedos de su mano derecha se deslizaban con suavidad por el mástil, extrayendo de su alma notas que traspasaba a la suya. Un diálogo sincero. El tipo lo estaba disfrutando.
Los pocos aplausos que di debieron sentarlo a gloria dado el efusivo agradecimiento que me dedicó desde la distancia. Posiblemente porque fueran los únicos que escuchó a lo largo de la mañana o del tiempo que llevara allí. Después proseguí mi camino. Atrás comenzaba otra canción. Con un escenario tan vacío como sus bolsillos, llenándolo de una dignidad que sólo es capaz de transmitir quien adora una pasión, lo que le gusta. Y no todos pueden decir lo mismo.
Bonita reflexión la del final.