Over the rainbow
Por FERNANDO J. LÓPEZ. Es fácil criticarlo. Que si la palabra orgullo no está bien escogida. Que si la imagen que se da es un cliché. Que si eso no tiene nada que ver con el día a día… Sí, es fácil encontrarle defectos al Orgullo si olvidamos su origen. Su porqué. Y puede que haya que replantearse el cómo, pero lo evidente es que seguimos necesitando el qué.
Porque podemos creer que vivimos en una sociedad moderna y tolerante, una sociedad donde la igualdad es una realidad y no solo una ley. Podemos creerlo o podemos mirar a nuestro alrededor -más allá de los estrechos límites de nuestra propia vida- y darnos cuenta de todas las situaciones que, lamentablemente, no tienen nada que ver con ese espejismo que debemos convertir en realidad.
Quizá la culpa de mi pesimismo la tenga mi trabajo, porque en mi faceta de profesor he oído demasiadas veces la palabra maricón o bollera contra alguno y alguna de mis estudiantes. Y ni siquiera saben, a veces, lo que significa, pero sí encuentran en ello el insulto idóneo para descalificar lo que no entienden. Lo que les disgusta.
Quizá ese pesimismo se debe a que he intentado mediar en familias donde los padres han obligado a sus hijos e hijas a hacer terapias para curarse de su enfermedad. Familias que han llegado a echarles de casa por culpa de su obvia degeneración. O a que he escuchado a compañeros docentes afirmar que la homosexualidad es un defecto genético del que, pobres, no tenemos culpa.
O quizá se deba a que, como tantos otros, también yo me he tenido que tragar la rabia en ciertas ocasiones, o porque no supe reaccionar -como cuando cierto jefe de Recursos Humanos de cierta empresa me dijo que no podían darme un ascenso pues “bastante agradecido debía estar por ser allí la excepción cultural”- o porque el número de agresores que gritaban ese maricón en ciertas calles y ciertas madrugadas era muy superior a alguien que, desde niño, nunca supo -ni quiso- manejar la violencia.
Quizá también me pesen las historias de los amigos que tengo fuera de Madrid, los que se escapan aquí los fines de semana porque en sus ciudades o pueblos no se sienten tan libres como querrían. O quizá me molesten los armarios de muchos de mis compañeros en las aulas, a quienes les sigue dando miedo hablar de sus parejas con la misma naturalidad que los profesores hetero lo hacen de las suyas.
Quizá, no sé, es solo una opción, me incomode que cada vez que en una de mis novelas u obras de teatro hay un personaje gay o lésbico me toque justificarlo, cuando nadie hace lo propio en el caso contrario. Quizá me moleste que la emocionante Antes del anochecer sea calificada -sin más- como una historia de amor, mientras que todo el mundo habló de la honesta Weekend como “cine de culto gay”. Quizá me entristezca que olvidemos que el amor no admite etiquetas como tampoco admite límites.
Y quizá, en definitiva, me preocupe que la homosexualidad siga siendo delito en ciertos países. Que esté perseguida. Condenada. Demonizada. Que la gente sea capaz de lanzarse a la calle en Francia para pelear contra los derechos de todos. Contra la igualdad entre todos.
Por eso, aunque no me guste mucho el cómo, defiendo profundamente el qué. Solo querría que ese orgullo no se acabara con el desfile. Ni con la fiesta. Ni con las copas que beberemos la semana que viene en esa orgía de arcoiris que invadirá Madrid. No: el orgullo debe ir -si me permiten la alusión a uno de nuestros clásicos- over the rainbow, extender su sombra más allá de cualquier frontera hasta hacerse cotidiano y diario, como se sugiere en esa magnífica portada de The New Yorker que tanto nos ha emocionado a todos. El orgullo ha de ser la no negación, la naturalidad, el verbo que hace presente la realidad y que da forma a lo que somos. A quienes tenemos el derecho de ser.
De eso sí estoy orgulloso: de las generaciones de mujeres y hombres que nos abrieron el camino cuando todo era mucho más difícil. Y de quienes siguen luchando en esas trincheras para que los adolescentes que sé que somos puedan seguir sintiendo -y amando- sin miedo.