Por Antonio Costa Gómez.
Ese poema lo escribió Afred Bunn en 1843.

Lo cita Lewis Carroll, el hombre que mezcló el humor con la magia y las fantasías infantiles.

Lo canta una de las dos viejas hermanitas encantadoras del relato “Los muertos”, en el libro Dublineses de James Joyce. Su sobrina la acompaña al piano. Y John Huston recoge ese encanto en su película Dublineses. Es uno de los momentos más inolvidables de esa película tan inolvidable. La volví a ver hace poco cuando iba a Irlanda.

Parece que se había mezclado con el espíritu popular de Irlanda.

Lo pone Martin Scorsese en La edad de la inocencia. Forma parte de la magia de esa película, que recoge la magia literaria de Edith Wharton.

Tal como lo canta Enya arrebata a un mundo de sueño e intensidad. Nunca se me olvida esa versión de Clannad que me libera de toda la vulgaridad del mundo y me arrastra a la belleza más escondida.

El poema forma parte de la ópera La chica bohemia, que se inspira en “La gitanilla” de Cervantes. Se titula “El sueño de la gitana”.

Se suele citar como “Soñé que vivía en salones de mármol”.

La gitana sueña que vive en un recinto enaltecido, se ve a sí misma como lo más noble. En su vida bohemia lo lleva todo dentro de sí: “Soñé que vivía en solones de mármol / Y de todos los que vivían dentro de esos muros/ Que yo era la esperanza y el orgullo”.

Los muros crean un espacio interior preservado protegen todo lo noble y valioso. Ciñen la apoteosis de lo más íntimo y de los deseos. Son muros que permiten liberar la belleza y el espíritu, muros que liberan, paradójicamente. Igual que dentro de la gitana está la mujer más noble, llena de ánimo y espíritu.

Y si eso lo dice Enya con su voz intimista y nos libera del todo, qué más podemos pedir.

La interioridad se libera del todo: “Tenía riquezas demasiado grandes para contarlas, podía jactarme / de alto nombre ancestral. / Pero también soñé, lo que más me agradó, / que me amabas igual”.

Todo el entusiasmo, toda la devoción por la vida, se susurran: “Y ningún corazón de doncella podría resistir esos votos/ Ellos me prometieron su fe”.

Las salas de mármol definen el territorio enaltecido, sublimado. Pero lo mejor es el espíritu del sueño que repite el estribillo: “Que me amabas, me amabas todavía igual / que me amabas, me amabas todavía igual”.

La repetición es uno de los recursos poéticos más primitivos pero más eficaces. La poesía popular sabe usarlo. Y Alfred Bunn olfateó eso.

Alfred Bunn fue director teatral en Londres, escribió libretos de óperas. Pero lo mejor que parió su cabeza fue este poema. Por lo que valió la pena que una vez cogiera la pluma.

Algunos escriben toneladas de papeles y no pasa nada. Y otros con unos versos nos impregnan para siempre y se quedan.

Todos somos bohemios en el fondo, pero soñamos con salas de mármol. Y que algo en medio de ellas tenga la autenticidad de los sueños. Y la gitana admirable, como en Cervantes, con su torbellino de vida que cautiva a todos, resulta ser de la consistencia más noble.

Y dentro de nosotros se esconden esos sueños que nadie puede destruir. Cervantes era realista pero apreciaba que en la realidad se esconden los sueños más valiosos. Bunn se dedicaba un montón de actividades pero una vez se le ocurrieron unos versos privilegiados.

Y Enya puso su atmósfera céltica en ese sueño. Las salas de mármol son como los palacios flotantes de las hadas tan concretas. De eso que Yeats llamó “la tierra del deseo del corazón”.

Yo le agradezco a Alfred Bunn, el hombre de teatro distraído con tantas actividades, que una vez soñara esos versos, un poco como aquellos que soñó Coleridge y que olvidó casi por completo al despertar.

Nos encontraremos leyendo poemas en las salas de mármol. Gracias a Alfred Bunn, el inglés algo celta que tuvo esa idea hace casi doscientos años.