EL CLUEDO DE ELIA BARCELÓ
Por CARMEN MORENO. Cuando en 1944 Anthony E. Pratt creó el Cluedo, no creo que pudiera siquiera imaginar que setenta años después en el festival más importante de literatura en el territorio español, Semana Negra, algunos escritores fuesen a rendirle homenaje. A través de unas narraciones que, a partir de hoy, publicamos en este blog.
La primera en colaborar es Elia Barceló que se encuentra en Gijón para promocionar su novela Hijos del Clan Rojo de la editorial Destino.
Una vez me dijo Fernando Quiñones que los grandes escritores siempre son generosos y hablar de la generosidad de la Barceló es algo tan obvio como de agradecer.
Elia Barceló regala este relato para sus lectores, para los visitantes de Semana Negra, para los amantes de la buena literatura, para todos los que tienen algún interés en crecer dentro de los parámetros de la imaginación, de la ciencia ficción y del compromiso entre la palabra y la vida.
CLUEDO sobre idea de Carmen Moreno
Elia Barceló
La dirección que me habían dado estaba en Saggen, el antiguo barrio señorial de Innsbruck que un siglo atrás estaba algo apartado del centro como correspondía a aquellas elegantes mansiones rodeadas de jardines, mandadas edificar por los primeros industriales de la región, por altos funcionarios o médicos de prestigio.
En el siglo XIX, cuando fue construída, la casa debió de haber sido ocupada por una sola familia además del servicio doméstico. Ahora había sido dividida en dos unidades pero, a pesar de ello, los apartamentos seguían siendo enormes y ya la entrada daba una sensación de espacio poco frecuente. Techos de más de tres metros, un amplio pasillo de suelo ajedrezado, puertas de doble hoja en perfecto estado de conservación. Estaba claro que quien vivía allí tenía dinero.
–Buenos días, Frau Komissar –me saludó el sargento, nada más poner un pie en la vivienda.
Desde algún lugar del apartamento me llegó la voz de un colega diciendo: “Nos ha tocado la viuda”. El sargento hizo como que no lo había oído. Yo hice lo mismo. Empezaba a estar un poco harta de ser “la viuda”, pero hay cosas que no se pueden cambiar.
–Buenos días, Holzer –le dije–. ¿Qué tenemos?
–La víctima es Gudrun Bichler, cuarenta y dos años, divorciada, sin hijos, propietaria, junto con el señor Müller, de una empresa que fabrica bisutería de cristal de alta calidad y ha empezado a hacer una competencia seria a Swarowsky.
–¿Cómo ha muerto?
El sargento esbozó una sonrisa, algo poco frecuente en él.
–De un botellazo.
–¿Cómo dice? –Tuve la sensación de no haber oído bien, pero su media sonrisa me indicaba que sí, que lo había entendido correctamente.
–Como lo oye. Alguien le ha roto la cabeza con una botella de champán. Según el forense un golpe de arriba abajo. Seco, contundente. No ha debido ni notarlo.
–¿Dónde ha sucedido?
–En la cocina. Venga conmigo.
El sargento, enjuto, y rápido como siempre, me precedió por el pasillo hasta una cocina luminosa con una vista espléndida a un jardín lleno de rosales floridos y a las montañas nevadas. Los armarios eran todos de un rojo brillante, tan limpios y pulidos que eran casi espejos, la encimera era de piedra negra; junto a la ventana, llena de orquídeas blancas, había una gran mesa de madera clara natural.
Encima de los armarios, en una estantería metálica de diseño, reposaban, tumbadas, docenas de botellas de toda clase de vinos.
Entre el banco de cocina a mano izquierda y la mesa yacía una mujer vestida de negro. Debajo de su cabeza se extendía un gran charco de sangre que estaba empezando a coagularse. Su cabello, también negro, le tapaba casi toda la cara.
–La han atacado por la espalda –comenté, después de aculillarme a su lado–. Parece que la herida está algo por encima de la nuca. ¿Dónde está la botella?
