Ofrecemos en exclusiva un adelanto del próximo ensayo de Eva Olluz, ‘Modernidad explosiva’

Eva Illouz


Modernidad explosiva


Traducción de Alejandro  Katz
Madrid, 2025

Katz Editores
 


Introducción

La civilización emocional y su malestar

 

Es porque el cuerpo está (en grados desiguales) expuesto y en peligro en el mundo, enfrentado al riesgo de la emoción, la lesión, el sufrimiento, a veces la muerte, y por lo tanto obligado a tomarse el mundo en serio (y nada es más serio que la emoción, que toca lo más profundo de nuestro ser orgánico) que es capaz de adquirir disposiciones que son en sí mismas una apertura al mundo, es decir, a las estructuras mismas del mundo social del que son la forma incorporada.
Pierre Bourdieu, Meditaciones pascalianas[1]

 

¿Quién no ha tenido la experiencia de sentirse dominado por la ira, la pena o el amor? Cuando las emociones nos desbordan, nuestro cuerpo parece preceder a nuestra mente (las palmas de las manos sudan, el corazón se acelera, padecemos “sofocos”; nos falta el aire; nos duele el estómago). Estamos, como dice el sociólogo Pierre Bourdieu en el epígrafe, expuestos y en peligro. También es posible que hagamos o digamos cosas de las que nos arrepintamos y que, en retrospectiva, veamos con consternación. “¿Qué podría haber encontrado en ella?”, se pregunta Swann, el personaje de Du côté de chez Swann, de Marcel Proust,[2] reflexionando sobre su muerta pasión por Odette. Se hace esta pregunta con la misma perplejidad o vergüenza que podemos sentir al reflexionar sobre una pasión por alguien que ahora consideramos indigno, sobre una ira cuya ardiente intensidad ya no sentimos, lo que sugiere que las emociones se caracterizan por nuestra profunda implicación en el presente y, por tanto, con cierta despreocupación por el futuro. Si las emociones carecen notoriamente de sabiduría, puede tratarse de una sabiduría de tipo calculador, capaz de anticipar el arrepentimiento o de calcular el bienestar. Las emociones son, pues, reacciones rápidas ante el mundo; y por ello, se ha argumentado a menudo que las emociones sobrepasan los límites de la razón y nos hacen errar:[3] cortocircuitan el pensamiento lento, eluden nuestra voluntad y desatienden nuestro interés prospectivo. En Indignación (2008), de Philip Roth, la madre amonesta a su hijo de un modo que no nos costará reconocer:

No seas [tan malo como tu padre]. Sé más grande que tus sentimientos. No te lo exijo yo, te lo exige la vida. De lo contrario, te arrastrarán los sentimientos. Te arrastrarán mar adentro y nunca más se te volverá a ver. Los sentimientos pueden ser el mayor problema de la vida. Los sentimientos pueden jugarte malas pasadas.[4]

Aunque oímos repetidamente tales admoniciones, podríamos decir igualmente, con la misma fuerza, que las emociones son la verdad de nuestra experiencia. En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), de Philip K. Dick, los seres humanos distinguen a los androides de los seres humanos mediante una “prueba de empatía”[5] porque sentir es la marca de lo humano. Thomas Mann lo expresó de un modo aún más dramático: para el escritor alemán, los hombres y las mujeres no solo se hacen plenamente humanos a través de sus emociones, sino que son “divinos, en la medida en que [son capaces de sentir]”.[6] Las emociones nunca yerran: conoce tus emociones y serás auténtico y vivirás una vida verdaderamente significativa. La autenticidad emocional se ha convertido además en el sello distintivo de la salud mental y la felicidad, un mensaje que se recicla sin cesar en todos los ámbitos de la alta cultura y de la cultura popular, así como en la gigantesca industria del asesoramiento psicológico.[7]

Me alejo de estas dos visiones comúnmente recibidas de las emociones –las emociones como error y las emociones como verdad– y parto de la premisa de que nuestras emociones son momentos estilizados del ser, momentos en los que nos implicamos en una situación, a veces con urgencia, de una manera específica. Los gritos, la compasión, la frialdad o las lágrimas son formas de estilizar nuestra experiencia, de darle forma y contorno, de delinear el terreno de nuestras interacciones con los demás, a veces de manera reflexiva y autoconsciente, a veces de manera involuntaria. Nuestras emociones tienen mucho que ver con lo que somos, no solo como personas con historias singulares y configuraciones psíquicas únicas, sino también, y a veces principalmente, como miembros de grupos y culturas que ejercen un amplio conjunto de restricciones invisibles sobre la vida interior. Los psicólogos suelen interesarse por la pri­mera afirmación, los sociólogos, por la segunda. Sin que lo sepamos, las emociones contienen y ponen en acción los ingredientes clave de la sociedad. Normas, reglas, estructuras sociales, pautas culturales, constituyen el magma invisible pero ardiente de las emociones,

invisibles, pero en el centro de su energía.[8] Estos son los supuestos que constituyen el trasfondo intelectual de este libro.

