Invención de lo real
Por Coradino Vega.
Lo dice a menudo Rafael Reig. Que no hace falta tener una imaginación desbordante para escribir una novela. Que basta con observar lo que te rodea. O como decía Musil, mirarte a ti mismo como el científico mira el bicho por el microscopio: escrutándolo. Me aburren las preceptivas de lo que debe ser la escritura. De todas ellas, como es natural, tengo mis preferencias. Me gusta en especial la de H.D. Thoreau, quien al principio de su Walden escribió: «Por mi parte, exijo de todo escritor, antes o después, un relato sencillo y sincero de su propia vida, y no sólo lo que ha oído de las vidas de otros hombres; un relato como el que enviaría a sus parientes desde una tierra lejana, porque si ha vivido sinceramente, tiene que haber sido en una tierra lejana para mí». Hoy abundan los anatemas contra la sencillez y la sinceridad: si las invocas, te acusan de ser un alma cándida cuando no un solapado egocéntrico. O peor aún, un «moralista» encubierto, que era la manera con la que desdeñaban a Camus los cáusticos.
Me gustan esos tipos que no hacen otra cosa que escribir sobre su vida. Me gustan Montaigne, Pessoa, Proust, Saul Bellow, Philip Roth. Los mecanismos de camuflaje son variados. El límite está, para mí, en el exhibicionismo. Y en el manejo de la vida de los otros. El escritor debería plantearse qué derecho tiene de utilizar la miseria ajena como material de un relato. El equilibrio entre ética y ambición literaria es complicado. Porque parece que cada vez que tomamos prestada la biografía del vecino tiene que ser para hacerle un juicio sumario.
Me gustan, como es obvio, los libros que van de padres e hijos. O de maridos y mujeres. Entre los primeros, siguiendo la freudiana consigna de matar al progenitor, hay dos prototipos de ajustes de cuentas: la Carta al padre de Kafka y El guardián entre el centeno. Entre los segundos, léanse los magníficos cuentos de John Cheever. En ambos frentes se hace arte del rencor, del reproche, de la amargura soterrada. Nada que objetar, al contrario, me parecen obras necesarias y penetrantes. Sin embargo, y aunque el logro de la buena literatura sea indagar en los espacios intermedios, en esa zona de penumbra entre el bien y el mal ―como dice Chirbes― en la que nos movemos todos, qué raro es escribir desde la generosidad. ¿Por qué goza de tan buena fama la literatura que bucea sólo en el mal y no en lo que de bueno tienen las relaciones personales? Pues porque rápidamente te tachan de sensiblero, de autocomplaciente, de superficial. Se pueden horadar muchos paisajes, pero parece que quienes se llevan la palma de la artisticidad son aquellos que cavan sin miramientos en lo miserable.
Qué feo está decir en público que un libro te ha hecho llorar. Suena a Sonrisas y lágrimas, a telefilm de sobremesa, a romanticismo tarado. Y con qué prontitud hallamos adjetivos para denigrar a la masa, esa entidad para siempre equivocada. Pues bien, hay dos libros ―uno sobre la relación padre e hijo y otro sobre la convivencia marital― que me hicieron llorar a moco abierto. Me refiero a El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, y a Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes.
Al padre de Héctor Abad lo mataron los paramilitares en Colombia por ser una buena persona (otra forma de rebajar esto es llamarlo «buenismo» o «bobería humanista»). Años después, el hijo homenajea su figura con el más tierno, sincero y sentido canto desde las coplas de Manrique. Cómo llorar al padre sin morir en el intento. Abad lo hace dejándose la piel, sorteando cuantas trampas se le puedan plantar en el camino, escribiendo un libro de una belleza que sólo alguien muy cínico podría encontrar contestable. A Delibes se le murió su esposa con cuarenta y ocho años, y tiempo después, la transfiguró en Ana, el personaje de Señora de rojo sobre fondo gris, una mujer que «con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre de vivir»: es la historia de amor más hermosa que he leído.
No recuerdo ningún otro libro que, aun tratando de la muerte, contagie más ganas de vivir que éstos. Ambos relatos, más que literatura, son en sí vida. Recurrir en este caso a argumentaciones teóricas para cuestionar su artisticidad, me parece un ejercicio vano y, de paso, mezquino. Hay cosas que deberían estar por encima de la literatura. No me gusta el arte deshumanizado. Si una novela no logra que me pregunte qué demonios hago aquí, es difícil que me acabe interesando. Si además me reconcilia con la vida, sólo me queda agradecerle a su autor que la haya escrito.
Miguel Delibes: Señora de rojo sobre fondo gris (Destino, colección Austral, Barcelona, 2010). Héctor Abad Faciolince: El olvido que seremos (Seix Barral, Barcelona, 2007).