Cómics, modernidad y postmodernidad
Un hipotético aficionado (suponemos que joven) que se incorporara ahora a la lectura de cómics, se encontraría con un panorama artístico no demasiado diferente al de otros discursos narrativos. No es, de hecho, demasiado descabellado establecer una serie de paralelismos entre algunos de los autores de relumbrón del tebeo actual y sus pares literarios o cinematográficos, por citar sólo dos vehículos afines.
Así, la prosa poética, de tonos grises y angustias enconadas, de un Bolaño, podría encontrar su parangón viñetero en las acuarelas profundamente líricas y en los pasajes trágicos del italiano Gipi; un autor que todavía no ha firmado una obra menor. Se nos ocurre que los instantes de vida congelada que muestran los relatos cortos del dibujante Adrian Tomine son en realidad una recurrencia talentosa de los relatos fragmentados de Raymond Carver. O que la narrativa brillante, llena de anisocronías y recorrida por una sutil ironía, de Ian McEwan no está lejos en realidad de los cómics de Chris Ware, el referente indiscutible de las viñetas contemporáneas.
Salvando las distancias discursivas, cronológicas y estilísticas, podríamos seguir estableciendo parecidas similitudes indefinidamente, sin que estuviera claro, en casi ningún caso, cuál de los artistas enfrentados merece la situación de prominencia respecto al otro dentro de un eventual escalafón artístico-cultural contemporáneo.
Curiosamente, no siempre ha sido así. No es hasta fechas muy recientes (una década y media a lo sumo) cuando el cómic ha empezado a ser considerado por el gran público, la crítica y (más recientemente) la academia, como un medio artístico apto para la creación de obras de eso que llaman alta cultura. Hasta entonces, el cómic se suponía algo para niños, un entretenimiento periodístico en forma de tiras diarias o un soporte para la exaltación superheroica de caballeros andantes disfrazados con mallas. Quienes así pensaban, desde luego, obviaban una larga lista de autores que habían utilizado las viñetas como vehículo para la experimentación creativa y la búsqueda narrativa, pero en el fondo no es del todo incierto que no ha sido hasta hace muy poco cuando el tebeo ha empezado a adquirir cierta madurez artística.
Por eso, ahora, podemos afirmar con contundencia que el cómic discurre parejo a otras disciplinas artísticas en términos de calidad y creatividad. Hay un cómic postmoderno y trasgresor, abierto a efervescencias experimentales. No nos cansamos de darle vueltas en los últimos tiempos a una idea que nos ronda las meninges como un mantra: el cómic ha entrado en la Postmodernidad sin haber pasado por la Modernidad.
Hubo, en los primeros pasos del medio, una serie de artistas que intentaron incorporar el cómic a la inercia de las Vanguardias históricas. Nos referimos a gente como Winsor McCay, Lyonel Feininger, Gustave Verbeek o George Herriman, autores todos ellos que coquetearon indisimuladamente (sobre todo formalmente) con el Modernismo, el Cubismo, el Dadaísmo y el Surrealismo; creadores que intentaron esquinar las exigencias productivas de la industria en pos de nuevas vías expresivas.
Lamentablemente, el mercado manda y lo hacía aún más en un tiempo en el que el cómic norteamericano se veía atado a las presiones de los syndicates y a sus urgencias periodísticas o a su adscripción a un público infantil y juvenil, en el caso del tebeo europeo.
En esta columna daremos cuenta, regularmente, de aquellos antiguos cómics que intentaron cambiar la naturaleza del medio en sus albores, pero también de todos esos nuevos tebeos que, actualmente, sitúan a la narración gráfica en la vanguardia de la experimentación artística y en un momento de privilegio creativo. Aquí les esperamos.