One Today
Una traducción del poema “One Today” que Richard Blanco escribió especialmente y leyó en la inaguración de Barack Omaba, el 21 de enero de 2013.
(LINK al video de Blanco leyendo el poema el 21 de enero, en la segunda asunción de Obama)
Un sol amaneció sobre nosotros hoy, encendido sobre nuestras costas,
asomándose sobre los Smoky, saludando las caras
de los Grandes Lagos, propagando una simple verdad
sobre las Grandes Llanuras, y después cargando sobre los Rocky.
Una luz, despertando los techos, debajo de cada uno, una historia
contada por nuestros gestos silenciosos moviéndose detrás de las ventanas.
Mi cara, tu cara, millones de caras en los espejos de la mañana,
cada una reviviendo con bostezos, en crescendo hacia el día:
buses de colegio, el amarillo de los lápices, el ritmo de semáforos,
verdulerías: manzanas, limas y naranjas arregladas como arco iris
mendigando nuestra alabanza. Camiones de plata pesados con petróleo o papel —
ladrillos o leche, rebosando sobre las autopistas al lado nuestro,
en camino a limpiar mesas, leer registros o salvar vidas—
a enseñar geometría, o cobrar las compras del mercado, como hizo mi madre por 20 años, para que yo pudiera escribir este poema.
Todos nosotros tan vitales como la única luz por cual nos movemos,
la misma luz sobre los pizarrones con lecciones para el día:
ecuaciones para resolver, historia para cuestionar, o átomos imaginados,
el “Yo tengo un sueño” que seguimos soñando,
o el vocabulario imposible de pena que no explicará
los bancos de 20 niños marcados ausentes
hoy y para siempre. Muchas oraciones, pero una luz
respirando color a los vitrales,
vida a las caras de las estatuas de bronce, calor
sobre los escalones de nuestros museos y los bancos de nuestras plazas
como madres miran sus chicos lanzarse en tobogán hacía el día.
Un suelo. Nuestro suelo, arraigándonos a cada tallo
de maíz, cada cabeza de trigo sembrado por sudor
y manos, manos rebuscando carbón o plantando molinos
en desiertos y cumbres que nos dan calor, manos
cavando trincheras, dirigiendo caños y cables, manos
tan gastadas como las de mi padre cortando caña
para que mi hermano y yo pudiéramos tener libros y zapatos.
El polvo de granjas y desiertos, ciudades y llanuras
mezclado por un viento —nuestro aliento. Respira. Escúchalo
en el estrépito precioso del día de taxis tocando bocina,
buses lanzándose por las avenidas, la sinfonía
de pasos, guitarras y trenes subterráneos chillando,
el canto inesperado de un pájaro sobre tu soga de ropa.
Escucha: hamacas de plaza que charran, trenes silbando,
o susurros sobre mesas de café. Escucha: las puertas que abrimos
para cada uno todo el día, diciendo, hello, shalom,
bon diorno, howdy, namaste o buenos días
en el idioma que me enseñó mi madre —en todos los idiomas
hablados a un viento llevando nuestras vidas
sin prejuicios, como estas palabras rompen de mis labios.
Un cielo: desde que los Apalaches y las Sierras reclamaron
su majestad, y el Mississippi y el Colorado obraron
su camino hacia el mar. De gracia al trabajo de nuestras manos:
tejiendo acero en los puentes, terminando un informe más
en horario, para el jefe, cosiendo otra herida
o uniforme, la primera pincelada de un retrato,
o el último piso de la Freedom Tower
proyectándose al cielo que cede a nuestra resiliencia.
Un cielo, hacia el cual a veces alzamos nuestros ojos
cansados por el trabajo: algunos días adivinando sobre el clima
de nuestras vidas, algunos días dando gracias por un amor
que te devuelve el amor, a veces alabando a una madre
que supo como dar, o un padre que pudo perdonar
pero no darte lo que tú querías.
Regresamos a casa: a través del brillo de la lluvia o el peso
de la nieve, o el crepúsculo de color rubor ciruelo del, pero siempre —a casa,
siempre debajo de un cielo, nuestro cielo. Y siempre una luna
como un tambor silencioso golpeteando sobre cada techo
y cada ventana, de un país —todos nosotros—
mirando la esperanza de las estrellas —una nueva constelación
esperando que la mapeemos,
esperando que la nombremos —juntos.
(Traducción, Andrés Hax)
One Today
One sun rose on us today, kindled over our shores,
peeking over the Smokies, greeting the faces
of the Great Lakes, spreading a simple truth
across the Great Plains, then charging across the Rockies.
One light, waking up rooftops, under each one, a story
told by our silent gestures moving behind windows.
My face, your face, millions of faces in morning’s mirrors,
each one yawning to life, crescendoing into our day:
pencil-yellow school buses, the rhythm of traffic lights,
fruit stands: apples, limes and oranges arrayed like rainbows
begging our praise. Silver trucks heavy with oil or paper —
bricks or milk, teeming over highways alongside us,
on our way to clean tables, read ledgers or save lives —
to teach geometry, or ring-up groceries as my mother did
for 20 years, so I could write this poem.
All of us as vital as the one light we move through,
the same light on blackboards with lessons for the day:
equations to solve, history to question, or atoms imagined,
the “I have a dream” we keep dreaming,
or the impossible vocabulary of sorrow that won’t explain
the empty desks of 20 children marked absent
today and forever. Many prayers, but one light
breathing color into stained-glass windows,
life into the faces of bronze statues, warmth
onto the steps of our museums and park benches
as mothers watch children slide into the day.
One ground. Our ground, rooting us to every stalk
of corn, every head of wheat sown by sweat
and hands, hands gleaning coal or planting windmills
in deserts and hilltops that keep us warm, hands
digging trenches, routing pipes and cables, hands
as worn as my father’s cutting sugarcane
so my brother and I could have books and shoes.
The dust of farms and deserts, cities and plains
mingled by one wind — our breath. Breathe. Hear it
through the day’s gorgeous din of honking cabs,
buses launching down avenues, the symphony
of footsteps, guitars and screeching subways,
the unexpected song bird on your clothes line.
Hear: squeaky playground swings, trains whistling,
or whispers across café tables. Hear: the doors we open
for each other all day, saying, hello, shalom,
buon giorno, howdy, namaste or buenos días
in the language my mother taught me — in every language
spoken into one wind carrying our lives
without prejudice, as these words break from my lips.
One sky: since the Appalachians and Sierras claimed
their majesty, and the Mississippi and Colorado worked
their way to the sea. Thank the work of our hands:
weaving steel into bridges, finishing one more report
for the boss on time, stitching another wound
or uniform, the first brush stroke on a portrait,
or the last floor on the Freedom Tower
jutting into a sky that yields to our resilience.
One sky, toward which we sometimes lift our eyes
tired from work: some days guessing at the weather
of our lives, some days giving thanks for a love
that loves you back, sometimes praising a mother
who knew how to give, or forgiving a father
who couldn’t give what you wanted.
We head home: through the gloss of rain or weight
of snow, or the plum blush of dusk, but always — home,
always under one sky, our sky. And always one moon
like a silent drum tapping on every rooftop
and every window, of one country — all of us —
facing the stars hope — a new constellation
waiting for us to map it,
waiting for us to name it — together.