JOSÉ LUIS MUÑOZ

En una fiesta alcoholizada y narcótica de Nochevieja, Álex (Àngela Cervantes), una joven que quiere abrirse paso en el teatro como actriz, es brutalmente violada por uno de los asistentes al que no consigue identificar. Durante un año largo arrastra ese trauma del que solo da cuenta a su hermano Adrián (Àlex Monner), intentando darle salida con su interpretación en la obra de teatro Medea hasta que estalla la furia a que hace referencia el título de la película.

Cuenta, la directora Gemma Blasco (Barcelona, 1993), que la película actúa como exorcismo para dar salida a una situación de violencia sexual que sufrió ella misma siendo más joven, pero las buenas intenciones de este su segundo largometraje tras El Zoo, no se ven recompensadas con el resultado global. Tiene uno la sensación de que en ese relato cinematográfico debería haber intervenido más el montaje que habría suprimido secuencias innecesarias o las habría abreviado —los dos descuartizamientos del jabalí que cazan; algunas sobremesas familiares; demasiadas fiestas alcoholizadas; las recurrentes sesiones de higiene vaginal de la protagonista en el baño…— y la película habría fluido. Tampoco encaja, se ve forzada, esa representación de Medea en la que está inmersa la protagonista femenina en una especie de catarsis a través de esa tragedia clásica de una madre que sacrifica a sus hijos. Y es una pena, porque hay secuencias muy buenas, y originales —la manera en que Àlex trata de descubrir a su violador; la misma violación con pantalla oscura que obvia la imagen y resalta el sonido; ese disparo del fúsil de caza que delata el nombre del violador— que se pierden por ese ruido constante y quedan diluidas como destellos solitarios de talento cinematográfico en esa sucesión de imágenes a las que les falta un hilo narrativo.

La furia, rodada en la localidad turolense de Torrevilla y hablada en buena parte en catalán, es un retrato de una juventud desquiciada y frívola que consume sexo, anfetaminas y alcohol al mismo tiempo por falta de expectativas laborales, un puñetazo en la mesa contra las cada vez más frecuentes agresiones sexuales que se producen contra mujeres en estado vulnerable —ese sambenito machista de no bebas ni te drogues y así no te pasará nada—, relato visceral —y las vísceras físicas y sanguinolentas están muy presentes, diría que excesivamente en pantalla como revulsivo—  con una interpretación, eso sí, sobresaliente de la actriz Àngela Cervantes, muy física, de piel y músculo, que está siempre presente en pantalla e interpreta al límite el dolor —la desgarradora prueba de interpretación en el escenario del teatro en la que saca todo lo que lleva dentro—, el desconsuelo y la rabia de ese personaje femenino fuerte con el que, sin embargo, cuesta empatizar quizá porque apenas sabemos nada de él excepto que tiene un novio magrebí, Samir, inconsistente en la narración a favor del hermano que toma como suya la bárbara agresión, y un padre en el sur que hace su vida.  Furiosa, llena de rabia, gritando bien fuerte contra esa lacra social La furia de Gemma Blasco.