–Ahí mismo, en el fregadero.
Curiosamente apenas había sufrido daños, pero el asesino debía de ser una persona muy cuidadosa porque estaba colocada en el centro mismo del fregadero de esmalte. La cocina estaba escrupulosamente limpia.
–¿Huellas?
–Ya las han tomado, pero no hay muchas esperanzas. La han limpiado a conciencia.
–Era de esperar. Seguramente por eso no está mojada. –Toqué la botella con el dorso de la mano; estaba a temperatura ambiente–. ¿Quién ha encontrado el cadáver?
–El hermano de la víctima. Estaban todos en el salón tratando de decidir si cenaban dentro o fuera, en la terraza, aprovechando el buen tiempo, cuando la señora fue a la cocina a buscar el champán para el aperitivo. Al cabo de un rato, viendo que no volvía, fue el hermano a ver dónde se había metido y se la encontró donde usted acaba de verla. Entonces llamaron a la policía.
–Ha dicho usted que estaban todos. ¿Qué todos?
–La anfitriona, su hermano, su socio y la novia o amante o lo que sea.
–Cena para cuatro… ¿algún motivo en especial?
–Dicen que no. Una noche de viernes como cualquier otra. Quedaban regularmente a cenar, una vez al mes, cada vez en una casa.
–Vamos a hacerles unas preguntas.
Eché a andar por el pasillo fijándome en las valiosas antigüedades que contrastaban con detalles del diseño más moderno y atrevido. Aquella mujer no sólo tenía dinero sino muy buen gusto. Lo que ya no tenía era vida para disfrutarlos. Me pregunté, como siempre hacía, qué le habría hecho a alguien la señora Bichler para ganarse un botellazo en el cráneo. En su propia cocina.
Aunque no soy dada a precipitarme sacando conclusiones, aquello parecía apuntar a que alguien estaba seriamente cabreado con la propietaria de la casa, alguien que no había tenido tiempo de preparar un asesinato más discreto.
O estaba muy, muy cabreado, o tenía muchísima prisa.
El salón era realmente un salón, no una de esas habitaciones de tres metros por dos que los vendedores de la constructora llaman “el salón” simplemente porque hay un enchufe para la tele. Ocupaba todo el ancho de la fachada y era tan grande que estaba dividido en tres zonas: comedor, un conjunto de sofás y sillones, y una especie de pequeño despacho con un escritorio de estilo inglés, un ordenador extraplano y un par de carpetas delgadas.
Cuatro personas –dos hombres y dos mujeres– se pusieron de pie al entrar yo y, sin poder evitarlo, miré interrogativamente al sargento.
–¿No eran tres los invitados, Holzer?
–Perdone, Frau Komissar, se me había olvidado que la mujer de la limpieza estaba también en la casa.
No me hizo falta preguntar quién de las dos mujeres era la empleada: una de ellas llevaba un vestido de gasa verde con estampado etno y tacones altos; la otra iba en chándal y tenía el pelo recogido en cola de caballo. Curiosamente, sin embargo, debían de ser aproximadamente de la misma edad, sobre los treinta y pocos. La rica morena, la pobre rubia.
Los hombres eran algo mayores y su aspecto era la ilustración que aparecería en un diccionario bajo la palabra “pijo gilipollas”. Uno de ellos era altísimo, cerca de dos metros; el otro apenas más alto que yo. Los dos vestían pantalones de color, uno rojos, el otro verdes, y los dos llevaban polo de manga corta, de marca. El bajito llevaba, además, un jersey de algodón blanco por los hombros en un alarde de deportividad masculina.
Después de las presentaciones me enteré de que el gigante era el socio, la pija del vestido etno su novia y el pijo del jersey el hermano. Decidí empezar por la muchacha de la limpieza para que pudiera marcharse a casa lo antes posible. Siempre he tenido debilidad por los pobres diablos.
Dejé a Holzer con los invitados, cogí la libreta donde él ya había apuntado los datos básicos, y, con un gesto, la invité a salir a la terraza para poder hablar tranquilas.
