“La civilización del espectáculo” de Mario Vargas Llosa, por Karl Krispin
Vale la pena curiosear la biografía de Vargas Llosa y reparar que ha sido acreedor de los premios más prestigiosos de este “ancho y ajeno mundo”: basta mencionar el Príncipe de Asturias, el Cervantes, el PEN- Nabokov y nada menos que el mismísimo Nobel de Literatura. De rabioso defensor del marxismo fidelista pasó a convertirse en un apologista del liberalismo. Ha estado como testigo en todas las trincheras del pensamiento para disparar sus dardos que calibran una idea de este trajinado universo. De modo que ha contemplado, quizás como pocos en el mundo, la naturaleza humana desde sus múltiples y vertiginosas esquinas.
El libro que nos convoca se puede leer de muchas maneras: lo que el lector jamás podrá hacer es permanecer indiferente a sus líneas. Se trata de un libelo de demanda ante la situación de la cultura en el mundo contemporáneo. Don Mario acusa, acusa mucho y denuncia que nuestra cultura le ha cedido el espacio al espectáculo y lo que de frívolo y superficial se expresa en nuestra comunicación planetaria. Podemos examinar este libro como un enjundioso texto que proclama la necesidad de volver a una mayor trascendencia en nuestros códigos de entendimiento, donde se resalten los valores de la ética, la literatura, la filosofía, el arte y el compromiso ideológico, denunciando lo subalterno y lo ligero. Pero también puede leerse como la posición de un intelectual que no sólo descree de los caminos actuales del arte sino que hasta los ve como un reaccionario refugiado en la nostalgia del pasado.
Tal vez el camino sea mixto y entremezclado. Cuando se refiere al sexo, lo entiende como un mero deporte desacralizado y despojado de sus misterios más ocultos, al margen del erotismo y entregado a lo evidente. Cuando mira el arte, concluye como un insulto a la inteligencia, las realizaciones en las que el performance o las instalaciones desdicen de aquel trabajo paciente en que el artista intentaba dominar la forma y el estilo para destrabar su idioma pictórico o plástico. De ese modo, con puntillosa medida diseña su J´accuse a los artistas mimados por la crítica y el público, sobre todo por una crítica acomodaticia a la veleidad de las modas. Lo que más irrita a Vargas Llosa es la noción de moda porque le resta intemporalidad a la creación y la ve sujeta a un unanimismo temporal en que todos se han puesto más o menos de acuerdo para lo mismo. En particular le ha molestado la exposición del Royal College of Art en que el artista Chris Ofili montó sus obras sobre bases de caca solidificada de elefante, y en una de estas piezas hace acompañar a la Virgen María de fotos pornográficas.
Recordemos a un gran artista de nuestro tiempo: Pablo Picasso, quien se burlaba de sus propias composiciones adquiridas sin más por los burgueses de París. Buena parte del oficio del artista ha sido lo que los mismos franceses han llamado epater le bourgeois, que no es otra cosa que escandalizar a la clase media. Pero el arte a veces escandaliza para proclamar un llamado de atención, del mismo modo como Vargas lo hace con su texto, al camino a ratos comedido o irracional que toma la humanidad. Tengamos en cuenta que el arte, especialmente el contemporáneo, ha cimentado sus bases de comunicación sobre el fenómeno de la expresión que lleva al espectador hacia una mirada interpretativa sobre el propio hecho artístico. La obra de arte es patrimonio y exégesis de quien la experimenta, movido por lo que cree es la vocación explícita de esa misma obra. Para discrepar con el autor, diré que una de las exposiciones más interesantes a la que he asistido se trató de una instalación en el Museo de Arte de Houston sobre la convivencia del artista conceptual Joseph Beuys con un coyote. En ella, Beuys traza la bitácora de cohabitación con un animal y de qué modo el artista sufre un proceso alterno de animalización. Que cada cual saque sus propias conclusiones, y dejemos el lanzamiento de piedras a favor de reflexionar libremente sobre el arte de nuestro tiempo. La frase de Beuys de que “todo ser humano es un artista” no debe figurar entre las favorecidas por el arequipeño. Sin embargo, para justificar a Vargas Llosa compartiremos con él que el arte no progresa, no es como la tecnología o la medicina: es la expresión de un vivo tiempo al que se encomienda y dedica.
