Por Daniel Huerta Goya.

De entre la pléyade de poetas que escoltan a los grandes nombres de nuestro siglo XVII (Góngora, Quevedo, Lope), Pedro Espinosa descuella sin duda como uno de los más originales e interesantes. Y por más de un motivo. Su obra, rica y valiosa per se, demuestra una vez más, al igual que las de Villamediana, Bocángel, Polo de Medina o los hermanos Argensola, que son los artistas de segunda fila quienes, más allá de los genios excepcionales e irrepetibles, mejor reflejan el espíritu de una época.

Pedro Espinosa, a quien en 1907 dedicó Rodríguez Marín el libro Pedro Espinosa, estudio biográfico, bibliográfico y crítico, nació en Antequera, Málaga, en 1578. Es, por tanto, estricto contemporáneo de Quevedo (1580), Villamediana (1582), Juan de Jáuregui (1583), Francisco de Rioja (1583), Pedro Soto de Rojas (1584) o Luis Carrillo y Sotomayor (1585), miembros todos de lo que se ha dado en llamar segunda generación barroca (los nacidos en torno a 1580. La primera generación la formarían los nacidos hacia 1560, como Góngora (1561) o Lope (1562), mientras que la tercera sería la de los nacidos en los primeros años del siglo XVII, como Calderón (1600), Polo de Medina (1603) o Bocángel (1603)).

En el último cuarto del siglo XVI, Antequera destacaba como una de las ciudades más populosas de Andalucía, gracias principalmente a su importancia como centro de comercio y a una agitada vida cultural que se desarrollaba alrededor de la Real Colegiata de Santa María la Mayor, fundada por los Reyes Católicos y frente a cuya magnífica fachada renacentista se alza en la actualidad la estatua de Pedro Espinosa, elaborada en bronce en el año 1998 por el escultor local José Manuel Patricio Toro. Una muestra de la importancia de Antequera como foco de cultura la tenemos en el hecho de que en 1573, cinco años antes del nacimiento de nuestro poeta, se inaugurara la primera imprenta en la ciudad, privilegio del que en aquel momento solo disponían en Andalucía localidades como Sevilla, Granada, Córdoba o Jerez. También contaba Antequera con una Cátedra de Gramática vinculada a la Colegiata. No es de extrañar, así, que en tal ambiente surgiera una de las escuelas poéticas más sobresalientes del Barroco, la llamada antequerano-granadina, de la cual Espinosa fue primera figura y sobre la que se hablará más adelante.

Estudiante de Teología, Espinosa residió, en los años del cambio de siglo, en Sevilla, donde frecuentó a Juan de Arguijo (1567-1623), descendiente de una acaudalada familia de comerciantes, poeta de exquisito gusto, músico y coleccionista de arte; al pintor Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, además de tratadista de arte; y a Rodrigo Caro (1573-1647), anticuario, arqueólogo y autor de esa maravillosa silva de 102 versos que es la Canción a las ruinas de Itálica, ejemplo inmejorable de lo que fue la poesía barroca. Sin duda el refinamiento estético y el estilo colorista pero contenido de Arguijo influyeron en la poesía primera del antequerano.

