Las guías Michelín de la literatura
Por Rebeca García Nieto
Hace unos meses, el escritor Phil Jourdan se hacía eco de los estragos que estaba haciendo William Faulkner entre los seguidores del Club de Lectura de Oprah Winfrey: Oprah, querida, ¿POR QUÉ? Dame Chéjov, Wharton, Plath, Dickens, Poe… pero ¿Faulkner? Aprecio sinceramente la asistencia online que nos facilita Oprah.com para tratar de entender la gramática atroz y el cuasi-inglés, pero las revelaciones a donde nos lleva todo esto no compensan el dolor y el sufrimiento de leer a Faulkner… Aunque algunos lectores de El ruido y la furia echan en falta los detalles más escabrosos -no les queda claro si Quentin tuvo o no relaciones incestuosas con su hermana Caddy o cómo fue castrado Benjy exactamente-; en líneas generales, se quejan de que Faulkner es deprimente y, sobre todo, complejo. Es esta complejidad la que, al parecer, les hace concluir: si no te gusta, no te preocupes. No es que seas tonto, ni analfabeto, ni eres el único en no “pillarlo”: es que FAULKNER ES UN FRAUDE.
Este fenómeno no se limita al Club de Lectura de Oprah. Ni siquiera es exclusivo de Estados Unidos. Como casi todo hoy en día, tiene lugar a escala global. Las nuevas autoridades literarias utilizan Amazon o Goodreads, las guías Michelín de la literatura, como púlpito online para dar al mundo sus lecciones. En Goodreads.com, por ejemplo, han habilitado una estantería virtual dedicada a los malos libros. Para mi sorpresa, 1984, Alicia en el país de las maravillas o El corazón de las tinieblas comparten estantería con Stephanie Meyer. En tiempos de Henry James las diferencias entre las buenas y las malas novelas parecían estar más marcadas: las malas desaparecían rápidamente del mapa para formar parte de un “cubo de la basura infinito”; las buenas subsistían, “estimulando nuestro deseo de perfección”. El hecho de que Mark Twain o Charles Dickens ocupen hoy un lugar destacado en la estantería de los malos libros indica que la reflexión que hizo James en El arte de la ficción ha perdido completamente su vigencia: las buenas novelas no solo ya no estimulan el deseo de perfección de nadie, sino que cabe la posibilidad de que acaben en un cubo de la basura virtual –y, por tanto, infinito-.
Por supuesto, los lectores están en su perfecto derecho a opinar –¡solo faltaba!- y a colocar los libros en la estantería que les dé la real gana. Me parece respetable que haya gente que crea que a Orwell le vendría de perlas un curso de escritura creativa o que Lewis Carroll estaba todo el día colocado. No estoy en absoluto de acuerdo con los que tachan a Conrad de racista por su retrato del continente africano en El corazón de las tinieblas; pero, al margen de las opiniones de cada cual, lo que más me sorprende es que haya gente que trate de sentar cátedra vía twitter. No acabo de entender esa propensión a pronunciar sentencias que ni siquiera los aficionados a establecer cánones literarios, como el mismísimo Harold Bloom, se atreverían a hacer jamás: DICKENS ES UN GILIPOLLAS. A nadie le gusta lo que escribe, es solo que tienen miedo de decirlo porque se supone que es un clásico. Menos mal que no todos los lectores son tan osados como para opinar por-mí-y-por-todos-mis-compañeros…, los hay que se limitan a mandar a Dickens directamente al Infierno: ¡Espero que esté ardiendo en el Infierno y que estén utilizando sus libros de mierda para alimentar las llamas!
Así las cosas, una se pregunta si este fenómeno responde a un afán iconoclasta, llamado a acabar con las vacas sagradas de la literatura. El hecho de que no solo afecte a los llamados clásicos, sino también a los escritores jóvenes pone en entredicho esta hipótesis: Jonathan Franzen fue tachado de pomposo snob y auténtico gilipollas por escribir para una élite formada por personas guapas, anoréxicas, neuróticas, sofisticadas, no fumadoras… En definitiva, una especie superior de la humanidad que lee Harper´s o The New Yorker. Más que ante una oleada de deicidios en serie, parece que nos encontramos ante una realidad más mundana: aunque la gente siga comprando y consumiendo libros, leer es algo cada día más minoritario, cosa de snobs.
