Todo irá bien
Todo irá bien, Matías Candeira. Madrid, Salto de Página, 2013, 160 págs., 14,50 €.
Por José Miguel López-Astilleros
Si un lector se acerca a estos diez relatos pensando encontrar una caracterización al uso de los personajes, una secuencia temporal reconocible o unos espacios cotidianos, además de una trama desarrollada de una manera lógica, al modo de un realismo más o menos actualizado, y no piensa hacer concesiones ni excepciones a su idea preconcebida, es posible que esa resistencia le aboque al fracaso en la lectura e interpretación de los mismos. Cada una de las piezas constituye un universo propio, regido por unas leyes, unas convenciones narrativas que el lector deberá asumir como propias, para poder penetrar en estos mundos de pesadilla, donde los patrones morales establecidos no rigen o han sido conculcados. Los personajes son seres solitarios, contradictorios, sin apenas consistencia humana, pero por eso tan dolorosamente humanos, privados de un rostro que no nos atrevemos o no somos capaces de imaginar, arrojados por el autor a unas situaciones que les son tan extrañas y distantes como a nosotros, espectadores y urdidores de un terror que crece en nosotros según la capacidad del mal que anida en nuestra mente, en virtud de una historia que ha servido de detonante, mediante la cual nos encontramos con la cara más oscura de nuestra alma, esa que sólo soportamos en la ficción de un sueño, o de un relato como los que nos ocupan. El tiempo interno está al servicio más de la atmósfera opresiva e insana que de la acción. Los lugares donde transcurren parecen haber sido vaciados de materialidad, para convertirse en espacios interiores, fantasmales. Las tramas serpentean en nuestra mente entre dudas, asfixiadas a veces por palabras que no nos dejan avizorarlas de un modo claro, o nos sorprenden con cambios súbitos de dirección.
Un elemento que se repite en varios cuentos es la familia, una institución social que representa nuestro primer refugio, donde recibimos los primeros modelos de comportamiento, pero ¿qué ocurre si en ella anida lo reprobable o la inseguridad?, pues esto es lo que plantea Candeira, unas familias inquietantes que no responden a la idea que se espera de ellas, que transmiten una violencia larvada o unas frustraciones ajenas, entre otras lacras.
Los relatos que ocupan las dos terceras parte del libro son Gólgota, No se lo enseñes a nadie y Los que vuelven. En el primero una pareja se entrega a prácticas sadomasoquistas, su hija pequeña contempla esto como algo natural, en lo que será instruida, pero en la novena y última parte descubrimos que pertenecen a la secta de “los vivos”, a partir de aquí la familia como espacio donde nace y se transmite el dolor y el sufrimiento (nótese el sentido religioso y redentor del título) deja de acaparar toda la responsabilidad, perdiendo en parte el brutal sentido metafórico que lo había distinguido hasta este momento, además este giro convierte la historia en una historia de fantasmas, puesto que el resto de la humanidad nos hemos convertido en “los muertos”, como en la película Los otros de Amenábar, pero a la inversa. En el segundo cuento, un hombre convive con dos familias, una pertenece a un recuerdo siempre presente, puesto que todos sus miembros, salvo él, murieron en un accidente de automóvil, la otra está formada por su esposa y su hijo, un niño con la nariz torcida de “esquimal aterrador”, que va a ser operado de la misma, y cuyo retrato dibuja el protagonista como signo de persistencia de la anormalidad. El tercero es una historia de zombis, que pivota entre la serie B y un humor negro que nos recuerda a las películas de psicóticos de los hermanos Cohen, donde la familia vuelve a ser ese reducto en el que anida la violencia, desde la más sutil a la más evidente. Los muertos vivientes también se han apoderado de La antesala y en Purgatorio la ciencia ficción es la que ocupa una extraña piscina con bolas de colores, donde se ahogan unos niños que hay que salvar.
No cabe duda de que en este libro se percibe la búsqueda de un estilo propio, en este caso alejado de ese realismo que Bierce definiera en su Diccionario del diablo como “El arte de representar la naturaleza como lo ven los sapos”, o a la inversa si prefieren el surrealismo. En todos los relatos hay numerosos destellos de gran narrador, aunque en ocasiones hay que desbrozar el camino para disfrutar del hallazgo, por lo que hay que leerlos con mucho detenimiento. En todos ellos se aprecia un cierto tono apocalíptico como el de Crash de Ballard o La carretera de Corman McCarthy, pero también una ironía próxima a Aceite de perro de Ambrose Bierce, así como las huellas de Poe, entre otros. Aunque da la impresión de que a quien deben más estos relatos es a determinadas imágenes cinematográficas, como queda sugerido.
Hay que felicitar a la editorial Salto de Página por asumir el riesgo de la publicación de libros como este, tan alejados de nuestra tradición realista, y que a buen seguro su ejemplo terminará por renovar la literatura española en algunos aspectos, así como la sensibilidad de los lectores.