Débora y Un hombre muerto a puntapiés
Débora y Un hombre muerto a puntapiés. Pablo Palacio con prólogo de Leonardo Valencia. Barataria ediciones. 160 pp. 10 €.
Débora
Después de Todo:
a cada hombre hará un guiño la amargura final.
Como en el cinematógrafo
-la mano en la frente, la cara echada atrás-,
el cuerpo tiroides, ascendente y descendente,
será un índice en el mar solitario del recuerdo.
Teniente
has sido mi huésped durante años. Hoy te arrojo a mí para seas la befa de unos y la melancolía de los otros.
Muchos se encontrarán en tus ojos como se encuentran en el fondo de los espejos.
Como eres hombre, pudiste ser capataz o betunero.
¿Por qué existes? Más valiera que no hubieras sido. Nada traes, ni tienes, ni darás. Algunos inflan el pecho, y no quieren saber que lo han inflado con el viento del vecino. Todos han inflado su pecho con el viento de sus vecinos, y después, muy serenamente, han cruzado los brazos bajo a las costillas falsas, como diciendo, “¿quiénes son esos granujas?” .
Es verdad que eres inútil. Pero te sostiene la misma razón que a Juan Pérez y Luis Flores. He puesto frente a frente
EL VACIO DE LA VULGARIDAD
Y
LA TRAGEDIA DE LA GENIALIDAD
y veo que te conviene más lo primero. Siendo ridículo, corresponde a tus valores el signo matemático – (ridículo), en contraposición al enorme + que ahogará a los martirizados por aquella tragedia.
A los geniales les atraganta el momento genial como el bolo a los atragantados.
Es por eso que eres vulgar. Uno de esos pocos maniquíes de hombre hechos a base de papel y letras de molde, que no tienen ideas, que no van sino como una sombra por la vida: eres teniente y nada más.
Creyeron que esos maniquíes, viviendo por sí, debían recibir una savia externa, robada a la vida de los otros, y que estaba sobre todo la copia de A o B, carnales y conocidos. Tanto que Edgardo, héroe de novela, alma en pena, olisquea las maderas olorosas de los tocadores, llama a la alcoba de las doncellas e infla el velamen del deseo entre las sábanas de lino. Edgardo, héroe de novela, martirizado por la perpetuidad de las evocaciones, alguna vez amanecerá colgado a la ventana del gregarismo, finalizada por la escala de seda del desprecio. Sólo quedará el fantoche, huyendo cada vez más, sediento de la revelación.
Pero el libro debe ser ordenado como un texto de sociología y creer y evolucionar. Se ha de tender las redes de la emoción partiendo de un punto. Este punto, intimidad nuestra, pedazo de alma tendido a secar, lo enfoco hacia los otros, para que sea desencuadernado en un descanso dominical, o desdeñosamente ruede sobre una mesa descompuesta o en el atiborramiento de la mesilla de noche.
¿Y cómo te dejo, Teniente? Ya arrancado de mí volitivamente, tengo prisa por la pérdida. Ante una amenaza definitiva e indispensable, surge la espera de la amenaza, y es tan fuerte como la espera de la novia.
Quiero verte salido de mi. Sin la ilusión visual de la niñez, no pasarás la mano ante tus ojos, creyendo encontrar a diez centímetros de la pupila todo el mundo real atemorizador.
Ir, cogidos de los brazos, atento al desarrollo de lo casual. Hacer el ridículo, lo profundamente ridículo, que hace sonreír al dómine, y que congestionado dirá: “¿Pero qué es esto? Este hombre está loco”.
(…)
Un hombre muerto a puntapiés
“¿Cómo echar al canasto los palpitantes
acontecimientos callejeros?”
“Esclarecer la verdad es acción moralizadora.”
EL COMERCIO de Quito