–Dígame, señora Matt..
–Puede llamarme Martina, si quiere; todo el mundo me llama así.
–Dígame, Martina… ¿qué trabajo hacía usted para la señora Bichler?
–Limpiaba el apartamento tres veces por semana y de vez en cuando, si me necesitaba y yo estaba libre, venía por la tarde para ayudarla a preparar alguna cena y a veces a servir o a pasar bandejas si organizaba un pequeño cóctel. A Gudrun le gustaba invitar en casa.
–Y ¿hoy? –Eché una mirada a su atuendo. Era evidente que, vestida como iba, no estaba previsto que sirviera ninguna cena.
–Vine sobre las cuatro de la tarde, me aseguré de que todo estuviera arreglado, preparé una sangría, ayudé con los canapés y, antes de irme, bajé al sótano a tender la ropa para poderla recoger mañana. Cuando el agente me pidió que subiera, ya me marchaba yo en mi bici.
Además de su juventud, y de su cola de caballo rubia, me llamó la atención su manera de hablar, mucho más cuidada de lo habitual en una chica de la limpieza.
–¿Siempre ha hecho usted este trabajo? –le pregunté.
Ella sonrió.
–No. Antes era secretaria en un bufete de abogados, pero después de cinco años me cansé de aquellos imbéciles y de que me miraran por encima del hombro, así que me puse a estudiar empresariales. Pero como los ahorros no duran siempre, cuando leí el anuncio de la señora Bichler pensé que podía ser buena idea, me presenté y nos pusimos de acuerdo.
–Y este trabajo le gusta más que el otro…
–Sí. Porque me permite pensar mientras lo hago. Muchas veces salgo de aquí y al llegar a casa me siento directamente a escribir un trabajo de seminario porque ya lo tengo todo pensado. Sólo me queda entregar la tesina para acabar la carrera.
–¿Se llevaba usted bien con la víctima?
–¿Con Gudrun? Estupendamente.
–¿Y con los demás?
–Apenas los conozco. Sé quiénes son, claro, vienen mucho por aquí, pero puede usted imaginarse que no tienen mucho interés en alguien como yo. No soy más que la mujer de la limpieza.
Había una amargura en su tono que no podía reprocharle. Era joven, era mona y educada, pero para aquellos imbéciles no era más que la criada.
–No parece muy afectada por su muerte.
–Es que aún no he acabado de creérmelo. Aparte de que, la verdad, tampoco me extraña tanto. Se llevaban a matar.
–¿Quiénes?
–Todos ellos.
–Pero se reunían a cenar todos los meses…
–Y Markus y ella se veían todos los días en el trabajo, y el hermanito se pasa la vida aquí pegando la gorra, y la zorra de Inge va, bueno iba, con ella al gimnasio. Pero se odiaban todos, al menos a juzgar por los gritos y los insultos que se oían con frecuencia en las famosas cenas, cuando yo aún estaba terminando de arreglar la cocina, y alguna que otra frase que Gudrun dejaba caer de vez en cuando.
–¿Como qué?
–No sabría decirle… cosas sueltas… “el inútil de mi hermano”, “la zorra de Inge”, “no piensan más que en el dinero”… ese tipo de cosas.
–Puede irse de momento, Martina. Ya la llamaré si se me ocurre otra cosa. Ah, ¿dónde se guarda el champán en esta casa?
Me miró como si fuera tonta de remate.
–En el frigorífico, claro.
–Claro. Tonta de mí.
Perdí la vista en las magníficas rosas rojas que ahora, con los últimos rayos del sol poniente aún estaban más rojas. También había unas estatuas, imitación de antigüedades griegas o romanas. Unos segundos después apareció la otra mujer y tomó asiento enfrente de mí, en la misma silla que había ocupado la criada. Iba perfectamente maquillada y estaba claro que no había vertido una sola lágrima.
–Usted es Inge Zach, ¿no es así?
