Un excéntrico en el canon occidental
El 24 de noviembre de 2013 se cumplen 300 años del nacimiento del escritor inglés Laurence Sterne. En Culturamas nos adelantamos a esta efemérides con un artículo de lujo: el escritor Daniel Sánchez Pardos habla de cómo leer Tristam Shandy, una de las novelas fundamentales del siglo XVIII, ya entrado el XXI. Un viaje de conclusiones alentadoras, que merece la pena emprender.
Por Daniel Sánchez Pardos
Hablando de alguno de los grandes clásicos de la novela europea de los siglos XVIII y XIX, cierto viejo profesor de la facultad de Filología Hispánica de la Universidad de Barcelona solía decirles a sus alumnos que hay libros que son para leerlos, otros que son para comentarlos y otros que son para admirarlos desde una cómoda distancia y sin entrar en detalles. La segunda categoría era, según él, la más amplia de las tres, y casi siempre —pero no siempre— se solapaba con alguna de las otras dos. La primera se bastaba a sí misma, no abundaba tanto como uno hubiera deseado y era, en definitiva, la que le daba su sentido a esto de la literatura. (Este viejo profesor, Cervantes le bendiga, creía que un libro que no ofrece alguna forma de placer a su lector es un objeto tan fallido y tan inútil como una silla que no es capaz de sostener el peso de quien se sienta en ella.) La tercera incluía a ratos a la mayoría de escritores famosos, casi siempre a James Joyce y siempre, ay, a Laurence Sterne.
Compartamos o no está opinión, lo cierto es que Laurence Sterne debe de ser uno de los clásicos menos leídos —aunque no uno de los menos comentados— de toda la literatura inglesa. A finales de este año 2013 se cumplirá el tercer centenario de su nacimiento, y todavía hoy se nos sigue apareciendo como uno de los integrantes más excéntricos, menos ortodoxos y, en definitiva, más improbables del canon occidental. Su obra, dejando de lado un par de sermones y alguna sátira política de juventud, se reduce a dos novelas: la primera, publicada en nueve volúmenes entre 1759 y 1767, La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy; la segunda, derivada de la anterior, Viaje sentimental por Francia e Italia, publicada sólo unos días antes de su muerte en 1768. Diez años de vida literaria pública le bastaron a Sterne para situarse en el centro de una polémica que ya nunca le abandonaría —la polémica entre quienes veían en él a un hombre de genio y quienes denunciaban sus libros como la obra torpe e indecente de un escritor irresponsable— y para instalarse, de forma acaso definitiva, en ese extraño lugar que hoy sigue ocupando en una tradición, la de la gran novela europea, que todavía era insultantemente joven por aquel entonces, cuyos caminos aún parecían abiertos a cualquier aventura, cuyas reglas aún estaban por escribir, y que su Tristram Shandy pudo haber propulsado hacia destinos hoy solamente imaginables en el terreno más disparatado de la ucronía literaria. Su tercer centenario, y esto cabe profetizarlo sin riesgo a equivocarse, no atraerá ni una mínima parte de la atención periodística, institucional y editorial que recibió el año pasado el segundo centenario de Charles Dickens, otro integrante más bien excéntrico del canon, risueño como él e igual de poco envarado, pero situado en los antípodas de Sterne en cuanto a concepción y práctica de la novela.
David Copperfield, para entendernos, quiere contarnos su vida y nos cuenta su vida, mientras que Tristram Shandy quiere contarnos su vida y nos cuenta la vida de su padre, y la de su madre, y la de su tío, y la de todo aquel que pudiera acabar teniendo algo que ver, siquiera tangencialmente, no ya con su existencia sino con los prolegómenos de su nacimiento. Lo que Dickens despacha en un capítulo —las circunstancias de la llegada al mundo de su protagonista— o en una novela de razonable extensión —su vida entera, de la cuna hasta la sepultura— a Sterne se le convierte en un proceso infinito y circular de matizarse a sí mismo, un ir acumulando capa tras capa de recuerdos completados por recuerdos y de explicaciones que requieren nuevas explicaciones, que requieren nuevas explicaciones, que requieren… Famosamente, Tristram Shandy no llega a nacer hasta el tercer volumen de una novela cuyo título promete referirnos el relato de su vida y sus andanzas, y no mucho más allá habremos avanzado en el decurso de esa vida cuando alcancemos su punto y final. Para Dickens —o lo que es lo mismo, para la tradición principal de la novela moderna— la peripecia es el centro del relato, su razón de ser, el andamiaje que sostiene el edificio entero de la ficción; para Sterne, filósofo del lenguaje y de la memoria, lo que ocupa el centro del relato es la imposibilidad de relatar cualquier cosa, y la conciencia de esa imposibilidad, y la lucha para hallar la forma —cualquier forma— de superar esa conciencia paralizadora.
