Los cuatrocientos golpes de Truffaut
Por Fernando Marañón
Anoche soñé que volvía a Manderley…
…Y otro soñador lo hacía en la butaca de al lado, para zafarse de una infancia triste y un futuro al filo de la ley. El tipo, fascinado por Hitchcock mucho antes que yo, embrujado también por las sirenas del Mississippi y por la noche americana, respondía al nombre de François.
Le propuse sustituir la primera película del inglés en Hollywood por la primera rodada en París por él mismo y, como estábamos soñando, aceptó la idea. Acto seguido, la torre Eiffel apareció en la pantalla, detrás de los títulos de crédito, entre los edificios y las calles de la ciudad, perseguida por la cámara a la manera de Rosellini, desde el capó de un coche o la trasera de una camioneta, para demostrar que en París sólo desde la torre no se ve la torre.
La imagen temblaba suavemente, captando con naturalidad la crudeza del aire, los edificios imponentes o ajados, la gran capital triste de un relato triste, con la torre en el centro del encuadre mientras la música de Jean Constantin hablaba de anhelos, inocencia y revancha a través del recuerdo. La película advirtió entonces que todo lo narrado sería en honor de André Bazin, ese gran crítico de cine que reivindicaba la realidad objetiva, la continuidad verdadera, el foco en profundidad, el estilo invisible y que era capaz de comportarse con los mismos principios fuera de su columna de prensa.
Después, un cuaderno escolar y una foto de chavala ligera de ropa pasando de pupitre en pupitre nos trasladaron al primer universo de Antoine Doinel, nuestro muchacho de París, que podría ser de cualquier parte donde las desgracias fluctúen entre un aula de rancia escuela pública y el deprimente apartamento de un matrimonio que no se quiere.
Siempre llueven los golpes sobre chicos así, autosuficientes en su soledad pero huérfanos de afecto, especialistas en pellas, raterillos y troleros, aunque en el fondo tan frágiles que un chivato de doce años, una madre que los parió a su pesar o un padre de pega pueden trazar ante ellos el futuro árido de quien no deja nada valioso tras de sí. Antoine, como su amigo René (de mejor posición pero igualmente desatendido y rebelde), representaron una generación auténtica de niños franceses de los cincuenta, en un país mucho menos atractivo de lo que Hollywood y sus espectadores creíamos.
Un país, no obstante, que desde aquel blanco y negro y con aquellos niños fue capaz de ponerse en un solo año a la vanguardia del cine mundial, robando una pesada máquina de escribir y recordando a los viejos maestros que plagiar a Balzac tiene un límite.
No podía ser casual que la verdadera felicidad en el rostro de Antoine la produjese únicamente una noche en el patio de butacas, fugándose al fin en la oscuridad de la verdadera oscuridad del mundo. Por contra, fugarse del colegio, de casa o del correccional servía para bien poco, aunque a los espectadores nos haya brindado la secuencia escolar más bonita de la historia, que recorre por las calles de París la alegre huida gradual de todo un aula mientras el profesor de gimnasia trota delante, ajeno a su fracaso. Un fracaso mucho mayor que el de Antoine Doinel.
Dicen que la última escena de Los cuatrocientos golpes propone un final abierto, con el protagonista corriendo por una playa de Normandía, viendo sin demasiadas esperanzas el mar de sus deseos. En mi sueño, el desenlace real, aunque fuera del encuadre, es bastante obvio para un espectador atento: Más allá de nuestro campo de visión hay un crítico de cine paseando la misma playa. Se llama André Bazin y topa con el muchacho, que aún necesita mentir para defenderse del mundo. El adulto, que enseguida percibe el desamparo de Antoine y está pensando en que un par de butacas para la última de Hitchcock pueden ser un buen modo de superar recelos, le pregunta “¿Cómo te llamas?”. Y Doinel contesta “me llamo François Truffaut”.