Tradición vs. Compasión: el Toro de la Vega
Por HELENA COSANO. El sábado pasado tuve el honor de asistir a la manifestación organizada por PACMA (el Partido Antitaurino contra el Maltrato Animal) contra la celebración de un festejo de origen medieval, el llamado “toro de la vega”, durante el cual un toro es lanceado hasta la muerte. Que aún existan prácticas de ese tipo, que sigan siendo legales en nuestro país, demuestra que nuestro derecho positivo aún tiene un gran trecho que recorrer.
Algunos justifican su pervivencia alegando que es “arte”. Fue reconfortante constatar cuántas personalidades del mundo del arte, de la literatura y del espectáculo se encontraban allí, protestando contra una crueldad que ninguna expresión artística podría justificar. Allí estaban, al frente de la manifestación, entre otros muchos, Soledad Puértolas, Rosa Montero, Chesús Yuste, Isabel Camblor, Marta Navarro, Ruth Toledano, Jorge Magano o la actriz Beatriz Rico. Demostrando con su apoyo que el mundo de la cultura conoce la diferencia entre la tortura y el arte.
El arte ha recogido siempre las pasiones humanas, las más sublimes y las más deleznables, y las ha sabido transmutar a través de la belleza de la forma. Escenas de caza o de muerte están ya presentes en las pinturas rupestres; la violencia parece consustancial a la naturaleza. Y al arte humano. Los actos de altruismo más admirables y las injusticias más abyectas, la venganza, la traición, así como el heroísmo y los más magnánimos sacrificios, han sido siempre parte del alma humana, que el arte expresa y ennoblece. Aristóteles definió en su Poética el concepto de “catarsis” como “purificación”, y el psicoanálisis lo adaptó al proceso terapéutico de liberación de los traumas psíquicos.
¿Pero cuál es el límite de violencia aceptable para que el arte siga siendo arte? Lo interesante de la cuestión es tal vez que parece obvia, pero que la historia de la cultura demuestra que no lo es. Así, hoy todos aceptamos unánimemente en nuestro mundo supuestamente civilizado que representar una tragedia de Shakespeare en la que se tortura, mutila o asesina, es “arte”. Pero que asesinar, mutilar o torturar a los actores durante la puesta en escena ya no lo sería, por estéticamente bella que fuera la ejecución, pues rebasaría una línea roja, no formulada pero sentida implícitamente por todos los que pertenecen a un mismo medio cultural. Y, sin embargo, esa línea roja es subjetiva y variable. Por ejemplo, en el teatro romano, sí fue habitual que los actores esclavos pudieran ser torturados, mutilados o asesinados durante el espectáculo. Y la justificación era evidente: la obra así resultaba más intensa, más real, más “sublime”. La legislación de la época lo facilitaba sobremanera: los esclavos no eran “sui iuris”, no eran sujetos de derecho, sino objeto de él. Como lo son los animales en muchos ordenamientos jurídicos actuales. La cuestión del estatus de los esclavos a lo largo de la historia siempre me ha parecido inquietante, pues los esclavos no eran plenamente humanos, como no lo eran los judíos en el Tercer Reich. Eran “sub-humanos”: es decir, animales. Objetos que se mueven. Máquinas, como imaginaba Descartes. Y por lo tanto, quedaban excluidos del mundo del derecho. Y del de la compasión.
La condicionalidad de la compasión hacia otros seres vivos es de las cuestiones más turbias para un ser racional. La compasión parece instintiva, “natural”. Y, sin embargo, la historia demuestra que es aprendida, que depende de múltiples factores, que no es la misma de un individuo a otro ni de un país a otro, y que puede cambiar con el viento de las circunstancias.
Creo que nadie en su sano juicio aceptaría en España un espectáculo en que un niño de nuestra especie homo sapiens fuera alanceado. Pero en muchos momentos históricos, si el niño hubiera nacido esclavo, o negro, o judío, u homosexual, o miembro de cualquier minoría temporalmente despojada de su plena humanidad, entonces, sí hubiera sido aceptable. Porque, si bien no se hubiera negado que el niño judío o negro sintiera dolor o, más filosóficamente, si bien incluso se hubiera podido aceptar su capacidad de sufrimiento, éste era considerado irrelevante. Como si la compasión no debiera expresarse hacia seres indignos de ella: no hacia el condenado a muerte, no hacia el enemigo en una guerra, no hacia el traidor, no hacia la mujer adúltera o el asesino en serie, o el simple moroso. No, hacia quien fuera implícitamente, aún de forma pasajera, considerado de una especie inferior. No, hacia los animales.
