Por Mario Álvarez Porro.

Cuando el antropólogo Manuel Delgado llama la atención, en su libro Sociedades movedizas (Anagrama, 2007), sobre el término latino quídam, se refiere a él como «alguien que pasa y que solo existe en la medida en que pasa; alguien desconocido, nadie en general, todos en particular».

Manuel Toranzo Montero (1990, Carmona), licenciado en Filosofía por la Universidad de Sevilla, dedicado profesionalmente a la docencia como profesor de Enseñanza Secundaria Obligatoria y Bachillerato, escribe desde la adolescencia. Sin embargo, no es hasta ahora cuando da el paso y, bajo el título Las transformaciones (Ediciones En Huida, 2025), reúne un conjunto de composiciones como muestra de su producción poética.

Desde un intimismo reflexivo, Manuel Toranzo nos hace partícipes de la angustiosa pugna vital por alcanzar la plenitud de la propia voluntad, por muy dolorosa que sea su consecución, en este tránsito que es la vida. El mismo título alude a ese deseo expreso de crecimiento y maduración personal, teniendo como referente explícito principal la filosofía existencial de Friedrich Nietzsche, como evidencian tanto la portada del libro —una serpiente que se devora a sí misma, simbolizando el eterno retorno— como las frecuentes citas del filósofo alemán, que salpican el conjunto y enriquecen su interpretación. Un ejemplo de ello es la cita que abre el libro, donde se incide en lo efímero de la condición humana: «Lo que se puede amar en el hombre es que es un tránsito y un ocaso».

El libro posee una estructura natural, tal como expone Cicerón en su tratado de retórica De oratore, organizando los poemas en tres etapas a modo de camino o itinerario cognoscitivo, semejante al camino de perfección de la literatura espiritual. Así lo evidencia el poema que precede al conjunto a modo de prólogo, titulado «Ascesis» (reglas y prácticas, según el DLE, encaminadas a la liberación del espíritu y al logro de la virtud), con una referencia directa a la poesía ascética. Se trata de un soneto que introduce ya aspectos fundamentales para la vertebración de la obra: la alusión al tópico latino tempus fugit irreparabile («Cómo pasan los días»); la aparición del símbolo plurivalente de la serpiente, ya presente en la portada, que aquí adquiere el valor de renovación y transformación por su capacidad de mudar de piel; el oneroso proceso de maduración («se va forjando lento mi carácter»); la importancia de la memoria y su aceptación («nadie en la vida nace con un máster / que enseñe a convivir con la memoria») para alcanzar la ansiada madurez; y el regreso a la niñez como símbolo de plenitud: «madurar es sabernos siempre niños». Con ello, se nos advierte desde el inicio que vamos a internarnos en textos donde la poesía y la filosofía no se solapan ni se superponen, sino que son lo mismo para su autor: una misma experiencia que persigue la lucidez.

A este respecto, destaca el uso continuado de la silva polimétrica de ritmo endecasilábico, que proporciona mayor amplitud al discurso poético-reflexivo, así como el empleo de estructuras anafóricas y paralelísticas. Estas, unidas a la alternancia entre la primera persona del singular y la del plural, hacen del lector un cómplice activo de la intimidad del yo poético y otorgan al tono narrativo y al registro coloquial que presiden cada composición una formidable holgura y naturalidad.

Las tres etapas en que se divide el libro corresponden, por tanto, a tres estadios evolutivos que representan los tres niveles necesarios para alcanzar la redención de la voluntad: donde EL CAMELLO simboliza el espíritu de sumisión, EL LEÓN encarna la rebeldía ante esa sumisión previa, y EL NIÑO, el ansiado renacimiento.

En el primer estadio, EL CAMELLO, el sujeto lírico se centra en la importancia de la memoria y su superación, desarrollando el tema fundamental de la pérdida de la figura materna. Los poemas más descarnados se ubican, por tanto, en esta parte, que se inicia con la conciencia de la propia mortalidad (AMANECER): «El alba, un homicidio gozoso / en el azul del cielo, / una felicidad llena de heridas».

A continuación, se percibe la vida como un mismo error que se repite una y otra vez, tal como se da a entender en el poema CONTINGENCIA, una enumeración anecdótica o «rueda del tiempo» en la que se condensa un siglo de devenires, desde la I Guerra Mundial hasta nosotros mismos, otra vez en el punto de partida, como ejemplo del eterno retorno:

Pero ¿es esta la causa del poema
que sucesos recientes
sean sólo recuerdos?
¿O es que somos nosotros
el soldado y la mosca?