Ella asintió con la cabeza después de haberme mirado desde la punta del pelo a la punta del pie con la misma expresión que habría dedicado a un chiclé pegado a la suela de sus zapatos de trescientos euros.
–¿A qué se dedica?
–Tengo una galería de arte.
–¿Cuál era su relación con la víctima?
–Éramos muy amigas. Ya éramos amigas antes de que Markus y yo empezáramos a salir juntos. Nos conocemos desde el instituto. Y ahora, claro, al ser ellos socios, nos veíamos mucho.
–No parece usted muy afectada para haber sido tan amiga suya.
–Será el shock. Bueno, y que yo no soy dada a exhibicionismos.
–¿Lo esperaba?
–¡Qué tontería! ¿Cómo iba a esperarlo?
–La señora Bichler no tenía hijos. ¿Quién hereda su fortuna y su parte de la empresa?
–Ni idea. Éramos amigas, pero no hablábamos de esas cosas. Lo que está claro es que yo no. Si cree que la han matado por dinero, a mí puede dejarme fuera.
–¿Dónde estaba cuando su amiga fue a la cocina a buscar el champán?
Tuve la impresión de que dudaba unos segundos.
–Había bajado un momento al jardín a ver si la temperatura permitía poner la mesa abajo, en la rosaleda. Aún no habíamos decidido dónde íbamos a cenar.
–¿Y dónde estaban los demás?
–No sé bien. Supongo que en el salón.
–¿Y la mujer de la limpieza?
–Puede que en la cocina, rompiéndole la cabeza a Gudrun. –Enarqué la ceja izquierda hasta que la galerista decidió añadir algo–. Es un bicho, tiene una mala leche impresionante y no sabe estar en su lugar.
–Incluso admitiendo todo eso –dije, perpleja tanto por el vocabulario como por el veneno con el que lo había dicho– ¿qué podía ganar ella matando a la señora? Se acaba de quedar sin trabajo.
–Por puro odio. Esa es como todas las de su clase, primero muerden y luego se dan cuenta de que se han cargado a la gallina de los huevos de oro.
Hubo un pequeño silencio que la mujer aprovechó para ponerse de pie.
–Quédese por aquí –le dije, antes de que tuviera tiempo a despedirse–. Seguramente tendré un par de preguntas más cuando termine de hablar con su novio…
–Mi prometido –me interrumpió.
–Y con el hermano de la víctima –continué impertérrita.
Echó la cabeza bruscamente atrás, como si la hubiera ofendido, cerró fuertemente los labios y entró en la casa. Unos segundos después aparecía el gigante rubio. Por el rabillo del ojo vi cómo, al cruzarse, la galerista le rozaba el brazo y le lanzaba una mirada, de advertencia, me pareció.
–Markus Müller –el hombre me apretó fuertemente la mano antes de tomar asiento–. A su disposición.
De cerca no parecía tan tonto, pero sí más peligroso, como un cruce rubio de cocodrilo y tiburón. Que se gustaba muchísimo a sí mismo estaba claro.
–Acabo de hablar con su prometida.
–No es mi prometida.
–Ah, ¿no? –fingí corregir algo en la libretita que me había dado Holzer–. ¿Entonces?
–Somos buenos amigos y nos vemos con frecuencia, pero cada uno vive en su casa y no tenemos proyectos comunes de futuro.
No pude evitar preguntar:
–¿Lo sabe ella?
Él sonrió.
–Supongo que sí, pero las mujeres… ya sabe usted, Frau Komissar… –me hizo gracia que empezara a poner voz de confidencias como si yo fuera uno de los amigos de jugar al golf– se imaginan todo tipo de cosas que uno no ha dicho jamás.
–Ya me hago cargo. Dígame, ¿cómo era su relación con la señora Bichler?
–Excelente. Somos socios desde hace casi diez años y cada vez nos va mejor. –Pasó una nube por su rostro y, por un momento, me pareció que sentía de verdad su muerte–. No sé qué voy a hacer ahora sin ella. Yo llevaba todo lo referente a ventas, a relaciones… ella se ocupaba de que las cuentas cuadraran y de la fabricación. Éramos un gran equipo.
