Montaigne: Ensayos completos
Por Gonzalo M. Barallobre.
Montaigne: Ensayos completos. Michel de Montaigne. Cátedra. 2006. 1120 pp. 42,50 euros.
1575. Francia. Castillo de Montaigne. El señor toma su cena. Queso y algo de fruta. Al terminar hace un gesto al servicio para que recoja la mesa y se retira a la biblioteca. En ella, conversa, como si de una sesión de espiritismo se tratara, con los grandes clásicos: Virgilio, Séneca, Plutarco etc. Los frutos del diálogo caerán sobre el papel formando una obra que funda un nuevo género: el ensayo. De su sentido no habrá duda, el mismo Montaigne se ocupará, en un texto que inaugura la obra y que lleva el título de “al lector”, de dejarlo bien definido. Dirá lo que sigue:
«Es este un libro de buena fe, lector. De entrada te advierto que con él no me he propuesto otro fin que el doméstico y privado. En él no he tenido en cuenta ni el servicio a ti, ni mi gloria. No son capaces mis fuerzas de tales designios. Lo he dedicado la particular solaz de parientes y amigos: a fin de que, una vez me hayan perdido (lo que muy pronto les sucederá), puedan hallar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y así alimenten, más completo y vivo, el conocimiento que han tenido de mi persona. Si lo hubiera escrito para conseguir el favor del mundo, me habría engalanado mejor y me mostraría en actitud estudiada. Quiero que en él me vean con mis maneras sencillas, naturales y ordinarias, sin disimulo ni artificio: pues me pinto a mí mismo. Aquí podrán leerse mis defectos crudamente y mi forma de ser innata, en la medida en que el respeto público me lo ha permitido. Que si yo hubiera estado en esas naciones en de las que se dice viven todavía en la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que gustosamente me habría pintado por entero, y desnudo. Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro: no ha razón para que ocupes tu ocio en un tema tan frívolo y vano. Adiós pues».
Este pequeño texto nos da todas las llaves para entender el pensamiento de Michel de Montaigne. Un escepticismo de fondo, humor y, sobre todo, amor por lo cotidiano. No se pretende un sistema cerrado, si no un diálogo que queda abierto y en el que se da cuenta de tantos temas como sea posible. No hay objetos privilegiados. No hay ideas primeras. Montaigne tan sólo busca conocerse.
Enemigo de las pasiones violentas, por tensionar el espíritu impendiéndole conquistar la tranquilidad necesaria, todo su esfuerzo se dirige al autocontrol, a la configuración de un carácter que haga posible la serenidad, esto es, la posibilidad de gozar, dentro de lo posible, del día a día. Para este pensador uno es lo que siente. Conoce el poder de las emociones y sabe el lugar vertebral que ocupan. De ellas, todo, el pensamiento y el cuerpo, dependen por completo. Por eso, no es de extrañar, y frente a la actitud más clásica hacia ella, que Montaigne persiga a la tristeza y la condene diciendo de ella que es uno de los peores parásitos del espíritu. Ninguna obra, ningún fruto, la justifica.
Pero si algo destaca de este autor es la ironía, el humor, que hace corretear por cada una de las páginas de su obra. Humor que tiene como raíz la idea de que no debemos tomarnos muy en serio. En este punto es donde brilla de la manera más evidente su escepticismo. Un ejemplo eminente, por lo menos a mí me gusta mucho, es el siguiente: “Sí, gobernaran el mundo, pero al final, como todos, se sientan sobre su culo”.
Si tuviéramos la ocasión de preguntar a Motaigne por el sentido de la Filosofía nos respondería, sin dudarlo ni un segundo, que “es la economía de uno mismo”. Economía que tiene como sentido hacer posible una vida buena. Encontrar una sabiduría personal e intransferible. En este punto es donde, a mí modo de entender las cosas, da plenamente en la diana: las fórmulas de otros no nos valen, cada uno debe encontrar sus respuestas, cada uno debe hacer el esfuerzo de conocerse y, con esa medida, habitarse. Tal vez la siguiente frase pueda resumir el pensamiento de este filósofo francés que vivió durante el Renacimiento: conocernos para no padecernos.