En las tradiciones espirituales más diversas, la “compasión” – que se denomine “amor al prójimo”, “caridad cristiana”, “piedad”, “Amor”, “misericordia” o “empatía” — es uno de los rasgos que demuestran más claramente el grado de “humanidad” de una persona, su nivel de consciencia, la etapa de desarrollo personal a la que ha llegado. Porque lo más sublime en la especie humana es esa capacidad de conmiseración hacia el débil. De ahí surgió el derecho, el derecho que impidió que reinara la ley de la selva, la ley del más fuerte. El derecho nació como un invento de la humanidad para proteger al débil que la naturaleza dejaría desamparado. Así, el derecho ha ido transformado nuestras sociedades en lugares menos crueles. Ha conseguido que en general el macho humano procure lograr el consentimiento de su hembra antes aparearse, y no la viole aunque su fuerza física se lo permita y aunque así ocurra en otras especies. Que se intente proteger a los niños, a los discapacitados, a los ancianos. A los débiles. Y cuanto más avanzada una sociedad, mejor protege a los más débiles. Ese contrarrestar la ley de la selva y nuestros instintos más básicos a través del derecho, es un invento típicamente humano, y erige la compasión en el criterio más certero de la civilización. Como decía Gandhi, la grandeza de una nación se mide en cómo trata a los más indefensos. A todos los indefensos: sin excluir a ningún ser vivo del ámbito de la compasión.
En España aún “se celebran” ciertos espectáculos que dejan atónita a gran parte de la opinión pública internacional. Se celebran de forma legal, pues el derecho a menudo se limita a recoger las costumbres en lugar de contribuir a modernizarlas. Parte de nuestra población los aplaude y defiende con la virulencia con la que nos aferramos a nuestras pulsiones más bajas. Otros, que son cada vez más numerosos, se limitan a observar, aterrados ante tan poca “humanidad”. Ante tan poca compasión. Ante un hecho de barbarie que niega los cimientos de la civilización.
Lo del Toro de la Vega, como otros tantos espectáculos de nuestro país, es tan atroz que discutirlo debería ser innecesario. Que un animal al que se somete a una muerte lenta sea capaz de sentir dolor, un animal con un sistema nervioso tan parecido al nuestro, es como negar que los judíos padecieran en los campos de concentración o que los esclavos fueran capaces de sufrir: es una cuestión tanto filosóficamente como desde el punto de vista de la biología tan obvia que carece de interés discutirla. Lo interesante es la compasión: ¿por qué no inspira compasión el dolor de ciertos seres vivos? ¿Por qué una madre de familia ejemplar, que ama a sus hijos por encima de todas las cosas, entregada, generosa y llena de amor, por qué no siente ni un ápice de lástima cuando contempla la lenta agonía de un animal? La madre de familia ejemplar me responde, y en general se contradice a sí misma: Primero me dice que el animal no sufre. Luego acepta que sí, que tal vez sí sufra, pero ¿qué le importa eso a ella? No es que sea sádica. Es que el sufrimiento del animal, no lo “ve”. Ella ve “Arte”. Siente la inmensa energía de las masas, la tensión eléctrica que recorre su cuerpo, el combate mitológico con “la bestia” frente a “la inteligencia”, los ideales de valor, los colores y los gritos, música y rituales, y se siente transportada a un mundo de belleza, de peligro ancestral, con el sabor de la muerte y la euforia de la vida, un éxtasis en que cree rozar lo sublime. Eso es “la tradición”, que la une a incontables generaciones de humanos valerosos, y su vida adquiere un nuevo sentido, más grande. Abandona el espectáculo sintiéndose purificada, como tras una inmensa catarsis. Y vuelve a casa serena y llena de amor, a ocuparse de sus hijos o acariciar a su perro.
¿Por qué? Simplemente, porque su empatía se ha dirigido exclusivamente hacia el humano, y en ningún momento hacia el animal. A eso, Singer lo denomina “especismo”. Al igual que los jefes de los campos de concentración podían demostrar la crueldad más inconcebible hacia sus víctimas sin dejar por ello de ser ciudadanos ejemplares. Simplemente porque, en la especie humana, casi nada es ya “natural”. Todo se aprende. Todo se pacta. A través de normas escritas o de costumbres. La compasión se pacta y se aprende. Y cuanto más avanzada una sociedad, más compasiva se vuelve. Por eso, España tiene aún un largo camino que recorrer.
Pero en la manifestación del pasado 14 de septiembre 2013 contra la celebración del “Toro de la Vega” hubo representantes del mundo de la cultura, intelectuales, escritores, actores, artistas, y también obreros y gentes de las profesiones más diversas, jóvenes y mayores, incluso niños –muchos niños, con pancartas en contra de la tortura, indicando que se cambiarían “por Vulcano”, la víctima de este año. Fue una manifestación multitudinaria. Compacta. Conmovedora. Dicen que histórica, pues nunca se habían expresado tantos ciudadanos en contra de la crueldad. Los medios de comunicación enjuician tan diversamente lo acontecido que no sabría decir cuántos éramos: ¿tres mil? ¿veinte mil? Toda suerte de cifras se barajó. Sólo sé que éramos muchos. Y que fluía una energía poderosa, la energía más poderosa del mundo, esa que mueve las estrellas y que crea universos, la única capaz de convertir nuestra sociedad en un lugar mejor: la energía de la compasión.
El problema es que como esta hay mil en España…