Entrevista a Ramón González Férriz
Por Cristina Consuegra.
«Toda sociedad decente debe establecer pactos entre el individualismo y lo comunitario»
Ramón González Férriz es el autor de “La revolución divertida” (Debate, 2012), título en el que hace un recorrido exhaustivo y contundente en torno al concepto de revolución, tomando como punto de partida los años sesenta para descansar en la épica revolucionaria del 15M. Una obra en la que el lector encontrará una memoria precisa sobre todos los movimientos contestatarios, contraculturales y revolucionarios que han ayudado a construir parte de nuestra sociedad al tiempo que han ido incorporando capas a esa amalgama que es la condición del individuo contemporáneo. Un libro de mirada contextualizada y alma voraz; absolutamente necesario.
Normalmente, toda creación nace con vocación de aportación o suma al presente. ¿Qué tipo de luz puede arrojar La revolución divertida (Debate, 2012) a un acontecer tan ecléctico y complejo como el actual?
Es imposible comprender el presente sin tener una idea aproximada de lo que sucedió en el pasado. Sin embargo, es habitual contemplar acontecimientos actuales -las manifestaciones y acampadas de protesta, las esperanzas revolucionarias depositadas en Internet, el surgimiento de prácticas a medio camino entre el arte y la escenificación política, el compromiso de los intelectuales, la utilización de los medios para difundir proclamas y organizar actos- como si fueran fenómenos nuevos, cuando en realidad tienen por lo menos cincuenta años de historia. Naturalmente, ver lo que ha sucedido en la historia no permite predecir lo que sucederá en el futuro, pero por lo menos coloca lo que pasa hoy en un contexto mayor y permite analizar el presente con más mesura y cautela. Me gustaría que La revolución divertida ayudara un poco a eso en el caso de las protestas actuales, pero también en el asunto más general de la contracultura y su impacto en el capitalismo.
El punto de partida de La revolución divertida se sitúa en los años sesenta, epicentro de la revolución cultural. ¿Qué resaca nos ha dejado este movimiento popular?
La cultura en la que vivimos ahora es la que se fundó en los sesenta. En esa década la televisión se volvió un fenómeno masivo y apareció el pop. Hubo un movimiento en favor de la libertad sexual apoyado por la popularización de la píldora anticonceptiva. Mucha gente en todo Occidente se desencantó con el capitalismo surgido después de la Segunda Guerra Mundial, denunció las formas de vida burguesas y propuso un retorno a la naturaleza y otras formas de convivencia familiar. Lo que sucedió, sin embargo, es que todo esto, que parecía el inicio de una tremenda revolución política, no fue tal cosa. Esos elementos culturales se integraron en el sistema sin mayor problema, y de hecho lo potenciaron. El sexo se convirtió en parte ineludible de la publicidad, el rock creció hasta ser un inmenso negocio, las formas de alimentación o vestido alternativas se tornaron en grandes industrias. Sucedió lo inesperado: por un lado la cultura se volvió más transgresora; por el otro lado, el capitalismo no solo no se vio amenazado, sino que salió ganando (todo esto solo es aplicable a Europa y Norteamérica, por supuesto). Creo que hoy vivimos todavía en ese ecosistema: la rebeldía es aceptada e incluso aplaudida, pero a la hora de la verdad el sistema político cambia muy lentamente, si es que cambia algo en lo sustancial.
Leyendo con atención tu libro es difícil encontrar una tesis concreta, me explico, es difícil encontrar dónde se sitúa el autor de este título con relación al concepto de revolución, lo que lo hace, al menos desde mi punto de vista, aún más interesante ya que es responsabilidad del lector encontrar su propia visión ante el paisaje que propones. Esta idea, ¿surge durante el proceso de documentación y escritura de La revolución divertida, o es algo que tuviste claro desde el origen?
Tenía muy claro que el libro debía ser objetivo históricamente, y que mi interpretación de esa historia debía ser desapasionada, ni entusiasta ni apocalíptica. Pero es que además de eso, lo cierto es que las revoluciones que he llamado divertidas son tan ambivalentes que me parece imposible, por poco ecuánime que uno quiera ser, aplaudirlas o aborrecerlas por completo. Yo, en términos culturales, soy un hijo de las revueltas de los sesenta: mi música es el pop, mis prendas de vestir más habituales son las zapatillas y los vaqueros, soy muy progresista en cuestiones morales y sexuales. Pero al mismo tiempo, creo que en el terreno político esas revueltas eran a veces frívolas y no comprendían de veras la complejidad de las sociedades.
La libertad individual, bien como concepto o paradigma, aparece en las diferentes partes que conforman el título. ¿Qué grado de responsabilidad existe entre el concepto de revolución y la libertad individual? ¿Y su relación con la construcción de una sociedad abierta?
