Confieso que tengo una cierta predilección por la literatura gamberra, indisimuladamente satírica y desmitificadora, sin necesariamente pretensiones ulteriores o más altas, y por uno de sus representantes más destacados en nuestros días: Rafael Reig, a dos de cuyas obras dedicamos ya sendas reseñas. Por justicia, es necesario hacer lo propio con su amigo y compañero de aventuras literarias cómicas y epatantes Antonio Orejudo, y en concreto con su novela Los cinco y yo, una muy divertida parodia de la autoficción (género que me parece muy apropiado parodiar, y que en este caso lleva también a la autoparodia, igualmente loable) que narra su vida, su formación como escritor y su relación con los que parecen ser los personajes que marcaron su infancia: los cinco de Enid Blyton, cuyas vidas adultas terminará imaginando Rafael Reig (no el autor, sino su trasunto en la novela de Orejudo) en After Five. Y en todo ello tiene cabida lo que aquí nos ocupa, el deporte, que, como puede suponerse, recibe el mismo tratamiento paródico que el resto de temas y materiales. Repasemos cómo aparecen algunos de ellos.
EL FÚTBOL. Por supuesto, el fútbol es el deporte más importante en la infancia de un niño español de los años sesenta y es, por tanto, el primero del que habla Orejudo cuando recuerda su niñez (de hecho, es casi lo primero de lo que habla) para recordar su primer partido en un recreo en el colegio. Allí, nos dice, le pusieron de interior derecho con la prudente instrucción de alinearse con su homólogo del otro costado: “tenía que estar en línea con el interior izquierdo, esa fue la expresión, que me encantó”. Lo que sigue es, sin pretenderlo, una burla en la línea de flotación del fútbol de sistemas sin espacio para la iniciativa individual que analiza Baricco y del que ya hablamos en otra ocasión: “Debió de ser una simple orientación, pero yo me la tomé al pie de la letra, y convertí el fútbol en un juego que consistía básicamente en subir y bajar al mismo tiempo que mi compañero, a quien miraba de reojo todo el tiempo: si él se adelantaba, yo me adelantaba; si él se atrasaba, yo trotaba hacia atrás, como había visto hacer a los profesionales. No tenía ni idea de dónde estaba el balón, ni me importaba; para mí un partido de fútbol era estar el mayor tiempo posible en línea con mi compañero”. Me cuesta no pensar en el fútbol geométrico de triángulos y elipses que lleva ya más de una década en auge.
En la novela, Orejudo se descubre como un buen portero y alcanza por ese camino su “mayor gloria futbolística”, ser incluido como guardameta suplente en el equipo del colegio. En todo caso, eso no casa con su “carácter exhibicionista”, que le empuja al ataque, al gol y al brillo, que buscará en su nueva posición de extremo derecho, para la que parece razonablemente bien dotado con las cualidades de la velocidad y el regate, aunque falto de inteligencia y resolución. Casi, dice, igual que como escritor: “Cuando me pasaban el balón y empezaba a correr, no había quien me alcanzara. Tenía además un buen regate, rápido y eléctrico, pero estéril, porque luego no la pegaba bien, no tenía fuerza para colgarla en el área, y además no tenía visión de juego; de alguna manera seguía pensando en el fútbol como en un ballet simétrico, donde las parejas tenían que subir y bajar juntas y estar en línea. Tendía a recrearme en el regate espectacular, improductivo, pensado más para la galería y la gloria que para el bien del equipo. Era, pues, un jugador de la peor especie. Empezaron a llamarme el Piruetas, un mote doloroso pero justo, con el que algunas veces, años después, pensé firmar mis escritos, que a su manera son también los escritos de un extremo derecho ineficaz: muy veloces, pero intrascendentes”.
EL CICLISMO. Por la misma época se celebra una competición ciclista en la fiesta del colegio para la que se prepara con un método estricto dirigido, en primer lugar, a aprender a montar sin ruedines. Lo que ocurre, sin embargo, es una prefiguración de una vida futura de escritor mediocre y no particularmente apuesto. Resulta que su bicicleta es, en la línea de salida, la más pequeña y menos prometedora de todas frente a las “BH altas y esbeltas como gacelas” de sus compañeros, que por otra parte tienen la contraindicación de que, en la época de los desarrollos poco variados y ortopédicos, tardan mucho más en coger velocidad. Así que, para cuando lo consiguen, Orejudo, pedaleando en el aire “a mil revoluciones por segundo”, les llevaba ya mucha ventaja, que tardaron en recortar hasta la misma línea de meta: “El final fue muy apurado, pero todavía hoy estoy seguro, completamente seguro, de que mi pequeña bici no fue sobrepasada. Sin embargo, como era tan bajita, el juez no la vio desde el extremo de la línea de meta y proclamó vencedor a Ortego Esteban, pese a las protestas indignadas de mi padre, que temió ver en aquel episodio una repetición de su vida y un avance o una premonición de lo que sería la mía”. Admiro el tono aséptico y sin énfasis en que se parodia, en apenas tres frases, la mitología de la víctima propiciatoria que da la sorpresa y redime toda una vida de frustración, del sueño americano, del patito feo y de la gloria perseguida y merecida en esta pequeña reconstrucción de un Poulidor infante.
EL POLO. Por otro lado, en After Five, la novela en la que el personaje Rafael Reig imagina la vida de los cinco después de las novelas de Enid Blyton, empezando por su adolescencia y juventud, Georgina/Jorge se aficiona enormemente al polo en el Gayland institución de “nombre muy poco adecuado […] para un internado de señoritas”. Entonces, como en una típica novela británica de internado, empiezan los noviazgos desencadenados por la admiración hacia los héroes deportivos de la escuela, a partir de lo que podríamos llamar la erótica del deporte (que aparece también en los últimos libros de Harry Potter, por ejemplo, o en tantísimas películas estadounidenses): “A Georgina el viento le despeinaba suavemente los ensortijados rizos que había dejado crecer más lo de que en ella era habitual. Allí, sobre el caballo, acompañando la letra del himno con un movimiento de labios, su aspecto era imponente, con esas lustrosas botas de cuero coronadas con las protecciones para la rodilla, que recordaban vagamente a las armaduras medievales. […] La mayoría de las chicas hubieran dado su vida por estar en el lugar de Georgina, por vestir simplemente una de esas camisetas con cuello con cuello y tres botones que solo las jugadoras del equipo tenían el privilegio de usar como ropa de sport los sábados por la tarde”. Desde el primer partido comienza una relación con Perla, que se enamora perdidamente de ella, y de hecho, comienza un despertar sexual verdaderamente despepitado: “Un día, a principios de la primavera, Perla sorprendió a Georgina en la caballerizas con el viejo general”, “En los laterales del escenario, a salvo de las luces, había grupos de gente sentada en corro y fumando canutos, y le pareció que en una esquina Georgina se estaba besando con Lou Passamont, del equipo de rugby”.
Un éxito rotundo, vaya, que contrasta con los fracasos del narrador autobiográfico Antonio Orejudo y que nos recuerda, quizás, que para triunfar sigue siendo más fiable la ficción que el deporte.