Unos años después encontramos a Espinosa en la Corte, primero en la efímera Valladolid y luego en Madrid, donde entró en contacto con los poetas y dramaturgos de mayor fuste, desde Lope, Góngora o Quevedo (con quien lo unió una buena amistad; a su tía, Margarita de Espinosa, dedicó el autor del Buscón sus Poemas morales) hasta Tirso de Molina o Vélez de Guevara. Tan excelsa red de contactos literarios hubo de serle de enorme utilidad para acometer con éxito el proyecto que dio a luz en 1605 y por el que sería recordado aun de no haber escrito un solo verso propio. La Primera parte de las Flores de poetas ilustres de España, editada en Valladolid en la imprenta de Luis Sánchez y dedicada -como el Quijote– al duque de Béjar, es la más importante antología poética del Siglo de Oro, un florilegio de más de medio centenar de autores, casi todos ellos vivos (excepciones son los casos de fray Luis, Barahona de Soto o el portugués Luís de Camoens). Aunque muestra Espinosa cierta preferencia por los poetas de su ámbito geográfico, no se cierra a la inclusión de representantes de otras tendencias o escuelas, así como a la de ciertas voces femeninas: Luciana de Narváez, Hipólita de Narváez y, sobre ambas, Cristobalina Fernández de Alarcón, la Crisalda de los versos del poeta, y se ha dicho que también su amor platónico. Las Flores son un compendio de las estrofas y metros típicos de la época, un espejo del total triunfo del petrarquismo, que por aquel entonces llevaba ya casi un siglo enraizando con fuerza en nuestra tradición. Redondillas, canciones, odas, silvas, liras, octavas y la presencia abrumadora del soneto, forma magna de la lírica áurea, composición que ningún poeta podía obviar en su particular canzoniere. Leyendo la recopilación de Espinosa se constata que el endecasílabo, llegado de la Toscana, le ha ganado la partida definitivamente al autóctono octosílabo, a pesar del impulso que por esas mismas fechas daban al romance Góngora, Lope o Cervantes (no olvidemos que apenas cinco años antes de las Flores, en 1600, se publicó con no poco éxito el Romancero General). Pero el gusto de Espinosa, producto tal vez de su formación junto al maestro Arguijo, se inclinaba más por el aristocratismo y la elegancia del verso de once sílabas que por el sabor popular del de ocho.

Pocos años después de la publicación de las Flores, en la vida de nuestro poeta se produce un cambio drástico y aún hoy envuelto en el misterio. Se especula con cierto fracaso sentimental, o tal vez con el hastío de la vida cortesana, o puede que tan solo se tratase de una víctima más del cruel desengaño barroco; sea como fuere, lo cierto es que Espinosa se ordenó sacerdote y se retiró, bajo el nombre de Pedro de Jesús, a la ermita de la Magdalena, en las afueras de su ciudad natal. A partir de 1613 se traslada a la aún más retirada ermita de la Virgen de Gracia, en la cercana Archidona, construida sobre un promontorio en el lugar donde se alzaba la antigua mezquita. Esta transformación espiritual tuvo importantes consecuencias sobre su poesía, que desde entonces versó casi exclusivamente sobre temas religiosos, a menudo marianos -como en el soneto que más adelante comentaremos-, y en la que se nota el influjo de ese senequismo cristiano tan en boga en algunos de los autores del XVII.

Pero rara vez nos encontramos ante un camino sin retorno y, en 1615, Pedro Espinosa o Pedro de Jesús acepta la propuesta de Alonso Pérez de Guzmán, XI conde de Niebla y VIII duque de Medina-Sidonia, de trasladarse a Sanlúcar de Barrameda y entrar a su servicio como capellán de la iglesia de la Caridad y, posteriormente, como rector del colegio de San Ildefonso. Pérez de Guzmán fue un gran aficionado a la poesía (a él dedicó Góngora su Fábula de Polifemo y Galatea) y bajo su protección permaneció el antequerano largo tiempo, experiencia que se refleja en su labor creativa, como en el alimenticio Panegírico al duque de Medina-Sidonia (1629). Son años estos en que nuestro autor cultiva la prosa, en obras que hoy muy pocos recuerdan y muchos menos leen, así el Panegírico a la ciudad de Antequera (“A ti, de mi pluma norte, madre Antequera nobilísima, rindo los corridos de mis obligaciones, desempeñando deseos en que tu amor me ejecuta, no fiando de tan desnuda hipoteca”), publicado en 1626, o el Pronóstico judiciario a los sucesos de este año de 1627 hasta el fin del mundo,

una sátira muy de su época contra astrólogos y adivinos. Tal vez alguna mejor suerte mereciera El perro y la calentura. Novela peregrina (1625), aunque solo fuese por lo que de quevedesco tiene esta obrita, más que novela -pues carece de fábula, personajes o desenlace- largo monólogo en que un perro llamado Chorumbo (uno más de entre la ilustre estirpe canina de nuestro Siglo de Oro) fustiga las costumbres de su tiempo a base de agudezas, refranes, proverbios y juegos verbales de ingenio, con un trasfondo pesimista y desengañado y un estilo sentencioso y burlesco, no alejado, si bien no tan punzante, del conceptismo del señor de la Torre de Juan Abad, de Baltasar Gracián o de Jacinto Polo de Medina:

Créeme, que no hay rosa sin espina ni cabra muerta de hambre. Ya me entiendes. No todo letrado es sabio. Toda prisa trae su espacio. Todo lo descubre el tiempo. Todo quiere su medida. Todo cornudo tiene su dos contra uno. Todo molino pide su agua. Toda sobra es viciosa. Todos buscan su provecho. Todos alaban lo que es suyo. Todos tienen faltas. Todo el que hace vileza es vil. Todos quieren porque los quieran. Todo pan del vecino es más sabroso. Todo cuanto se teme se desconfía. Todo trabajo pide premio. Todo desperdicio no es largueza. Todo lo compra el dinero. Toda grande sed no se olvida. Todo mal acaba o se acaba. Toda olla chica hace bolsa grande. Y todo arrepentimiento cuesta caro. Hermano, antes tuerto que ciego. Antes regla que renta. Antes prenda que fiador. Ata que puedas desatar. No bebas lo que no ves. No te burles con verdades. No pidas uvas al espino ni alabes hasta que pruebes. Paga y sabrás lo que es tuyo. No hagas trampa en que caigas.

A la muerte de su protector Pérez de Guzmán, en 1636, Pedro Espinosa se desvinculó de la familia pero siguió residiendo en Sanlúcar de Barrameda. Y en la ciudad gaditana, donde desagua el Guadalquivir que atraviesa su amada Andalucía, falleció y fue enterrado en 1650.

Vida larga y fructífera la de Espinosa, máximo representante, como ya se ha dicho, de la escuela antequerano-granadina. Este grupo, excelentemente estudiado, entre otros, por Francisco López Estrada o José Luis Hidalgo Gómez, desarrolló su actividad entre los últimos años del siglo XVI y los primeros del XVII, y en cuanto a estilo se ubica entre el herrerismo manierista y el gongorismo culterano. Son poetas que cultivan un verso elegante, equilibrado y colorista, brillante en la descripción y mesurado en el uso de arriesgadas metáforas o cultismos extraños al oído. Poetas que frecuentaron las academias literarias andaluzas, como la de Juan de Arguijo en Sevilla o las granadinas de Alonso Granada Venegas y Pedro Granada Venegas. El grupo se formó en torno al magisterio de dos de los principales poetas del primer Renacimiento, instalados hacia 1565-1570 en la ciudad de la Alhambra: el vallisoletano Hernando de Acuña (1518-1580) y el granadino Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575). A su alrededor germinó toda una corte de jóvenes poetas, muchos de ellos presentes en las Flores de poetas ilustres de España, y entre los que destacan:

– Luis Barahona de Soto (Lucena 1548-Archidona 1595): estudió en Antequera y Granada y durante muchos ejerció como médico en Archidona. Es autor de Las lágrimas de Angélica, poema caballeresco en octavas reales inspirado en Ludovico Ariosto.

– Pedro de Padilla (Linares 1540-¿Madrid 1600?): Fraile carmelita, autor de églogas pastoriles y romances. Fue un poeta no muy bien considerado, al parecer, por ilustres contemporáneos como Fernando de Herrera o Baltasar del Alcázar.

– Gaspar de Baeza (Baeza 1540-1569): Poeta y traductor de breves vida y obra, fue profesor en la Universidad de Granada y asiduo a la academia de Alonso Granada Venegas.

– Juan Latino (Etiopía 1518-Granada ¿1597?): Nom de plume de Juan de Sessa, hijo de una esclava africana. Manumitido en su juventud, se dice que fue la primera persona negra en recibir enseñanzas universitarias y llegó a ostentar la cátedra de Gramática en Granada. Autor de epigramas y elegías en latín, su exótica figura sirvió de inspiración a escritores como el dramaturgo del siglo XVII Diego Jiménez de Enciso (1585-1634), quien escribió una comedia inspirada en su vida.

