Hay algo sórdido en el quehacer literario tal y como se practica en el siglo XXI (en realidad, con algunas excepciones -como los surrealistas cadáveres exquisitos-, prácticamente desde siempre).

Comparado con el carácter coral, complejo y orgánico de la elaboracíón de un disco, o de un concierto, o de una representación teatral, o de una película, un libro (sea o no de ficción) irradia una luz pálida, escuálida, casi escuchimizada.

Es el hiato que separa una jungla amazónica, donde todas las especies concurren para encontrar alguna suerte de compromiso eficaz, con una maceta poblada por un triste cactus: tal vez por dentro nade en una abundancia acuosa, pero respecto al cosmos es una entidad antipática que, además, si la tocas, pincha.

Aunque nunca me he dedicado a la música, ni a la escena, ni a la pantalla, siento una especial predilección por conocer los entresijos que rodearon la gestación de un álbum de un grupo de rock: las aguerridas disputas entre un grupo y el productor, o entre los propios músicos; las vicisitudes de la grabación (inolvidables las sesiones de algunos de los más reputados elepés de los Beatles); los ardientes pulsos compositivos, muchas veces en tiempo real, que libraban talentos en su apogeo pugnando por imponer sus tesis; las colosales batallas que acababan alumbrando auténticos monumentos de memoria inmarcesible, pues en el momento clave todos los agentes implicados acababan claudicando y sometiéndose al imperativo de la obra que, entre tantas dificultades, trataba de abrirse paso para alcanzar su forma definitiva.

Comparados con estas titánicas bregas por alumbrar una obra grande, los desgarros interiores de un poeta anotando versos en su libreta dan un poco de risa… o inducen a la conmiseración. ¡Qué victoria tan pírrica, la de escribir lo que uno quiere como le da la gana! Por mucho esfuerzo que le suponga, no dejará de ser una caricatura de la auténtica cooperación universal que implica, por ejemplo, dar curso al fin a la publicación de un disco.

¿Y qué decir del tortuosísimo camino que lleva a una película desde la idea inicial de quien sea que la tuviera (casi nunca el propio director, por cierto) hasta las salas de proyección? Tensiones, dudas, presiones, chantajes, cesiones y concesiones… ¡vida! Que un film casi nunca, en su conformación última, se parezca a lo que tenía su creador en mente no solo no tiene nada de lamentable, sino que atestigua su carácter híbrido, concurrente, sintético… ¡natural! Una película de cine supura verdad en buena medida por lo que tiene de criatura de múltiples progenitores y, así, un tanto autónoma: como si se hubiese creado a sí misma y quienes participaron en su materialización no fuesen más que… marionetas.

¡Qué lejos de la autarquía absoluta del autor literario! Tengo para mí que la recurrencia tradicional, entre los letraheridos, a la figura de la «musa» obedece a esa conciencia de radical, más que soledad, despojamiento -incluso desvalimiento– que invade al escritor cuando tiene que responsabilizarse de todas y cada una de las palabras que acaba dando por buenas. ¡Qué incertidumbre tan grande! Tener que aguardar a que el editor, el crítico o los lectores le confirmen que lo que ha hecho tiene algún valor… más allá de sí mismo.

El único consuelo que les queda a quienes se dedican a las letras es que, incluso en el caso más patético de todos (el de quienes se guisan y se comen su propio libro, previo recurso a la autopublicación), esas palabras que creen tan suyas y que tan fielmente parecen reflejar sus más intrincados pensamientos… no les pertenecen. El lenguaje es el instrumento colectivo por naturaleza: nadie que acepte emplearlo estará ya nunca solo, e incluso cuando delire lo hará en una clave codificada, social, comunitaria. Por eso seguramente la escritura es el último pecio al que nos seguimos aferrando antes de hundirnos en mitad del océano: trazando signos sobre un papel, mantenemos viva la llama de una compañía que, sin las palabras, se esfumaría para siempre, ahogándonos en las aguas negras del silencio y la locura.