La digresión continua, el desplazamiento incesante del foco de atención, la declaración abierta y sincera de las dificultades que el propio texto supone, la pérdida de visión o la desatención más o menos resignada del objetivo hacia el que el texto apuntaba en un principio, son algunas de las soluciones que el narrador de la novela ensaya para salir de la trampa que él mismo se ha tendido al pretender explicarnos su vida; y junto a todo ello encontramos también el frecuente recurso al absurdo, a la hipérbole, a un humor de trazo grueso heredado de Rabelais y de Cervantes, los dos autores que más directamente influyeron en Sterne desde los inicios mismos de su carrera literaria, y hacia los que no faltan los guiños y los homenajes dispersos por toda la novela. Esta es la tradición a la que pertenece Laurence Sterne: una tradición libérrima, lúdica, rompedora, que todo se lo cuestiona y que no conoce ni respeta otras normas que las que ella misma va creando —y a la vez dinamitando— en cada libro. Esa rama lateral de nuestra tradición literaria que puede rastrearse hasta nombres como los de Apuleyo, Montaigne o Robert Burton, que Cervantes y Rabelais —e incluso el propio Sterne— llegan a hacer coincidir en algun momento con la corriente principal de las letras europeas antes de ser, según los casos, normalizados o arrinconados por la academia, que permanece en estado de hibernación a lo largo del muy reglamentado siglo XIX y se exaspera en el siglo XX con proyectos puntuales como los de James Joyce o Thomas Pynchon, y algunos de cuyos ecos más o menos diluidos pueden detectarse a lo largo de las últimas décadas —por seguir citando a escritores a los que se ha relacionado de un modo u otro con Sterne— en las obras de autores como Milan Kundera, Salman Rushdie o Javier Marías, el defensor español más significado del Tristram Shandy, y también su más reciente y celebrado traductor. Una tradición en la que el libro se convierte en una suerte de cajón de sastre sin fondo, un contenedor de todo aquello que el autor quiera verter en él, desde una disertación sobre el arte del insulto o sobre la influencia que ejercen sobre la vida futura de un niño la nariz con la que nace y el nombre con el que se lo bautiza hasta una escena en la que ese mismo niño, el pobre Tristram, dueño de una nariz escasa y de un nombre poco afortunado, es circuncidado por la hoja de una ventana que cae mientras orina parabólicamente en la vía pública. La tradición del exceso, de la inclusión voraz y arbitraria, del juego sin reglas ni objeto definido. La tradición de la ausencia de tradición.
Samuel Richardson, hombre serio y cabal, estricto contemporáneo de Laurence Sterne y otro de los padres fundadores de la novela moderna en su vertiente más lacrimógena, descalificaba minuciosamente el Tristram Shandy en una de sus cartas y se quejaba de «sus salvajismos incontables, sus caprichosas digresiones, sus incoherencias cómicas, sus indecencias fuera de lo común». El doctor Samuel Johnson profetizó que el libro no perduraría, porque nada extraño dura mucho tiempo, y David Hume, en una nota más positiva, opinó que La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy era el mejor libro publicado por un autor inglés en los últimos treinta años, «a pesar de lo malo que es». Fuera como fuese, lo que todo el mundo vio ya entonces en el libro es lo que hoy sigue fascinándonos en él: su condición de objeto absolutamente extraño y perturbador, a veces inexplicable, pura literatura volcada sobre sí misma, pura escritura que indaga sin prejuicios ni vergüenza sobre su propia naturaleza y también, lo que viene a ser lo mismo, sobre la naturaleza de la memoria. Un objeto extraño y excéntrico que requiere de nosotros, lectores del siglo XXI, un esfuerzo para el que acaso ya no estamos preparados: el esfuerzo de desprendernos de dos siglos y medio de literatura aprendida en las aulas o en las mesas de novedades de las librerías —argumento, orden, decoro: el ABC de toda narración— y entregarnos de cuerpo entero a una fiesta en la que cualquier cosa, cualquiera, puede estar a punto de suceder. O de no suceder.