Crónicas Quinquis, Javier Valenzuela y Libros del K.O. el periodismo de la buena pluma
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
“El periodismo no es una máquina, no es una grabadora o una cámara sin cerebro ni corazón”, escribía hace algunas semanas Javier Valenzuela, “sino un ciudadano con ideas y sentimientos propios”. Valenzuela dedicaba su artículo a la periodista Rosa María Artal en ocasión de la publicación de su libro Salmones contra percebes, y tras cada una de sus palabras resonaba una esperanzadora apelación al periodismo comprometido, a un periodismo que sobrevive a pesar de la opacidad del descrédito que se ha ceñido sobre la profesión. Si, como me dijo un viejo profesor, “ser profesor es ser, ante todo, ciudadano”, ser periodista es, ante todo, una forma de ser ciudadano, es la manera, quizá la más extraordinaria, de mostrar el propio compromiso con la realidad circundante. Desde la cátedra de las aulas o desde las páginas del periódico, el profesor y el periodista se dirigen a un público expectante por conocer aquello que desconoce, por conocer realidades que todavía permanecen ocultas. El periodista despliega el telón, muestra aquello que se esconde tras las bambalinas: no importa cuán molesto puede ser cuanto allí se esconde, no importa cuán escondido esté, ni cuán difícil sea llegar hasta él, pues, como escribía en aquel artículo Javier Valenzuela, para el periodista lo que de verdad importa es que “los hechos que presenta al público deben ser ciertos” y, por tanto, “deben de haber sido verificados”.
En unos tiempos en los que la transparencia se ha convertido, finalmente, en objeto de debate político, hay todavía muchas realidades, muchas historias, que permanecen ocultas en el anonimato producido por el silencio. “Aquello que no es noticia, no existe” afirman los cínicos desprovistos de escrúpulos; los conflictos internacionales siguen provocando día a día sus víctimas, los abusos de poder recorren su camino, las epidemias y la hambruna, los desplazados siguen sobreviviendo, si bien han dejado de ser noticia. El periodismo internacional ha sido una de las principales víctimas de una crisis que, aunque de carácter principalmente económico, tiene más profundas raíces. Sin embargo, no sólo escasea la información internacional, también, y de manera más general, el periodismo de lenta velocidad, aquel periodismo que no nace de la inmediatez, sino de la atenta observación, del análisis pausado de los datos, del paciente escuchar de los testimonios de los protagonistas. Más allá de las fronteras y de las demarcaciones, el periodismo de sucesos, aquel periodismo que tiene sus orígenes en los croniquers de finales de siglo ha visto como su espacio se iba limitando hasta reducirse a breves y escuetos caracteres tipográficos. Con la publicación mensual Tinta Libre, Javier Valenzuela vuelve a dar a los reportajes de investigación el lugar que nunca debieron perder; vuelve a ofrecer a los lectores brillantes ejemplos de un periodismo que, como aquel nuevo periodismo al que se refería Tom Wolfe y sobre el cual escribía el propio Valenzuela en uno de sus artículos, cuenta “hechos reales, por supuesto, pero con buena pluma, con explícita vocación literaria, con el deseo de perdurar, de ser leído con gusto mucho tiempo después de que se hubieran marchitado las noticias en que se basaba”. Si con Tinta Libre, el periodismo de buena pluma regresa a los quioscos, gracias a Libros del K.O aquel mismo periodismo con vocación literaria vuelve a ocupar un lugar privilegiado en las estanterías de las librerías. Su editor, Emilio Sánchez Mediavilla, rescata del olvido el reporterismo y el articulismo en mayúsculas en un intento, más que logrado, de devolver el periodismo escrito a aquel lugar que, años atrás y de la mano de nombres como Gay Talese, Hemingway, Capote o Wolfe, compartió con la literatura.