–Dígame, ¿se le ocurre quién ha podido hacerle a su socia una cosa así?
El hombretón se encogió de hombros.
–A Johannes, su único hermano, le vendría muy bien heredar. Digamos que es un hombre de gustos caros… usted ya me entiende… y con un sueldo de diputado regional no se llega muy lejos. Inge le tenía una envidia rabiosa, pero no creo que eso haya sido suficiente para romperle la cabeza con una botella. O sí, ¿quién sabe? Martina… ¿quién sabe de lo que es capaz con esa carita dulce?
–¿La encuentra usted bonita?
–No hay más que tener dos ojos en buen estado para encontrarla guapa, ¿no cree? Pero no es mi estilo.
–Usted es más sofisticado…
–Exacto, Frau Komissar, veo que nos entendemos.
–¿Dónde estaba usted cuando su socia fue a la cocina a buscar el champán?
–Aquí mismo, en la terraza, esperando a que se decidieran sobre dónde poner la mesa.
–¿Solo?
–Sí.
–¿Cuánto mide usted?
–Uno noventa y cuatro.
–Un altura excelente para ayudar a una mujer a bajar una botella de la estantería de encima de los armarios de la cocina.
El tipo no se inmutó.
–También hay taburetes. Y el champán que uno piensa servir suele guardarse en la nevera.
–Sí. En nuestros círculos también solemos hacerlo así.
Me miró, divertido, sin añadir palabra.
–¿Quién le ha dicho cómo han matado a su socia? –Pregunté entonces como al desgaire.
Confieso que disfruté lo indecible al verlo perder los papeles de un modo tan evidente. Empezó a balbucear y a mirar por encima del hombro, como apelando a un apuntador inexistente. Lo interrumpí al cabo de un minuto, antes de que le diera la apoplejía.
–Luego hablamos un poquito más si no le importa, Herr Müller. Aún tengo que hacer otra entrevista.
–Él nos lo ha dicho –consiguió decir antes de marcharse–. Johannes. Él ha encontrado el cadáver de su hermana. Pero puede haberlo hecho él y haber venido a avisarnos para disimular.
–Todo es posible, sí. Haga el favor de decirle que venga. Y usted no se vaya muy lejos.
Hay veces que me encanta mi trabajo, la verdad.
La última persona que quedaba por entrevistar apareció contoneándose como un pavo para recalcar que él no era cualquier cosa, que era un diputado electo y, por tanto, algo así como un padre de la patria. Le indiqué la silla con un gesto y se sentó. Tengo que reconocer que al menos estaba pálido y le sudaban las manos.
–Lamento tener que molestarle ahora, señor Lorenz; debe de estar usted muy mal.
–Era mi única hermana.
–¿Tiene usted alguna sospecha?
Sacudió la cabeza con perplejidad.
–No. Sobre todo porque no se me ocurre qué podrían ganar con la muerte de Gudrun. No me malentienda, Frau Komissar, los creo capaces a los dos, son unos buitres, pero no tengo sospechas concretas.
–¿Los dos? ¿A quién se refiere?
–A Markus y a Inge, claro.
–Piense un poco. A veces la imaginación… ¿Qué podrían ganar?
–Markus podría pensar que se va a quedar con toda la empresa. Mi hermana tenía el 51%. Si lo ha nombrado heredero…
–¿Por qué iba a hacer eso?
–Porque ya me puso claro que a mí me dejaría otras cosas, pero no la empresa. Y porque llevaba unas semanas acostándose con él, en plan “después de tanto tiempo de ser amigos sin más, acabamos de descubrir el amor” y esas gilipolleces. Lo llevaban muy en secreto, pero a Gudrun se le notaba una barbaridad y acabó por contármelo.
–¿Y la prometida del señor Müller, lo sabía?
–¿Inge? –Soltó una breve carcajada–. No. Claro que no. Si lo hubiera sabido, la habría matado .–De repente se le cambió la cara–. Perdone, no quería decir eso.