Apunta nuestro autor a que una de las causas que ha contribuido a trivializar la actividad cultural ha sido su propia democratización que ya no está en manos de una élite. Eso que llamamos “Cultura” en mayúsculas, despojada de su versión popular, ha ido a parar a las universidades cuyos estudios según sus palabras son sólo accesibles a los especialistas. Para Vargas Llosa la literatura más representativa de nuestra época la constituye la light, a la que parangona con la literatura entretenida. Se trata de un tremendo despropósito de Varguitas: de allí regresa al pasado y defiende aquellos grandes textos y autores como la literatura de formación, recluida en lo que se llamó Bildungsroman, del tipo que hacía Thomas Mann con La montaña mágica. Este modo de escribir no puede ser propio de nuestros días no por otra cosa sino porque los temas se han dinamizado de tal forma que el mundo ha superado esos patrones de formación y de edificación espiritual del pasado. El escritor del ahora mira la realidad con los catalejos de un mundo que parece haber superado la entrega a esa misma literatura como un refugio para su aprendizaje moral, además vencido este último por los eventos de la historia, con la que hemos caminado para llevar al banquillo de los acusados los valores que imperaron en el mundo hasta la víspera de las dos guerras mundiales. A mayor abundamiento, tanto el estructuralismo como la postmodernidad resolvieron la disección descarnada del hecho artístico como si se tratase de un dispositivo al que hay que mirar sin más sus piezas, y en la que se abjura de todos esos valores supremos que heredamos desde la Ilustración hasta nuestros días. Como hija de su tiempo, no puede haber una literatura que distinga valores idénticos en estos momentos en que el robot Curiosity nos despacha imágenes desde Marte a la literatura que se componía en la Viena del carruaje. De modo que Mann, Virginia Woolf, Dostoievski, Kafka o Charles Dickens escribieron ante todo constreñidos por un tiempo, y si nos siguen emocionando hoy es porque el poder convocante de sus frases y propósitos nos hablan de una literatura que no ha perdido su oxígeno de convicción. Pero para un escritor escribir al modo de ese tiempo no sería más que un desajuste temporal o una impuntualidad desconcertante.
Insiste mucho Vargas Llosa en lo light: en el cine light, en el arte light que da una impresión cómoda a su consumidor con un mínimo esfuerzo intelectual, según insiste nuestro autor. Basta echarle una mirada a todas las películas que acuden anualmente a los festivales de Cannes, Berlín o Sundance para darse cuenta de que el gran talento y el discurso que transgrede la superficie siguen conviviendo al lado de los grandes blockbusters que jalonan la pantalla mundial. El hecho adicional de que el cine persista fijando objetivos sobre el entretenimiento sigue siendo un gran consuelo para obviar la realidad (que es el sentido de las grandes historias) o construir una guarida en un mundo que nunca ha dejado de estar desportillado. Vale la pena insistir que vivimos en un mejor mundo que hace 50 o 60 años. La probable conclusión, al estilo de Jorge Manrique, socorrida por nuestro autor sin decirlo de que “todo tiempo pasado fue mejor”, no lo es en tanto y en cuanto hay una democratización de la cultura que la ha puesto al servicio de un número creciente de personas donde conviven la cultura en mayúsculas y en minúsculas, entendida esta como la cultura pop y de las masas. La televisión que el autor acusa con especial ímpetu es un ejemplo de ello: al lado de los sosos enlatados como Desperate Housewives, conviven series tan inteligentes como The Big Bang Theory. La historia misma de la creación divide sus aguas entre un público culto y otro ávido de mediocridad. Incluso el público culto abreva su sed cultural en lo massmediático y pueril como igualación contemporánea que muestra el sentido horizontal de los tiempos que corren.
