Es bien sabido que desde su aparición la bicicleta se tomó como un símbolo de progreso social. Posiblemente tenga mucho que ver con lo barato y democrático que es como medio de transporte, ya que permite al pobre como al rico una libertad de movimientos amplísima comparada con la caminata a pie y decisivamente más accesible a todas las clases sociales que el transporte a motor o a caballo. Es fácil imaginar la libertad que este vehículo novedoso debió dar a muchas personas concretas y reales de las clases populares en la segunda mitad del siglo XIX: para muchos sería el pasaporte a distintas aventuras y travesuras fuera del alcance de la vigilancia familiar, para algunos supondría una mayor cercanía con personas queridas, a otros les permitiría extender su radio de acción y, quién sabe, quizás ampliar o reflotar sus negocios más o menos modestos; a todos, en cualquier caso, les permitió, sin importar su clase social, el acceso a una mayor independencia. No es de extrañar, por tanto, que algunos escritores e intelectuales tomen la bicicleta casi como un fetiche, como la promesa de una humanidad mejor; es famosa la sentencia de H. G. Wells, que decía sentir fe en el futuro de la humanidad cada vez que veía a un adulto montar en bicicleta.
Pero no nos ocuparemos hoy de esto, sino de las implicaciones que también tuvo el nuevo vehículo desde una perspectiva de género. Porque, en efecto, si la bicicleta dio gran libertad de movimientos al individuo sin distinguir entre ricos y pobres, tampoco distinguió entre hombres y mujeres. De pronto tenían las mujeres la posibilidad de moverse más lejos, más rápido, más a salvo de cualquier sobresalto (aun hoy muchas feministas defienden la bicicleta como un medio de transporte individual seguro frente a ataques o asaltos) y, sobre todo, burlando el control masculino. Hubo, como ante todo avance en este sentido, una reacción verdaderamente histérica por parte del machismo ambiental y de muchos hombres que debieron sentir amenazada su posición de poder (si solo bastase un artefacto tan humilde como la bicicleta para acabar con la desigualdad entre los sexos…) y durante mucho tiempo se consideró de mal tono que las damas montasen en bicicleta, o al menos que lo hiciesen como los hombres y no a mujeriegas, es decir, de medio lado, o incluso se diseñaron sillines especiales (especialmente incómodos, cabe suponer) ante la sospecha o el miedo de que su roce con los genitales proporcionase un placer inadecuado y pusiese en marcha la liberación sexual de la mujer que aún tardaría, sin embargo, cerca de un siglo en ponerse verdaderamente en marcha. Por su parte, el feminismo puso también bastantes esperanzas en la extensión del velocípedo, que fue exaltado por muchas sufragistas, como Susan B. Anthony, que casi reinterpreta con una perspectiva de género la frase de Wells: “La bicicleta ha hecho más para emancipar a las mujeres que nada en el mundo. Me levanto y me regocijo cada vez que veo a una mujer paseando sobre ruedas”. De hecho, la extensión de su uso tuvo un efecto insospechado en la moda femenina al empujar a acortar las faldas para evitar el peligro de que estas se enredasen en la cadena o los pedales dejando ver los tobillos, las piernas o incluso las rodillas, o al favorecer su sustitución por los más ceñidos pantalones que dejaban, si no ver, al menos adivinar, las formas que escondían. Por supuesto, esto liberó en parte a las mujeres de convenciones impuestas que buscaban coartar su libertad sexual, su capacidad de decisión sobre su cuerpo, en nombre de la virtud o del recato, y en parte alimentó la fantasía de algunos hombres más avanzados que debieron percibir como más atractivas a las mujeres libres, modernas y empoderadas que a las damas bien más recatadas. Así, por ejemplo, el narrador de El jardín de los Finzi-Contini, de Giorgio Bassani, novela en cierto sentido de formación, que transcurre en los años de adolescencia y primera juventud en los que ingresa a la vida amorosa y sexual recuerda nostálgicamente “las carreteras del campo emiliano recorridas por muchachas en bicicleta con brazos y piernas desnudos”.