Por ello, es inevitable que una profunda angustia existencial empañe la voz lírica: «Imagino que no soy más que polvo» […] «Cuando no esté / y todo siga igual» (EVANESCENCIA). Y, al tomar distancia, percibamos la realidad y la fatalidad humana: «Y un día comprendemos la traición» (DECALAJE). Este nihilismo existencial tiene su raíz exacta en la pérdida irreparable de la figura materna, como se traslada en DESDE EL DÍA QUE TE FUISTE, intensa y desgarradora elegía en endecasílabos blancos que vivifica nuestra mejor tradición lírica:

Es raro estar aquí y es tan difícil,
pues no tiene sentido ya esperarte
por la tarde a que llegues del trabajo;
ahora que no estás, sólo me quedan
los restos de tu ropa en los armarios,
un aroma volátil a distancia,
dormitorios vacíos que recorro
sin nada que perder, como desiertos
baldíos y arrasados por el fuego,
la pena y los recuerdos; sólo resta
esperar y esperar ese momento,
terrible y a la vez tan deseado,
en que mis ojos, como ayer los tuyos,
se llenen de tormentas y tinieblas,
y caiga mi esqueleto y calavera
como caen los higos en otoño,
deshojado, marchito, tan cansado,
en la tierra mi cuerpo de esperarte
y mi carne, que es esta herida seca,
que yo soy desde el día que te fuiste.

Tras esto, el poeta queda desolado, en un estado de incertidumbre ante las supuestas verdades aprendidas desde la infancia, transmitiendo una sensación de fragilidad y relatividad que incluso alcanza al propio lenguaje: «¿Qué hacer si las palabras se vuelven invisibles, / si nada queda / si el miedo ya no tiene / formas donde esconderse?» (NIHILIDAD).

El segundo estadio, EL LEÓN, viene presidido por el lastre que supone para el yo lírico la herida abierta de la memoria a causa de tan irremediable pérdida (MEDIODÍA: «Yo, el rey pescador del todo a cien, / saludo a mi mamá desde la orilla»), que lo asalta con nocturnidad en forma de viejos recuerdos (NOCTURNO: «Nos invaden recuerdos / de un tiempo que parece una broma imposible») y la inevitable conciencia de nuestro propio límite (EVOCACIÓN: «¿Qué será de estas huellas?, / ¿alguien entenderá estos vestigios?»). Su superación mediante el recuerdo compartido y su aceptación, junto a la figura paterna (REMINISCENCIA: «el constante homenaje / de otra vida en su vida»), serán claves para lograr la serenidad de la madurez (ATARDECER: «hace ya tantos años, te conozco, / luchando como siempre, sin descanso» […] «La noche será eterna sin ti, pero / agradezco este tiempo / que hemos pasado juntos»).

Finalmente, en el tercer estadio, EL NIÑO, el yo lírico alcanza un imprescindible renacimiento gracias al amor como bálsamo: «¿Podrá cosernos alguien las heridas?» (ANOCHECER).

En las composiciones de esta última parte predominan aquellas abiertamente amorosas, donde el amor, «la mejor experiencia de mi vida» (COMPROMISO), ocupa todo el vacío que dejó tanta pérdida: «No había nada digno de mención. / Nos dormimos cogidos de la mano» (REGRESO); devolviéndole así todo su valor a la vida: «Es que desde que estoy contigo / temo más a la muerte» (DECLARACIÓN DE AMOR). Se trata de un amor cotidiano, lleno de escenas diarias muy humanas, impregnadas de un cariño que suaviza la acritud de la existencia, y con el que se va edificando un nuevo hogar para el poeta, donde priman la sencillez y la luminosidad con el que nos obsequia este sentimiento: «Entonces vuelves tú / y sales de la ducha / igual que sale el sol».

Concluye el libro con otra espléndida composición —segunda salvedad en endecasílabos blancos—, esta vez una reformulación de la oda a la figura de la amada, contrapartida de la pérdida materna, con ecos de Pedro Salinas. Transcribimos tan solo los primeros versos de cada estrofa, pues resumen y confirman todo lo señalado con anterioridad:

«Has venido a pintar la transparencia»
«Has venido para ocupar la casa»
«Has venido, también, para ayudarme»
«Has venido, por fin, para quedarte»

Más allá de la indudable importancia del influjo de la filosofía existencial de Nietzsche en la obra de Manuel Toranzo Montero, es inevitable presentir en sus poemas ecos de la poesía metafísica de Quevedo o de Juan Ramón Jiménez y su poema El viaje definitivo, sobre todo en aquellas piezas de corte más nihilista, así como de Juan Antonio Bermúdez, en las que, por el contrario, se fundamentan en el vitalismo que nos proporciona el amor.

Las transformaciones, en consecuencia, no es solo un libro de poesía, sino un itinerario del alma. En él se entrelazan duelo, pensamiento y amor en una búsqueda sincera de autenticidad. Toranzo no teme a lo oscuro, pero apuesta por la luz que deja el otro en nosotros. Su palabra poética es herida y consuelo, memoria y posibilidad. Una voz nueva que ya resuena con madurez.