JOSÉ LUIS MUÑOZ

Puede que sea Óliver Laxe el adalid del cine de autor español, junto a Albert Serra, como en un pasado lo fue Julio Medem. Ambos, el catalán y el gallego, hacen cine que incomoda y sacude, del que el espectador, hipnotizado, como en algunas películas de Lars von Trier o de Michael Haneke, sale tocado. Cine sin concesiones al espectador. Una de las funciones del arte es conmover, sacudir y provocar, y estos dos realizadores, con unos lenguajes cinematográficos muy personales y diferentes, lo consiguen.

Sirat, en su parte de película de aventuras, que lo es, remite a una anterior del director: Mimosas. El escenario desértico e impresionante es parecido. Un padre, Luis (un extraordinario Sergi López), junto a su hijo Esteban (Bruno Núñez), va en busca de su hija María desaparecida en una rave en el desierto. La película empieza así, con una fiesta explosiva en un apartado paraje de Marruecos. Cientos de personas bailan sin cesar, día y noche, sacuden con sus pies el polvo del árido paisaje, al ritmo de música electrónica que escupe una batería de enormes altavoces, como derviches giróvagos hasta llegar al éxtasis (en un televisor se ve a los peregrinos vestidos de blanco dando vueltas a la Kaaba de la Meca, por el mismo motivo). La música y la danza como escapatoria lisérgica a este puto mundo que los rodea y del que huyen. El refugio de los derrotados o de los que se han cansado de luchar. Un ambiente enrarecido y enloquecido al que padre e hijo, extraños en ese magma humano poco amable y muy alejado del hipismo colorido, se van adaptando. Y allí, tras su búsqueda infructuosa, tras repartir fotos de la chica entre los asistentes, siguen a un reducido grupo que les habla de otra rave misteriosa en la frontera con Mauritania en donde puede estar esa hija desparecida. Y padre e hijo emprenden esa aventura por el desierto, que tiene mucho de conradiana, integrándose en una tribu de tullidos físicos (a uno de falta una pierna, a otro, un brazo) y emocionales que han grabado en sus pieles sus gritos de protesta.

Óliver Laxe opta por la aspereza (la fotografía del desierto está en las antípodas de El cielo protector, el desierto no es ensoñación sino pesadilla), por el feísmo (los componentes de ese grupo variopinto que circula en estrambóticos vehículos adaptados al terreno son físicamente repelentes y remiten a lo postapocalíptico de Mad Max). El entorno, con sus vientos huracanados, sus tormentas de arena, sus ríos infranqueables, se convierte en un infierno que deben atravesar los componentes de esa expedición mística tan enloquecida como la de Fitzcarraldo de Werner Herzog en busca de ese El Dorado (la rave en Mauritania) que no se sabe si solo existe en su mente. El río Congo es el desierto del Sahara del que huyen en estampida los miserables de la tierra sacudidos por las guerras: en una de las escasas gasolineras del desierto se agolpan cientos de camiones con refugiados que huyen del caos. Sirat, según la religión islámica, es el puente que los justos deben cruzar en el día del juicio para llegar al Paraíso, más delgado que un cabello y más afilado que una espada.

Sirat duele, como casi todo el cine de Michael Haneke. Sirat, premio del jurado del último festival de Cannes, como parte del cine de Albert Serra, bebe también de David Lynch (esos planos de carreteras infinitas y sus líneas discontinuas captados a alta velocidad; la utilización dramática de la música; la rareza física de sus personajes que parecen salidos de La parada de los monstruos de Tod Browning). Óliver Laxe, desde la pantalla, noquea literalmente al espectador en dos secuencias, cuando la situación de esa expedición cambia para ir a peor y el drama forma parte consustancial de ella, es una pesadilla de la que no podrán escapar, engulle al grupo en sus arenas movedizas. Pero en ese tránsito no hay héroes como sí en Camino a la libertad de Peter Weir, otra road movie existencial.

La última película del director de Lo que arde producida por los hermanos Almodóvar es puro cine. La larga secuencia en la que los tres vehículos escalan por la pista imposible de una montaña escarpada del Atlas en donde se quedan atascados produce vértigo, está rodada de forma tan magistral que el espectador se aferra al brazo de la butaca para no caer al abismo. Las tomas nocturnas de los vehículos todo terreno rodando por el desierto al ritmo de la música acid house fascinan por su extraña belleza. Óliver Laxe opta por un cine inmersivo e invasivo que sumerge al espectador en la aventura y en el drama. Sirat, en desolación, se anticipa a lo que está sucediendo ahora mismo en el mundo (se habla de esa tercera guerra mundial que prácticamente tenemos a la vuelta de la esquina sin que hagamos nada, inconscientes de nosotros, por evitarla). Hay que estar bailando en una rave infinita, hasta la muerte, para huir del horror, subir por esa escalera imaginaria que dibujan los reflectores azules en la mole montañosa al principio del film y huir por esa realidad paralela de la inmundicia de este mundo. Magistral film el de Óliver Laxe orquestado en torno al dolor y a la desesperación, experiencia espiritual esta travesía del desierto tan física y agotadora. Puro cine, aunque duela, y duele muchísimo.