¿Todavía así? Sobre las afirmaciones de Gloria Casanova y las críticas a la juez Alaya y la periodista Elisa Beni
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Corría el año 1929, cuando Virginia Woolf, dirigiéndose a sus lectoras, escribía: “os pido que ganéis dinero y tengáis una habitación propia, os pido que viváis en presencia de la realidad, que llevéis una vida, al parecer, estimulante”. En ese lejano 1929, la habitación propia, durante siglos arrebata a la mujer, se convertía en metáfora de la independencia a la que la mujer no sólo debía aspirar, sino a la que tenía derecho. En esa habitación propia, no había ni maridos ni padres, no había falsos principios morales o directrices sociales que atrapaban a la mujer entre férreas pautas de conducta. La habitación era sólo el primer paso hacia la conquista del espacio y de la esfera pública en la que la mujer podía finalmente decir “yo”, afirmar la individualidad que le había sido negada. La oportunidad, afirmaba Woolf en Una habitación propia, tan sólo llegará “si nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente lo que pensamos; si nos evadimos un poco de la sala de estar común y vemos a los seres humanos no siempre desde el punto de vista de su relación con la realidad”. Los movimientos feministas en la Inglaterra de finales de los años veinte anunciaban la llegada de una nueva época; había llegado el momento de la libertad para la mujer, había llegado el momento de “enfrentamos con el hecho, porque es un hecho, de que no tenemos ningún brazo al que aferrarnos, sino que estamos con el mundo de la realidad”.
Ha pasado más de medio siglo desde que Virginia Woolf publicaba su libro, sin embargo, todavía hoy es necesario recordar sus palabras; todavía hoy estas palabras resultan extrañas para quieren hacer de la mujer un apéndice del hombre. Virginia Woolf nunca se aferró al brazo de su marido Leonard, siempre tuvo su habitación; Simone de Beauvoir nunca perdió su autonomía intelectual, su obra El Segundo Sexo causó polémica, alteró a más de uno, pues como dice con ironía el libro, “las mujeres que leen son peligrosas”. Beauvoir, Woolf fueron incómodas, como también lo fueron Rosa de Luxemburg, Maria Zambrano o Rita Levi Montalcini; todas ellas tuvieron el valor de escribir, defender y hacer lo que pensaban, todas ellas trazaron su propio camino y, a la vez, abrieron las puertas para las generaciones posteriores. Y, sin embargo, siempre hay alguien dispuesto a cerrarlas.
“Las mujeres maltratadas”, afirmaba sin reparos la profesora Gloria Casanova a lo largo de una clase sobre moral social de la iglesia, “no deben separarse porque eso es amor”; la docente recuperaba las palabras un día pronunciadas por San Pablo: “Así como la Iglesia está sometida a Cristo, así sea sumisa en todas las cosas la mujer al marido”. No se trata de cuestionar las creencias religiosas, basta un análisis sociológico para observar que la sociedad a la que se dirigía San Pablo no es y no puede ser la de hoy. No es admisible que, en nombre de una determinada moral religiosa, se justifique un delito; no hay moral válida que justifique el maltrato y la violencia contra la mujer, como tampoco contra cualquier otro individuo.
Las palabras de la docente revelan que aquellos caminos que un día creímos abiertos, todavía están atestados de obstáculos; el carácter misógino que impregna las palabras de la docente es el mismo que impregna las declaraciones vertidas por dirigentes políticos y por medios de comunicación contra la juez Alaya. El machismo, el desprecio hacia la mujer y, sobre todo, hacia la mujer que por méritos propios ha conquistado las esferas reservadas a los hombres, no sólo proviene de los mismos hombres. El machismo no es masculino y las palabras de la profesora universitaria son un claro ejemplo de ello. Las críticas a la juez no vinieron sólo de ex – ministros y desde determinados ámbitos mediáticos, así cómo las críticas a la periodista Elisa Beni no provenían exclusivamente de sectores masculinos.
La batalla librada por todas aquellas mujeres fue una batalla para poder salir del espejo, desprenderse de la imagen que se les había impuesto; desligándose de las cadenas, aquellas mujeres, y otras más, muchas de ellas anónimas, se enfrentaron a una mentalidad y a una moralidad dominante, quisieron –y consiguieron- apropiarse del lenguaje, siempre bajo el dominio masculino, reelaborarlo para poder, finalmente, reconocerse y poder decir “esa soy yo”. El lenguaje, sin embargo, nunca abandonó a sus dominadores: insinuaciones más o menos explícitas acerca de la intimidad, comentarios jocosos sobre el vestuario o el descrédito, no por cuestiones de veracidad informativa, sino por cuestiones matrimoniales revelan que el lenguaje no sólo sigue dominado por los mismos, sino que tras él se esconde una sociedad que, más allá de las etiquetas y de los eslóganes, sigue impregnada de un peligroso machismo. Provenientes desde la izquierda –la misma que ha sido capaz de pactar con un condenado por abusos- y desde la derecha, realizadas tanto por hombres como por mujeres, las críticas machistas que se han hecho oír en los últimos días dibujan un escenario desolador. La historia, ya lo decía Nietzsche, tiene a regresar, pero hay retorno inadmisibles, social y éticamente inadmisibles.
No hay justificación posible para las palabras de Gloria Casanova, no hay creencia ni fe religiosa que justifique la violencia y ampare un delito. Tampoco son justificables las críticas a la juez Alaya o a la periodista Elisa Beni en tanto que no radican en el análisis de su labor profesional. Toda labor, y sobre todo si tiene eco social, puede ser objeto de críticas; la labor de la juez Alaya podrá ser aplaudida o criticada, pero no en función del hecho de ser mujer. Asimismo, de la misma manera que el periodismo debe ser crítico con el poder, el espectador y/o lector debe ser escéptico a las opiniones vertidas por un cualquier periodista, cuya imparcialidad puede ser tan discutible como una pretendida objetividad. Al periodista debe pedirse honestidad intelectual, compromiso con cuánto relata y con la realidad de los hechos; sobre estos aspectos debe ser juzgada la profesionalidad de Beni, así como la de cualquier otro periodista. Desde el criterio individual, las opiniones podrán ser compartidas, podrán ser rechazada, incluso consideradas burdas manipulaciones dialécticas, pero no en función de quien habla y con quién está casada quien habla. Una periodista es periodista, una juez es una juez; en su ámbito del trabajo no es la mujer de nadie, sino una profesional más que, con mayor o menor fortuna, realiza su profesión.
Las críticas a estas dos profesionales y las palabras utilizadas para expresarlas no reflejan un debate maduro, una dialéctica consistente, un intercambio de opiniones imprescindible en un estado democrático –dicho sea de paso, la ágora pública es cada vez es más reducida, habría que recordar que la ciudad, como decía Henri Lefebvre, es un derecho del ciudadano- sino que testimonian el predominio del insulto, el escarnio y la difamación por encima de los argumentos, de los conceptos y de las ideas.
Escribe Richard Rorty: “hay cosas inaceptables que nunca podrán volverse justas, como por ejemplo dar muerte a personas inocentes y negar a los individuos el derecho a ser tratados como seres humanos y a vivir una vida que sea adecuada para ellos”. Aquellos que se sientan frente a los micrófonos, que escriben en los periódicos, aquellos que desde las instituciones pronuncian discursos, deberían recordar las palabras de Rorty y, sobre todo, que el lenguaje no ajeno a la realidad, pues es precisamente a través del lenguaje que se construye una sociedad donde pueden finalmente vencerse aquellos tópicos contra los que combatía Virginia Woolf . Conquistada la habitación propia, no puede ser arrebatada.