Hace unos años, Philip Roth vaticinó que la novela era un animal moribundo y que su final estaba cerca (según él, en veinticinco años se habrá convertido en una actividad de culto). Roth cree que el libro no puede competir con tantas pantallas -la del cine, la de la tele, la del ordenador-. A esto habría que añadir la pantalla del móvil… Estoy con Roth cuando dice que leer una novela requiere cierta capacidad de concentración, atención y, sobre todo, devoción por la lectura. No se trata, por tanto, de un problema de formación (quienes puntúan con una estrella una obra maestra están sobradamente preparados y no son disléxicos, se apresuran a aclarar, como quien no quiere la cosa, en su comentario). Tampoco creo que la humanidad esté sufriendo una epidemia generalizada de Déficit de Atención, como tratan de hacernos creer los psiquiatras y psicólogos de medio mundo. El problema es que, a juzgar por los comentarios que se hacen en Amazon y compañía, cada vez quedan menos devotos de los libros. Por alguna razón, cada vez son menos las personas que obtienen placer al leer una buena novela.
Como Roth, no estoy segura de que esta situación se vaya a arreglar sacando a colación una pantalla más, llámese Kindle o iPad; sin embargo, deseo que el de Newark se equivoque en su vaticinio. Otros escritores, como Paul Auster –que dice no tener ordenador, ni siquiera teléfono móvil-, aseguran que la novela acabará sobreviviendo, aunque seguramente para ello tenga que adaptarse a las nuevas tecnologías. Bienvenidos sean entonces los libros digitales si sirven, si no para ganar fieles devotos, al menos para que la novela no se extinga definitivamente.
No creo que importe el soporte mientras se disfrute de la lectura de buena literatura, que es lo más preocupante.
Rebeca, creo que exageras. La novela no va a morir, es como el rock o la música clásica: una vez creados, seguirán mutando sin dejar nunca de existir. La obra maestra no va a morir porque siempre va a haber gente dispuesta a leerla, por muy snob que sea. Lo que ocurre es que las novelas se ven demasiado influenciadas por el cine el la TV. Esto no tendría nada de malo, el problema es cuando son los malos guiones y las malas series las que más gustan. Se acabó la era en que el best seller era una obra maestra y en esto recae toda la decadencia de la que hablas. Ahora son los libros de John Katzenbach los que más se leen. Esto lo sabemos todos. Mientras eso siga así, pocas editoriales mandarán a publicar grandes volúmenes de algo que si puede ser muy bueno, pero por su complejidad o por lo que sea, los lectores no van a leer, no la van a comprar. Es un círculo vicioso de mierda, como todos los círculos viciosos de mierda. El soporte en el que esté ese libro me preocupa menos que el contenido de los libros ¿Por qué la gente lee lo que lee? ¿Le seguimos echando la culpa a la tele, al cine, a la inmediatez de la vida que llevamos? Si, pero no es culpa del lector. Los libros clásicos aburren porque la vida se vivía de otra forma. Nada más que eso. Contra eso es poco lo que se puede hacer, pero si se pueden hacer cosas a futuro. Esto es, plantear la posibilidad de que un libro cuente una historia dinámica, que contenga toda la locura que vivimos y que además proponga lo que es la Literatura (con L mayúscula) ¿Si el cine lo hizo, por qué no la literatura?
Maria José, muchas gracias por el comentario. Estoy de acuerdo con todo lo que dices. Personalmente no creo que la novela vaya a morir, lo cree Philip Roth, aunque no sé hasta qué punto habla en serio. Eso sí, espero sinceramente que la Literatura salga pronto del círculo vicioso en que se encuentra.
En cualquier caso, la novela no agota la literatura. Esto se olvida fácilmente. Y tampoco hay que extrapolar el modelo al pasado. Las Confesiones de San Agustín podría parecer una novela, pero no lo es. Dahnis y Cloe es un cuento pastoril, etc. Antes y después, mucha literatura. El concepto “novela” no es coextensivo del de “contar una historia”, porque si lo fuera, igual nos daría el cine o la página de sucesos. Cristabel de Coleridge cuenta una historia, pero no es novela. En fin, no veo que haya de qué preocuparse en abstracto: otra cosa es que los gañanes encuentren eco en su difusión.
Sí, es cierto que con frecuencia se olvida. Estoy contigo, Óscar, en que no hay de qué preocuparse. También en lo de que mucha gente que no lo merece encuentre eco en su difusión.
Pero imaginemos que un vendedor llama a nuestra puerta y nos ofrece un e-book bien cargadito a cambio de todos nuestros viejos libros, que ocupan tanto sitio. Creo que en nueve de cada diez casos se iría de vacío…