El mundo de la información también es esquilmado por don Mario al que atribuye que “vivimos en una época de grandes representaciones que nos dificultan la comprensión del mundo real”. El problema es de simultaneidad. Hoy seguimos en tiempo real los bandazos del huracán Sandy en la costa este de los Estados Unidos, el bombardeo de un refugio de terroristas, las inundaciones en los campos de Pakistán o la última extravagancia de Lady Gaga. Toda esa información a la vez ha hecho que la humanidad se haya insensibilizado frente al hecho noticioso, pero no deja de ser cierto que el conocimiento ecuménico y puntual que tenemos del mundo nos ha hecho ciudadanos más responsables frente a los excesos. Y sobre el peligro que corren las democracias ante políticos más o menos frívolos o con apetito totalitario, ha hecho que este mismo peligro disminuya porque en cada terrícola hay la tentación de mostrar su versión de cualquier horror en YouTube o para denunciarlo en Twitter como un recurso de la aldea global para inhibir las amenazas al mundo libre. La conclusión es optimista: no habrá un Big Brother que nos controle por la hermandad creada en respaldo de la libertad. Aquí Vargas Llosa aprovecha para poner en el estrado a Julian Assange y sus wikileaks. No cabe duda: son chismes, pequeñas incidencias como aquella de la inestabilidad mental de la presidenta Cristina Kirchner, lo que parece cierto a juzgar por sus últimas acciones. Pero una vez más, la aldea global está más interesada en conocer que en ignorar. Y ese es el valor de una creciente democracia de la información. Dice Vargas Llosa que hay pocos estadistas ejemplares hoy en día como Nelson Mandela. Y los habrá cada día menos porque un individuo como Mandela es el producto de una época que poco a poco se va desdibujando con el enfrentamiento de la humanidad ante los desmanes de las tiranías y los sistemas de exclusión.
El libro toca temas como el papel de las religiones y la política, pero también don Mario se pasea por la Internet y el libro electrónico, donde a la primera la describe como portadora de un conocimiento fragmentario o parcial. Alguien alguna vez dijo que Internet o Wikipedia eran la enciclopedia de los pobres. Y más que pobres, Internet nuevamente ha democratizado el conocimiento. ¿Cuánto costaba en su época tener en los anaqueles de una biblioteca la Enciclopedia Británica? Hoy en día todo el conocimiento rueda por el ciberespacio como un Aleph del tamaño de un chip digital. Es motivo de júbilo y por tanto nadie tiene la excusa de estar al margen del conocimiento. Y no es cierto que con nuestro uso de esos medios estemos recurriendo a que la inteligencia artificial piense por nosotros. Todo lo contrario: con mayor información, crece nuestra perspectiva y nuestro juicio. Con el libro electrónico, quizás es donde don Mario se pone más severo al decir que sus autores se amoldarán de tal forma a él que el producto se las verá con eso que Marshall MacLuhan definía con que el “mensaje es el medio”, y que terminará siendo manipulado por el instrumento. A veces da la impresión de que estamos ante un humanista que invoca el pasado con el lamento de su partida, pero a ratos creemos leer a un Robocop con un chaleco antibalas disparando contra las tendencias novísimas de la sociedad contemporánea.
Lo interesante de este libro es que vuelve a llamar a la reflexión y que en todo caso para utilizar sus palabras: “La revolución de la información está lejos de haber concluido”. A pesar de los disgustos y augurios del autor, no desaparecerán la literatura, ni el arte, ni la filosofía: dispondrán de nuevos dispositivos para su promoción. Sobra decir que también estarán los críticos como el Nobel peruano para seguir poniendo el dedo en la llaga en nuestra fascinante historia de la cultura, como historia indetenible de nuestros quehaceres.