–¿Conoce usted bien a Martina Matt?
–¿A quién? –Su ignorancia parecía sincera.
–A la muchacha que le arreglaba la casa a su hermana.
–¡Ah, esa! No. Nunca me he fijado.
–Pues el señor Müller dice que es muy atractiva.
–Markus encuentra atractivo a cualquier ser de sexo femenino que tenga una temperatura corporal de treinta y siete grados. Sobre todo si le sirve para algo.
–¿Qué significa eso? ¿Me está diciendo que está con Inge por algo en concreto?
–Porque Inge conoce literalmente a todo el que es alguien en este país y en varios otros. Sobre todo al principio, cuando empezaron con la empresa, era fundamental relacionarse a cierto nivel, ya me entiende.
–Y ¿por qué podría tener interés en la chica de la limpieza?
–¿Lo tiene?
Decidí marcarme un farol y ver cómo respondía el diputado.
–Me lo ha dicho él mismo.
Se le puso cara de zorro.
–¡Qué hijo de puta! Mira que arriesgarse a jugar a tres bandas… pero es que a Markus le gusta el riesgo.
–Gracias, señor Lorenz. No le necesito de momento, pero haga el favor de esperar en el salón con los demás.
Me quedé sola en la terraza en la hora azul y, mientras en el jardín los rosales y las estatuas se iban difuminando, en mi cabeza iba tomando forma una posibilidad. Markus había empezado una relación con Gudrun para llevarla al punto de que cambiara su testamento dejándole a él el control de la empresa. Luego había hecho lo mismo con Martina, la muchacha de la limpieza, para que fuera ella la que se manchara las manos matando a Gudrun. Pero ¿cómo la había convencido?
Le había hecho creer que, una vez eliminada Gudrun, él necesitaría a alguien que ocupara su lugar en la empresa, que se ocupara de la administración y la fabricación. ¿Quién mejor que ella, que estaba terminando la carrera de empresariales y era la elegida de su corazón?
Eso habría tocado los dos puntos débiles de la muchacha: sería una venganza contra Inge, la pija de la galería, y además su entrada en el mundo de los ricos. Ya nadie la despreciaría nunca por ser sólo la chica de la limpieza. Y quizá Markus también le había prometido matrimonio.
Lo único que ella tenía que hacer era subirse a un taburete, esperar a que Gudrun se diera la vuelta y darle un botellazo en la cabeza. ¿Quién iba a sospechar de la criada?
Sonaba bastante bien.
Decidí hacer que la vigilaran por si decidía huir, y luego dejaría pasar dos o tres días en los que interrogaría sólo a los otros tres, haciéndole creer a ella que estaba a salvo de sospecha. Luego la llamaría y le diría que Markus la acusaba de asesinato. Tenía la sensación de que eso sería bastante para hacerla hablar.
Cuando entré de nuevo en el salón, los tres estaban tomando una copa de champán.
–Supongo que no será el arma homicida –dije con una media sonrisa, sabiendo que los agentes lo tenían todo controlado.
–No, Frau Komissar, ésta estaba en la nevera. Se la hemos pedido a uno de sus hombres. Como no sabíamos cuánto tiempo teníamos que esperar aún… –contestó Markus con toda naturalidad, como si tomarse una copa mientras en la habitación de al lado se enfría el cadáver de una buena amiga fuera lo más adecuado para hacer tiempo.
–Disfruten, disfruten –dije yo, disfrutando por adelantado de lo que les iba a decir–. Yo ahora tengo que marcharme, pero enseguida llega el Inspector Mark para llevarlos a comisaría a que les tomen declaración. Cosa de tres o cuatro horas seguramente.
Los tres me miraron, horrorizados.
–¿A esta hora? –preguntó la galerista.
–La policía no descansa, señora. Para eso nos pagan ustedes con sus impuestos, ¿no es cierto, señor Lorenz? No vayan a decir después que no hacemos todo lo que podemos para aclarar un crimen. ¡Buenas noches, señores!
–