La muerte de Virginia
Por Pilar Adón.
La muerte de Virginia. Leonard Woolf. Lumen. 213 páginas. Traducción de Miguel Temprano García.
Quien se deje llevar por el título elegido para la publicación de esta entrega de la autobiografía de Leonard Woolf pensando que va a encontrar en ella una descripción detallada de lo acontecido durante los días o meses previos y posteriores al suicidio de Virginia Woolf se va a llevar una pequeña decepción, ya que Leonard Woolf no es prolijo en detalles ni basa toda su biografía ni todo su pensamiento político, literario o vital en la muerte de la que fuera su brillante y torturada esposa. Naturalmente, el lector va a encontrar referencias a la depresión y al suicidio de Virginia Woolf en este volumen que es en realidad el quinto de las memorias del autor (el título original en inglés fue el de The Journey Not the Arrival Matters, y abarca lo sucedido desde el inicio de la segunda guerra mundial hasta la muerte del escritor, en 1969), pero las encontrará básicamente en el primer capítulo del libro, titulado propiamente «La muerte de Virginia» (que se presenta seguido de tres más: «Hogarth Press», «1941-1945» y «Todos nuestros ayeres»), y no de una manera exhaustiva ni pormenorizada. El punto de vista es el del compañero y marido. Los sentimientos de dolor y vacío son los del compañero y marido. Y la sensibilidad que brota es la del compañero y marido. Pero no estamos ante un libro en el que se hable principalmente de Virginia Woolf. Queda avisado el lector.
Estamos ante un libro que va mucho más allá. Ante la obra de un pensador inteligente, estructurado, de ideas brillantes y mente fabril, que se muestra satisfecho con lo que ha hecho sin caer por ello en la jactancia, y que nos desgrana su visión política y social de la Inglaterra de la primera mitad del siglo XX no sólo desde su sillón de analista y crítico, sino como partícipe activo en la construcción de su identidad e historia.
El libro arranca en 1939, con el inicio de la segunda guerra mundial, y se centra en cómo vivió el matrimonio Woolf la terrible experiencia, con sus cambios de domicilio, su paso por los refugios antiaéreos, el traslado de sus cosas y sus miles de libros de su casa bombardeada de Londres a Rodmell (donde alquilaron varias habitaciones para meter sus muebles y parte del material de la imprenta), y su abandono definitivo de Londres para establecerse en Monks House a finales de 1940. Allí oían el sonido de los aviones alemanes que pasaban por encima de sus cabezas en dirección a la ciudad y, una hora más tarde, el mismo sonido de nuevo, ahora de regreso, después de que Londres hubiera sido bombardeado de manera inclemente. Cuenta Leonard Woolf que Adrian Stephen, hermano de Virginia, les entregó una dosis letal de veneno para que pudieran suicidarse en caso de verse amenazados por la invasión nazi.
Es en esta primera parte en la que habla de la sensibilidad extrema de Virginia a las críticas, de su terror a la hora de enfrentarse a las galeradas y de su habitual e inevitable depresión al mandar sus libros a la imprenta. Además, Leonard Woolf realiza un breve análisis crítico de las obras de su mujer, y menciona cuatro libros que ella escribió «contra sus inclinaciones artísticas y psicológicas», cuyo resultado «fue malo para el libro y doblemente peor para ella». Esos cuatro libros fueron, según Leonard Woolf, Noche y día, Los años, Roger Fry y Tres guineas.
Tras la muerte de Virginia, Leonard regresó a Londres para dedicarse a su ajetreada labor editorial pero también política, social y comunitaria en las filas del Partido Laborista y la Sociedad Fabiana, de los que era miembro, y en el Tribunal de Arbitraje y la Sociedad Anglo-soviética. Trabajos, entre otros, que no solían estar remunerados. Redactaba informes y pasaba largas y tediosas horas entre comités y reuniones que muchas veces resultaban infructuosos pero que para él tenían un claro objetivo social y político. Woolf se obsesionó con la idea de averiguar qué razones conducían a los países a iniciar las guerras, y de descubrir cómo evitarlas. Evidentemente, no lo logró. Sus actividades públicas no alcanzaron sus metas y, así, Woolf habla de horas y horas de desempeño de una labor que no derivó en nada. Una tarea inútil de la que, no obstante, no reniega porque su esfuerzo fue justo e importante para él: «[…] estoy de acuerdo con Montaigne, el primer hombre civilizado moderno, cuando dice en alguna parte: “lo importante no es llegar, sino el viaje”».
Leonard Woolf habla constantemente de trabajo, y una de las partes más atractivas y adictivas del libro es aquella en la que se felicita a sí mismo (sin sonrojo) por la labor que desarrolló al frente de Hogarth Press. Ahora no estamos ante el marido que, en principio, fundó la editorial para que Virginia se distrajera, sino ante el editor satisfecho, consciente de su responsabilidad y de la calidad de los libros que publicó. No se arredra a la hora de narrar sus enfrentamientos con su socio, John Lehmann, a quien Virginia había vendido su cincuenta por ciento de la empresa, a causa del empeño de Lehmann por «expandirse», cuando Woolf se negaba frontalmente a ello. Para Woolf, la palabra «expansión» implicaba publicar más libros para poder pagar nuevos sueldos y nuevos gastos, lo que llevaba a la perdición de muchas editoriales pequeñas: al publicar más, aumentaban los gastos por lo que había que «expandirse» otra vez y publicar más libros para poder hacer frente a esos nuevos sueldos y gastos, y así hasta el infinito. En enero de 1946, Lehmann le comunicó que deseaba romper la sociedad, y Woolf logró que comprara su parte Chatto & Windus, con la condición de que la editorial continuara siendo independiente, de que no acabara siendo absorbida por Chatto, y de que Leonard siguiera decidiendo qué títulos se publicaban. Logró así que la suya se mantuviera como una editorial pequeña y rentable, que no necesitó «expandirse».
Leonard y Virginia Woolf lo anotaban todo. Dejaron un registro completo en sus cuadernos y diarios de lo que veían y leían. Los dos escribían sin cesar: «en un día normal ambos dormíamos unas ocho horas y trabajábamos entre diez y doce». De modo que la labor de echar la vista atrás y analizar los pasos propios, las decisiones y motivos de toda una vida de pensamiento y de entrega al trabajo no tuvo que resultarle tan compleja a un hombre que contaba con sus propias y cuantiosas notas y con las de su mujer. En cualquier caso, ésta no es una biografía de datos, fechas y acontecimientos históricos perfectamente enlazados en el tiempo. Constituye más bien el reconocimiento gratificante y perfectamente objetivo de una existencia plena, que lo fue porque se hizo lo que se quería hacer y se vivió como se quería vivir. Una existencia que proclamó la felicidad del trabajo cumplido, asociado a la verdad y a la satisfacción: «Uno de los mejores placeres es sentarse por la mañana a escribir».