– Andrés del Pozo (finales del siglo XVI-primera mitad del XVII): Poco se conoce de la vida de este poeta granadino. Debió de ser habitual de la academia de Pedro Granada Venegas y, tal vez, fuera el Pozo mencionado por Cervantes en el Viaje del Parnaso.

– Juan de Arjona (Granada 1560-1603): Célebre en su tiempo por su inacabada traducción de la Tebaida, de Estacio, en octavas reales, labor que concluyó su amigo Gregorio Morillo. De Arjona dice Menéndez Pelayo en Biblioteca de traductores españoles que lo llamaban el Fácil y el Sutil por la sencillez y la agudeza con que componía sus versos, que, sin embargo, apenas han llegado a nuestros días. Quizá de modo exagerado lo coloca el sabio santanderino a la cabeza de su escuela poética: “Arjona muestra en su traducción dotes eminentes de poeta narrativo, descriptivo y de sentimiento que bastan a darle un puesto señaladísimo entre los vates de nuestro Siglo de Oro, y sin duda el primero entre los del grupo poético llamado escuela granadina. Barahona de Soto es muy desigual e incorrecto […] Pedro de Espinosa solo para la descripción florida tenía fuerzas bizarramente mostradas en la Fábula del Genil”.

– Cristobalina Fernández de Alarcón (Antequera 1576-1646): Amiga y amada de Espinosa (la ocultó en sus versos bajo el lírico sobrenombre de Crisalda), Fernández de Alarcón fue una autora estimada en su época, alabada entre otros por Lope, quien en el Laurel de Apolo se refirió a ella como “musa antequerana” o “Sibila de Antequera”. Autora de abundante poesía religiosa y profana y de comedias, hoy apenas se conservan de ella un puñado de poemas, como Canción amorosa, incluido en las Flores de Espinosa y que comienza así: Cansados ojos míos, / ayudadme a llorar el mal que siento”.

A LA VIRGEN SANTÍSIMA

Como el triste piloto que por el mar incierto
se ve con turbios ojos, sujeto de la pena
sobre las corvas olas que, vomitando arena,
lo tienen de la espuma salpicado y cubierto,

cuando, sin esperanza, de espanto medio muerto
ve el fuego de Santelmo lucir sobre la antena,
y, adorando su lumbre, de gozo el alma llena,
halla su nao cascada surgida en dulce puerto,

así yo el mar surcaba de penas y de enojos,
y, con tormenta fiera, ya de las aguas hondas
medio cubierto estaba, la fuerza y luz perdida,

cuando miré la lumbre, ¡Oh, Virgen!, de tus ojos,
con cuyos resplandores, quietándose las ondas,
llegué al dichoso puerto donde escapé la vida.

Con permiso de la ambiciosa Fábula del Genil, compuesta de 240 versos en octavas reales (“También entre las ondas fuego enciendes, / Amor, como en la esfera de tu fuego”), tal vez sea el soneto A la Virgen Santísima el poema más conocido de Pedro Espinosa. Y no, desde luego, por su temática, pues es uno más entre los que este autor y otros muchos del Barroco dedicaron a la Virgen. En la producción de Espinosa, por ejemplo, encontramos los titulados A la Asunción (“En turquesadas nubes y celajes”), A la Virgen María caminando a Egipto (“Mira, desde una laja de la roca”) o el Soneto por el llanto de Nuestra Señora y de San José al Niño perdido (“Pastor a cuya gloria me levanto”). Mencionemos, aunque solo sea de pasada, otras vetas de la poesía de Espinosa, que también las hubo: la amorosa (“El sol a noble furia se provoca”), la satírica (A nuestro amigo, músico malo: “Dicen que Orfeo piedras, animales”), la filosófica (Al conocimiento de sí propio: “Su pobre origen olvidó este río”) o la meramente paisajística, en la que se mostró brillante por su especial talento para la descripción (“Llegó diciembre sobre el cierzo helado”).