Crónicas Quinquis une los caminos paralelos trazados por Libros del K.O. y Javier Valenzuela: escritos en los primeros años ochenta, los artículos del periodista aquí publicados retratan una sociedad que, habiendo despertado de una exageradamente larga pesadilla dictatorial, se hundía en una crisis que, si bien desde la desolación actual todo pasado puede resultar más grato, provocó una tasa de paro de 2.200.000 y, como escribe Amanda Cuesta en la introducción, una cobertura de paro sólo accesible para un 27 por ciento. Con sus crónicas aquí reunidas, Javier Valenzuela realiza una meticulosa descripción de aquellos años y, en especial, una descripción de aquella sociedad que la gran historia y los grandes titulares olvidaron o, en el mejor de los casos, mitificaron a través de la imagen del quinqui. Valenzuela se adentra por las calles olvidadas que son recorridas por las prostitutas y por los jóvenes delincuentes sin futuro; con sus artículos, Valenzuela se adentra en los turbulentos caminos que conducen a prisión a Hospitales Psiquiátricos, se aleja de los siempre tranquilos barrios de Arganzuela, de Moncloa o de Chamberí para desplazarse hasta San Blas, Vallecas o el Barrio Chino de Madrid. Javier Valenzuela cruza la frontera que, desde la ficción y más recientemente, también cruzó Javier Cercas: la frontera azul que separaba al Gafitas de Zarco en la novela de Cercas es la misma frontera, tan fácilmente quebrantable y, a la vez, tan paradójicamente imponente, que cruza el periodista. Lejos de caer en el mito del quinqui, un mito tan agotado como alejado de la realidad, Valenzuela retrata a una juventud de principios de los años noventa que, como indica Amanda Cuesta, “había sufrido un déficit de escolarización”, una juventud que, en medio de la nueva cultura del ocio que se ofrecía a modo de consumo a los jóvenes de clase media, arrastraba la pesada losa del vacío, pues la sociedad parecía no tener nada que ofrecerles.
En cada uno de los textos que conforman Crónicas Quinquis, los jóvenes marginales descritos por Valenzuela no se convierten en la manipuladora imagen del rebelde sin causa, del joven que se enfrenta al sistema y que encuentra en la delincuencia y en las drogas una mera expresión rupturista: el Nani, Manuel Delgado Alfonso, Kun-Fu no son simples delincuentes, en sus historias se refleja la historia social de una época; son verdugos, pero a la vez víctimas de sí mismos, de sus actos y de una estructura social que los aparta. Ellos son algunos, son muchos más los nombres que conforman las páginas de estas crónicas, unas páginas que, escritas desde el presente de aquellos años ochenta, no están teñidas de la melancólica añoranza –y, por qué no decirlo, impostada,- mirada desde el presente. Javier Valenzuela no condena a sus protagonistas, no los convierte tampoco en héroes; Valenzuela relata aquellas historias con la condescendencia de quien busca comprender, ni juzgar. La frontera es delgada, ya lo sabían los personajes de Javier Cercas y, sin embargo, una vez cruzada es difícil volver atrás; fueron muchos los que allí permanecieron, atrapados entre sus propios delitos y víctimas de un sistema penitenciario que los vuelve a dejar en libertad una y otra vez “sin haber aprendido un oficio, sin cobrar ningún tipo de prestación temporal por desempleo, sin tener la mínima oportunidad de que alguien lo contrate una vez que conozca su expediente”. Condenados por el sistema y por ellos mismos a una libertad siempre temporal, aquellos jóvenes no deben ser recordados como un mito, como la refiguración de un cliché demasiado manido; aquellos jóvenes son el reflejo directo de unos años. Con la publicación de Crónicas Quinquis, Libros del K.O. y Javier Valenzuela ofrecen un gran ejemplo narrativo de periodismo de sucesos, un ejemplo del periodismo de buena pluma, del periodismo que nace de la atenta y cercana observación. En Crónicas Quinquis convergen el recorrido de Javier Valenzuela y de Emilio Sánchez Mediavilla: desde perspectivas distintas, desde ámbitos diferente, Tinta Libre y con Libros del K.O. vuelven a dar voz el periodismo comprometido, el que aspira a contar los hechos a la vez que no renuncia al estilo pausado propio del arte narrativo: y Crónicas Quinquis es buen ejemplo de ello.