La percepción de estas nuevas realidades sociales tuvo, por descontado, su reflejo en la literatura, que en especial en la primera mitad del siglo XX representó con relativa frecuencia a mujeres libres, atractivas o escandalosas sobre las dos ruedas. Ya comentamos en otra ocasión un ejemplo muy significativo de la perspectiva feminista recién expuesta, el de la desafiante y “absurda” Sally, la amiga de Clarissa Dalloway en la novela de Virginia Woolf, que muestra su desprecio olímpico de las expectativas sociales que pesan sobre ella con los comportamientos más inadecuados, como salir desnuda de la ducha, fumar puros (actividad prototípicamente masculina y de obvio simbolismo fálico) o “monta[r] en bicicleta por el pretil de la terraza”. No es casual, posiblemente, que Sally sea lesbiana, porque el lesbianismo y la independencia que la bicicleta proporciona a las mujeres tienen una relación evidente; relación que es fundamental en el uso constante y semánticamente importante que hace de este tema Marcel Proust en su monumental En busca del tiempo perdido.
Esta novela está construida, en cierta medida, a la manera de las óperas de Richard Wagner tan admiradas por su autor, sobre la base de leitmotive, es decir, por medio de la recurrencia de distintos motivos asociados a determinado concepto o personaje que estructuran la obra y subrayan narrativa y semánticamente algunos de sus temas más importantes. El más célebre, con justicia, es la famosa sonata de Vinteuil, emblema del amor y los celos de Swann, retomado después por el narrador; pero, al respecto de lo que hoy nos ocupa, el más interesante es el que podríamos llamar “motivo de la bicicleta”, que aparece alrededor de quince veces, siempre en relación con las “muchachas en flor” y con la más importante de ellas, Albertine, el gran amor del narrador.
La primera mención se encuentra en el segundo volumen de la novela, A la sombra de las muchachas en flor, centrado en el despertar erótico del protagonista, una de las primeras veces que este ve en la playa de Balbec al grupo de jóvenes que da título a la obra. De entre todas ellas, el narrador se fija en Albertine, una muchacha de aspecto sano, deportivo y jovial que pasea “empujando una bicicleta con un meneo de caderas tan desmadejado, con tal facha y soltando tales vocablos de argot muy ordinarios y a gritos [… que] llegué a la consecuencia de que esas chiquillas eran de ese público que va a los velódromos, probablemente jóvenes amigas de corredores ciclistas”. Queda claro desde el principio que una muchacha en bicicleta es una muchacha casi procaz (“en ninguna de mis suposiciones entraba la idea de que fuesen muchachas decentes”, comenta el narrador), pero también llena de vitalidad, como demuestra que hablen al pasar de “vivir su vida”, y, por ambas razones, enormemente atractiva hasta el punto de que el pensamiento del narrador vuelve a su imagen una y otra vez, bien idealizándola artísticamente con la delicadeza y el retraimiento de la vida que le caracteriza al hablar de “la armonía que reinaba entre aquellos cuerpos jóvenes que vi desfilar por la playa en procesión deportiva digna de la antigüedad y de Giotto”, bien casi abandonándose a la tentación de lo erótico e imaginándola como “bacante de la bicicleta” u “orgiástica musa del golf” y suponiéndola caprichosamente incapaz de la modesta cultura necesaria para decir “rematadamente” en lugar de “muy”.