Pero A la Virgen Santísima tiene algo que lo hace único, excepcional, no solo dentro del corpus espinosiano, sino en la historia de nuestra poesía. Se trata de un poema escrito en alejandrinos, un verso que llevaba siglos fuera de juego en la poesía española y que no volvería a estar en boga hasta el Romanticismo y, sobre todo, la revolución modernista. (el polígrafo dominicano Pedro Henríquez Ureña, en un trabajo titulado “Sobre la historia del alejandrino” y publicado en RFH en 1946, señalaba cuatro fases en la historia del cultivo de este verso en España: a) el auge en los siglos XIII y XIV; b) el abandono durante los siglos XV-XVIII; c) el resurgimiento en los últimos años del XVIII; y d) el nuevo esplendor desde el Romanticismo en adelante).

Surgido en Francia, el alejandrino (alexandrin) tomó su nombre de sendos poemas épicos sobre la figura de Alejandro Magno de los franceses Alexandre de Paris y Gautier de Châtillon: Le Roman d’Alexandre y Alexandreis. Se caracteriza, como es sabido, por estar dividido en dos hemistiquios heptasilábicos separados por cesura. Se diferencia, así, de otros modelos de tetradecasílabo menos frecuentes en la tradición poética, como el dactílico (con acentos en primera, cuarta, séptima y décima: “Cantan las aves y el aura suspira de amor”) o el trocaico (con acentos en las sílabas impares: “Soplo de los mares, mensajera del verano”).

Pronto se extendió el alejandrino fuera de Francia y, antes de acabar el siglo XIII, ya encontramos ejemplos en la poesía castellana, en obras y autores del mester de clerecía como el Libro de Alexandre (primera mitad de siglo), el Libro de Apolonio (compuesto a mediados de siglo) o los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo (muerto hacia 1264). Continuó su utilización en la centuria siguiente (Libro de Buen Amor, Vida de San Ildefonso…), siendo el canciller Pero López de Ayala (1332-1407), en su Rimado de Palacio, tal vez su último cultivador destacado. A partir de ahí, el arte mayor castellano de poetas como Juan de Mena y, posteriormente, los revolucionarios metros de procedencia italiana eclipsaron totalmente al alejandrino. Parece como si los poetas de nuestro Siglo de Oro, obnubilados por la musicalidad petrarquista, se hubieran olvidado de un verso con tantísima tradición y que en Francia continuaba siendo predominante (el dodecasílabo francés, equivalente de nuestro alejandrino, está en la base de los poemas de Pierre de Ronsard, Joachim du Bellay, Louise Labé y demás autores de La Pléyade, responsables de la introducción del petrarquismo en las letras galas). De ahí la importancia del soneto de Espinosa, que destaca como una isla solitaria en el océano de nuestra poesía áurea.

No obstante, y sin ser falso esto último, podemos encontrar algunos otros ejemplos -menores, bien es cierto- de uso del endecasílabo en el Siglo de Oro. Gracias a un trabajo del filólogo y escritor mexicano Antonio Alatorre, Avatares del verso alejandrino, rescatamos de la memoria las siete bellas estancias que Gaspar Gil Polo (1540-1584) incluyó en su novela pastoril Diana enamorada y que él dice haber compuesto en “versos franceses”, señal inequívoca de lo poco que por entonces se sentía como nuestro el alejandrino. Comienza de esta forma una de ellas:

De flores matizado se vista el verde prado,
retumbe el hueco bosque de flores deleitosas;
olor tengan más fino las coloradas rosas,
floridos ramos mueva el viento sosegado.

Llama también Alatorre nuestra atención sobre el mediocre soneto preliminar que aparece en la comedia alegórica en prosa Doleria (1572), del oscuro Pedro Hurtado de la Vera, pseudónimo de Pedro de Faría:

Preguntadme quién soy; no oso publicallo;
del poco que merezco nasce este temor;
podría ser también de ser nuevo pintor;
vos responderéis, pintura, lo que callo.

Ya en el siglo XVII encontramos a Ambrosio de Salazar (1575-1643), traductor y profesor de español en Francia, como él mismo expresó en estos versos de indudable filiación gala pero que se dan un aire también a la monorrima cuaderna vía medieval:

Y después, no sabiendo lo que de mí sería,
me vine aquí a Ruán por una fantasía,
do he enseñado a muchos la lengua de Castilla
y me entretengo entre ello por grande maravilla.