Las revueltas de los sesenta tenían muchas incoherencias ideológicas -todos los movimientos políticos las tienen, no es un caso ni mucho menos raro-, pero quizá una de las más interesantes es que, por un lado, querían una mayor libertad individual, un mayor poder del individuo frente a las grandes empresas y las grandes instituciones; pero por el otro, eran casi siempre comunitaristas, creían en formas de cooperación muy estrecha. Fueran cuales fuesen sus intenciones, en cualquier caso, las revueltas de los sesenta tuvieron como consecuencia un mayor individualismo. No es ya que el estado no debía dictarte la moral correcta o meterse en tus costumbres religiosas, es que ese primer paso tuvo después consecuencias en la economía, y también esta se volvió más individualista, cosa que quizá no era lo que pretendían en un primer momento. Naturalmente, toda sociedad decente debe establecer pactos entre el individualismo y lo comunitario; son pactos que fluctúan, que a veces oscilan más en una dirección u otra. Creo que lo surgido de entonces está bien, y en mi opinión se podría ir más allá en la libertad individual sin por ello quebrar las redes de confianza social.
¿Se puede conseguir, gracias a la revolución, un panorama más justo, libre e igualitario, o esto en sí mismo es una mera utopía?
La revolución clásica -como la cubana o la rusa o la china- es ya inviable en Occidente por muchas razones, aunque solo sea porque somos más pacíficos que en el pasado. ¿Puede esta nueva clase de revolución surgida en los sesenta mejorar las cosas? Sin duda. Lo ha hecho, en el sentido que vengo diciendo, y puede seguir haciéndolo. Ahora bien: esta clase de revolución divertida funciona a la hora de mejorar la cultura pero la verdad es que es muy ineficaz para cambiar la política. No suele tener efectos en las elecciones -si acaso contribuye a triunfos de la derecha- y poca influencia en la redacción de leyes. Pero lo que vemos en el 68 o más tarde en la antiglobalización es que mucha gente salida de esos movimientos luego se mete en el sistema e intenta cambiarlo desde dentro, y eso es más efectivo y es muy bueno.
¿Cómo ha cambiado el ejercicio de la revolución desde los sesenta hasta la actualidad?
Ha sufrido un cambio lento y apenas percibido, pero muy importante ideológicamente. Como vengo diciendo, la gente del 68 en California o en París quería que el Estado se metiera menos en la vida de los ciudadanos, que les dejara más espacios para elegir y relacionarse a su manera, que no se entrometiera con la cultura. Pero a partir de los años ochenta, los rebeldes de izquierda empiezan paulatinamente a pedir lo contrario: quieren que el Estado intervenga más en la vida cotidiana, que sea más grande y más protector, que dicte en cierta medida la producción cultural mediante subvenciones. Se mantienen las tácticas de protesta y movilización, pero la reivindicación (no en lo moral, pero sí en lo económico) es la contraria.
Otro palo que tocas dentro del esqueleto de este libro es la revolución moral y económica de los ochenta. ¿Cómo ha influido esta década en el individuo contemporáneo?
Yo creo que la mayoría de los individuos somos hoy una suma de la revolución cultural de los sesenta -de carácter progresista- y la revolución económica de los ochenta -de carácter más bien conservador. Y que la segunda, aunque parezca raro porque aparentemente son contrarias, es una continuación de la primera. Mucha gente que veía en la Puerta del Sol y en manifestaciones más recientes decía que no le gustaba el capitalismo y que éste es esencialmente injusto y explotador. Pero al mismo tiempo era gente que tenía grandes esperanzas puestas en Internet, que se organizaba con un “smartphone” y que vestía ropa de marca fabricada en la otra punta del mundo, todo lo cual es fruto del capitalismo. Es decir, uno puede aborrecer cómo hace las cosas el capitalismo pero al mismo tiempo puede entusiasmarse con lo que el capitalismo le da. La revolución económica de los ochenta entendió esta paradoja y vio que la gente, aunque diga que no le gusta el capitalismo, compra capitalismo todo el rato, y con ganas. Cosas que se potenciaron a partir de los ochenta como el crédito fácil, los tipos de interés cada vez más bajos, la compra a plazos, la bajada de precios de artículos de consumo gracias a la globalización pueden ser vistas hoy, razonablemente, con recelo, pero creo que a la gente le gustan.
En la introducción de La revolución divertida se puede intuir gracias a esa lectura, parte de la esencia del título. En una de sus partes, se lee: «Su revolución había sido inequívocamente divertida en su reivindicación del hedonismo, y fue asimismo cómoda su adaptación al capitalismo al que se habían opuesto y que a partir de entonces, en cierto modo, liberarían. Porque lo que lograron no fue subvertir el sistema, sino fortalecerlo con un vigor extraordinario y al mismo tiempo transformarlo.» La cuestión aparece casi de forma natural, el Capitalismo, ¿ha fagocitado a la Democracia?