Aunque en algún caso conviven y se combinan ambas visiones (por ejemplo, en La prisionera otra joven que monta en bicicleta, si bien “sin hacerlo a horcajadas como hubiera hecho un hombre”, le parece nada menos que una “criatura semihumana, semialada, ángel o peri” -un genio femenino de la mitología persa, musa de los dioses-), prima con mucho la segunda, y teñida de colores cada vez más negativos. Desde el cuarto volumen, Sodoma y Gomorra, dedicado al descubrimiento, siempre como temeroso espectador involuntario, de los amores homosexuales por parte del narrador, empieza a desarrollarse, en efecto, una variación de este tema que se impondrá en lo sucesivo, relacionada estrechamente con las sospechas que este tiene de la infidelidad de Albertine, entonces novia tentativa, de quien empieza a pensar que puede sentirse quizás más atraída por las mujeres que por los hombres. Y cuando recuerda cómo intentaba, sin a su vez levantar sospechas, hacer averiguaciones o interrogarla como descuidadamente sin conseguir ninguna información tranquilizante, piensa también en “cuando luego la veía […] coger su bicicleta y salir a toda velocidad [y] no podía dejar de pensar que iba a encontrarse con aquella a la que apenas había hablado”.
A partir de la primera aparición de este, por así llamarlo, subtema, la bicicleta se asocia con insistencia, casi hasta no dejar espacio a otro sentido, a la ocultación de los encuentros lésbicos de Albertine a los ojos del narrador, cada vez más celoso de su conducta presente y pasada. Así, cuando intenta averiguar más sobre sus amores en Balbec antes de conocerle, ella responde con mentiras y evasivas, contándole “sin precisión ninguna, en una especie de falsas confidencias, ciertos paseos en bicicleta” y llevándole a deducir “que debía ser una muchacha muy libre dado que hacía excursiones muy largas” mientras que ella misma, por “la evocación de aquellos paseos insinuaba entre [sus] labios […] la misma sonrisa misteriosa que me había seducido [al narrador] los primeros días, en el malecón de Balbec”; porque también, por otra parte, el narrador siente no solo celos y amenaza por el sospechado lesbianismo de su novia, sino también una secreta pero innegable atracción, y así, a una altura de la novela en que el motivo de la bicicleta ha adquirido ya por completo este sentido, él puede todavía admirar eróticamente “sus bellas piernas, que el primer día había imaginado, con razón, que habían movido durante toda su adolescencia los pedales de una bicicleta, [subiendo y bajando] alternativamente sobre los de la pianola”. En todo caso, para el carácter neuróticamente celoso del narrador, Albertine, encerrada en su casa pero eróticamente cada vez más lejos de su necesidad de posesión, se convierte en una mujer paradójica y dolorosamente inalcanzable, que tanto más atrae al narrador cuanto más se le escapa de entre los dedos y más inerte y sin brillo le resulta cuando consigue controlarla; se convierte, simbólicamente, en una mujer “incesantemente en fuga sobre su bicicleta”.
A su muerte, ya en el quinto volumen, La fugitiva, la imagen de Albertine en bicicleta sigue obsesionando al narrador, que en el impresionante episodio de los celos retrospectivos parece integrar en su recuerdo todos los distintos aspectos que han aparecido hasta ahora al imaginarla a un tiempo semidivina, atractiva, amenazante, inalcanzable, desafiante…: “rápida e inclinada sobre la rueda mitológica de su bicicleta, ajustada los días de lluvia bajo la túnica guerrera de caucho que hacía abombarse sus senos, la cabeza enturbantada y adornada de serpientes, sembra[ndo] el terror en las calles de Balbec” o bien, “con voz provocativa y cambiada” en los bosques de Chantepie; y siente con ansiedad renovada que sobre el mismo vehículo haya podido, en tiempos pasados, recorrer más distancia de la que él se figuraba entonces y, se sobreentiende, poder visitar a algunas amantes. Siente, por último, la distancia insalvable que siempre hubo entre Albertine y él, debida en parte (nosotros, los lectores, lo sabemos) a su carácter insoportablemente celoso, en parte a la naturaleza de Albertine, que la empuja, como montada sobre una bicicleta, a una fuga incesante hacia la libertad.