JOSÉ LUIS MUÑOZ
Segunda incursión, y correlativa, del británico Alex Garland (Londres, 1970) en el cine bélico tras la muy inquietante y nada distópica Civil War que te atrapaba desde el instante cero y que resultaba muy creíble con lo que se cernía electoralmente en Estados Unidos y no es descartable que suceda tal como están las cosas con el emperador naranja, y aquí el director se va a Irak a hacer una reconstrucción hiperrealista de lo que es la guerra moderna sin hacer concesiones al espectador.
Basado en una historia real, y codirigida con Ray Mendoza, excombatiente de la invasión de Irak que colabora en el guion, el director de Ex machina y Aniquilación nos sumerge en el infierno de la guerra, en su violencia extrema y en su parte más sangrienta y menos gratificante. La película, basada en la experiencia personal del codirector y filmada casi en tiempo real, recoge uno de los episodios de esa desastrosa aventura colonial cimentada en una mentira y que destrozó Irak y convulsionó, aún más, el Oriente Medio.
Un pequeño comando militar de los Navy SEAL, tropa de élite de EE.UU., toma posiciones en una vivienda aleatoriamente escogida por la noche, confina a sus asustados residentes en su sótano y se parapeta tras las ventanas esperando acontecimientos en una zona en donde la insurgencia es destacable. Tras una larga espera (los tiempos están muy medidos: el francotirador, echado sobre un colchón, observa aburrido y sudoroso, por el visor de su arma, todos los posibles sospechosos de yihadistas que se cruzan al otro lado de la calle cuando es de día) se desata el infierno de disparos, explosiones y frustradas operaciones de rescate por parte de otras unidades del ejército norteamericano.
Estamos asistiendo casi a un documental sino fuera porque los directores nos meten en ese infierno de disparos y sangre (dos de los soldados son víctimas de explosiones y el detalle de sus heridas y el realismo de sus alaridos de dolor son quizá lo más terrible del film). La película es una aventura bélica plena de adrenalina que remite a obras maestras del cine bélico por su precisión, dramatismo y realismo: La chaqueta metálica de Stanley Kubrick y Black Hawk derribado de Ridley Scott.
Garland y Mendoza huyen de toda sutileza para mostrarnos el aspecto más sucio de una guerra que no tiene nada de heroico. Quizá el espectador eche en falta un cierto espíritu crítico de todo eso que está sucediendo, del por qué esos tipos jóvenes y aguerridos se juegan la vida y disparan a lo que se mueve. La familia iraquí, a la que confiscan su casa y se la destrozan, es la verdadera víctima, y por extensión toda la población de ese país invadido que sufrió la violencia del ejército más poderoso del mundo que se caracteriza por minimizar sus bajas desde la guerra de Vietnam y aumentar exponencialmente las del adversario a costa de civiles (lección bien aprendida por Israel, o viceversa). Los Navy SEAL, que hacen bien su trabajo (matar lo mejor posible sin hacerse muchas consideraciones), se creen los buenos que están allí para combatir a los malos, en un retorcimiento de la realidad cuando son invasores ilegales repelidos por resistentes de un país masacrado.
Pero Warfare, tiempo de guerra, al margen de consideraciones morales y su apoliticismo, es un espectáculo dantesco y uno sale de la sala palpándose el cuerpo por si ha resultado herido durante la refriega. Quizá, sin pretenderlo (algunos le echan en cara a la película de ser un panfleto publicitario de las fuerzas armadas estadounidenses), esta sea una película antibelicista, aunque habrá quien, viéndola, vaya a enrolarse en cualquier guerra. Un corolario de actores tan absolutamente desconocidos como eficaces, humanos en su desesperación, miedo, dolor y espíritu de solidaridad (la única virtud que se aprecia en el grupo), redondea esta experiencia extrema de la que es difícil salir sin ser salpicado.