En algunos aspectos, el capitalismo lo ha hecho indudablemente mal en las últimas décadas. El peso que las finanzas han cobrado en la economía es desmesurado. Y eso es culpa de los gobiernos, que han regulado mal y se han dejado llevar por la sensación de que el crecimiento constante y elevado no iba a acabar en burbuja. Si uno mira la historia -recomiendo leer Esta vez es distinto, de Reinhart y Rogoff, una historia de las bancarrotas- ve que las fases de expansión tan acusadas y con tanto endeudamiento suelen acabar mal. Ahora bien, en relación con lo que decía antes: muchos ciudadanos participamos activamente en la creación de esta burbuja: nos entusiasmamos con el consumo, con el crédito, con las hipotecas y ahora lo estamos pagando todos, justos y pecadores. ¿Creo que todo esto ha fagocitado la democracia? No diría tanto. Estamos en un momento de transición en el que algunas decisiones -empezando por la construcción de la Unión Europea y las medidas del Banco Central- no son muy democráticas, indiscutiblemente. Las naciones han perdido soberanía, en parte porque cedieron una parte de ella a unas instituciones que no acabamos de entender como las europeas, en parte porque cuando te endeudas mucho siempre acabas estando en manos de aquellos a quienes debes dinero. Yo creo que lo esencial de la democracia se mantiene, pero hay que andarse con cuidado, porque tenemos una crisis política tremenda.
En la tercera parte del libro, hablas sobre la globalización. Los pequeños gestos parecen tener ahora más relevancia que antaño, casi como si fueran símbolos revolucionarios contra el sistema. ¿Se puede llegar a cambiar el escenario oficial a golpe de consumo responsable?
A veces nos sentimos impotentes ante las magnitudes económicas de las grandes empresas, pero lo cierto es que tenemos más opciones de la que muchas veces creemos. Una sociedad de consumo se basa, precisamente, en nuestras decisiones de consumo, y ahí podemos decidir mucho: expulsar a las empresas con malas prácticas, aupar a las que hacen las cosas de acuerdo con nuestra visión de las cosas, apoyar proyectos pequeños que nos parezcan particularmente valiosos. En cualquier caso, contribuir con nuestras opciones a crear un mercado que nos guste más. Soy consciente de que nada de esto es fácil -muchas veces hay que pagar más o sacrificar comodidades-, pero es perfectamente posible. A modo de ejemplo, desde hace relativamente poco, palabras como “sostenibilidad” o “ecológico” o “justo” aparecen con mucha frecuencia en la publicidad. Naturalmente que las empresas que las utilizan lo hacen en muchas ocasiones por puro marketing, pero eso ya es una señal de que ven que muchos consumidores quieren también, por así decirlo, hacer política con su consumo. Y eso está muy bien. Aunque, ciertamente, no es revolucionario.
En torno a la realidad, en el epílogo, con relación a la obra de Brooks, Bobos en el paraíso, se lee: «El mundo a principios del siglo XXI es una mezcla asombrosa de estética rebelde y ortodoxia económica, de discurso revoltoso y adoración del confort material.» ¿Habría que calibrar los criterios estéticos y económicos según un canon más coherente?
La coherencia no es un rasgo muy extendido entre los humanos. Y no creo que deba preocuparnos mucho. Todos somos incoherentes, queremos cosas contradictorias, hacemos unas cosas que nos parecen buenas y luego tienen consecuencias malas: le pasa a la gente de derechas y a la de izquierdas, a los ateos y a los creyentes. Somos así y no hay que mortificarse. Pero debemos recordar, como decía Isaiah Berlin, que no todas las cosas buenas son compatibles. Yo creo que es estupendo que ahora tengamos más parejas sexuales, que nos casemos más tarde y que tengamos menos hijos, pero eso tiene consecuencias demográficas y por lo tanto en las pensiones, y eso hay que tenerlo claro cuando se decide. A mí me parece muy bien que la gente consuma mucho y vea el ocio casi como una primera necesidad, pero cada vez ahorramos menos y eso tiene consecuencias en nuestra estabilidad económica personal. Es una maravilla que casi la mitad de los jóvenes españoles puedan ir a la universidad, frente a cifras mucho más bajas en el pasado, pero eso conlleva muchas veces que haya gente que no encuentra trabajo para aquello en lo que se ha formado, o que esté sobrecualificada y cobre menos de lo que merecería por su educación. Es decir, incluso las cosas buenas pueden tener consecuencias malas. Cuando digo que nuestro ideal de vida es ser por un lado como bohemios y por el otro como burgueses no lo estoy criticando ni ridiculizando -para empezar, porque yo soy exactamente así-, pero sí creo que debemos cobrar conciencia de que nuestros actos tienen consecuencias y que cuando el mundo que nosotros mismos hemos contribuido a crear se nos vuelve en contra no podemos limitarnos a protestar.