Incluso Góngora, nos recuerda Alatorre, tan dado al endecasílabo, alguna vez probó el alejandrino, al menos si distribuimos de distinta forma los heptasílabos que conforman su hermosa canción “Vuelas, oh tortolilla”:

Vuelas, oh tortolilla, y al tierno esposo dejas
en soledad y quejas.
Vuelas después gimiendo, recíbete arrullando
lasciva tú si él blando.
Dichosa tú mil veces, que con el pico haces
dulces guerras de amor y dulces paces…

Y eso es prácticamente todo hasta 1774, cuando Cándido María Trigueros (1736-1798) publica Poesías filosóficas en verso pentámetro. Denominaba el autor pentámetro castellano (“Dime, sublime Pope, tú, reflexivo genio, /que unes con arte tanto el juicio y el ingenio) al alejandrino de toda la vida y, con indudable osadía, se jactaba de haberlo inventado, lo que desató no pocas y furibundas críticas, entre ellas las del polemista por antonomasia de nuestra Ilustración, Juan Pablo Forner. Pero eso ya es otra historia.

Quedémonos, por tanto, con el excepcional acierto de Espinosa. Su soneto se construye como un complejo símil dividido en dos partes bien diferenciadas. En la primera, correspondiente a los dos cuartetos se desarrolla una escena marítima muy del gusto barroco , con un navegante, ese “triste piloto” del primer verso, que surca un mar incierto y y proceloso, un mar de corvas olas que, como un horrible monstruo, vomita arena. Espinosa pinta la escena con detalles que refuerzan ese pathos tan de la época: el peregrino-navegante se encuentra empapado en la cubierta de su barco, a merced de ese mar, metáfora de todos los pecados y todas las tentaciones habidos y por haber, desesperanzado, medio muerto de miedo, cuando de repente descubre a lo lejos una luz, un fulgor, un fuego de San Telmo que le hace recobrar las fuerzas y llegar a buen puerto. El símil se completa en la segunda parte, correspondiente a los tercetos, donde el poeta confiesa haberse sentido como ese triste piloto y haber sido rescatado por la luz emanada de los ojos de la Virgen. En esta segunda parte, Espinosa recoge elementos mencionados en los cuartetos (el mar, la fuerza y la luz perdidas, las ondas que se aquietan, el puerto en que al fin se encuentra cobijo..), dándoles sutilmente un nuevo sentido, tornando la imaginaria experiencia marinera en verdadera vivencia espiritual, casi mística. La transición entre una y otra es suave, elegante, nada brusca a pesar del uso de figuras tan barroca. Y el final es una exaltación del sentimiento religioso cristiano: la Virgen, y Dios, son puerto donde guarecerse cuando termina la vida, hogar apacible y eterno cuando se deja el mundo transitorio, plagado de peligros, de penas y de enojos. La religión como refugio, al fin y al cabo difícilmente podía ser de otro modo en la España del siglo XVII.

Rítmicamente muestra Espinosa cierta tendencia por los heptasílabos yámbicos (“se ve con turbios ojos”, “así yo el mar surcaba”, “quietándose las ondas”…) frente a otras combinaciones como el sáfico mixto (“halla su nao cascada”), el anapéstico (“salpicado y cubierto”) o el sáfico puro (“donde escapé la vida”). Las rimas, paroxítonas y sencillas, como era casi preceptivo en la tradición petrarquista desde Garcilaso, van abrazadas en las dos primeras estrofas y se despliegan siguiendo el esquema C-D-E-C-D-E en los tercetos. Espinosa dota a sus alejandrinos de una musicalidad desconocida hasta entonces y cuya tecla no volvería a pulsarse hasta el siglo XIX. En definitiva, estamos ante un poema quizá convencional por su temática, pero extraordinario por su presentación, barroco tanto por su contenido como por su presentación (¿o acaso no es característico del Barroco la búsqueda de lo diferente, de lo extraño, de lo que rompe moldes, de la desmesura? ¿Y qué hay más desmesurado que un soneto escrito en versos de catorce sílabas?). El poema A la Virgen Santísima, de Pedro Espinosa, es una rara vis de curioso plumaje que merece ser recordada entre las mil maravillas que encierra nuestra poesía clásica.