La sociedad en el alma

Las emociones han sido un objeto clave de la investigación filosófica al menos desde la Estoa, una escuela de ética fundada en la antigua ágora de Atenas por Zenón de Citio en torno al año 300 a. C. Los estoicos consideraban las emociones como perturbaciones del alma y pretendían desarrollar una indiferencia cultivada.[9] Al instarnos a extirpar de nuestras almas todo lo que perturbara su tranquilidad, colocaban una tapa sobre qué era exactamente una emoción. El cristianismo tenía un programa emocional no menos estricto al intimarnos a controlar o hacer desaparecer pecados emocionales como la ira, la pereza o la lujuria y que practicáramos el amor de Dios. Tendríamos que esperar a que el filósofo del siglo XVII Baruch Spinoza, considerado por muchos el fundador de la filosofía secular moderna, levantara esa tapa. En el contexto de una cultura religiosa que legislaba sobre la vida emocional mediante prohibiciones y preceptos, recompensas y castigos, Spinoza propuso la visión entonces radical de que las emociones eran fenómenos naturales, dignos de una investigación racional. Como él mismo afirmó:

Emociones tales como el odio, la ira, la envidia, etc., consideradas en sí mismas, se siguen de la misma necesidad y fuerza de la naturaleza que otras cosas particulares. Y por lo tanto, reconocen ciertas causas a través de las cuales son comprendidas, y tienen ciertas propiedades tan dignas de estudio como las propiedades de cualquier otra cosa cuya contemplación nos deleita. Y así trataré de la naturaleza y fuerza de las emociones, y del poder de la mente sobre ellas, por el mismo método por el cual traté de Dios y de la mente en las partes anteriores, y consideraré las acciones y apetitos humanos exactamente como si tratara de líneas, planos y cuerpos.[10]

Líneas, planos y cuerpos: en estas pocas frases, Spinoza desconectó las emociones del pecado y la virtud, y anunció el programa intelectual que se pondría en práctica tres siglos más tarde y que haría de las emociones el principal objeto de estudio científico en las ciencias sociales y naturales. Psicoanálisis, psicología del ego y positiva, psicología cognitiva, antropología y sociología, biología evolutiva y neuropsicología: todas estas disciplinas abordan las emociones como líneas, planos y cuerpos, cosas que conocer, predecir y controlar. Pero las emociones no son solo objeto de un torrente de teorías científicas. También son el objeto principal de la autoayuda y la cultura popular a través de la televisión, la radio, internet, las películas, los podcasts, los consultorios de terapeutas y la divulgación científica, que nos instruyen sobre los porqués y los cómos, lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer en nuestra vida emocional.

Como socióloga, no me interesa tanto curar las heridas psíquicas como comprender cómo la sociedad contribuye a esas heridas. Consideremos este ejemplo. En sus memorias, Georges Orwell relata el siguiente suceso de cuando se sumó a las tropas republicanas durante la guerra civil española:

Uno de los reclutas que se unió a nosotros mientras yo estaba en el cuartel era un chico de aspecto salvaje procedente de los barrios bajos de Barcelona. Estaba harapiento y descalzo. También era muy moreno (sangre árabe, me atrevería a decir), y hacía gestos que no se suelen ver en un europeo; uno en particular –el brazo extendido, la palma en vertical– era un gesto característico de los indios. Un día me robaron de la litera un fajo de puros, que en aquella época aún se podían comprar muy baratos. Un poco tontamente informé de ello al oficial, y uno de los bribones que ya he mencionado se presentó de inmediato y dijo con toda falsedad que le habían robado veinticinco pesetas de su litera. Por alguna razón, el oficial decidió al instante que el muchacho de tez morena debía de ser el ladrón. En la milicia eran muy duros con el robo, y en teoría uno podría ser fusilado por ello. El desdichado mu­chacho se dejó conducir a la sala de guardia para ser registrado. Lo que más me llamó la atención fue que apenas intentó protestar por su inocencia. En el fatalismo de su actitud se podía ver la pobreza desesperada en la que se había criado. El oficial le ordenó que se quitara la ropa. Con una humildad que me resultó horri­ble, se desnudó y le registraron la ropa. Por supuesto, ni los cigarros ni el dinero estaban allí; de hecho, no los había robado. Lo más doloroso de todo fue que, una vez demostrada su inocencia, no parecía menos avergonzado.[11]

Esta viñeta se desarrolla como una cadena entrelazada de acontecimientos y emociones, y estas emociones surgen a su vez entre individuos y estructuras sociales. No nos cuesta imaginar que las acusaciones del agente contra el hombre de piel morena están llenas de ira, y esa ira, como deja claro el relato de Orwell, está motivada por el racismo y los prejuicios de clase. La rapidez con que el agente profiere sus acusaciones se debe a sus prejuicios sobre la pobreza y el color de piel del hombre.

Más sorprendente aún es la reacción del pobre hombre: está, nos dice Orwell, resignado a su humillación, porque, siendo pobre, la ha experimentado muchas veces antes. Incluso cuando se descubre que es inocente, permanece lleno de vergüenza. La vergüenza se adhiere a su ser porque es una expresión de su condición y posición social, traducida en repetidas experiencias de humillación que se acumulan en su cuerpo y a través de su cuerpo. Estas experiencias emocionales se convierten en la imagen que tiene de sí mismo y que ha interiorizado a través de las interacciones con otros, ellos mismos inmersos en un poderoso sistema de dominación. A través de este sistema de dominación, ha aprendido a esperar muy poco, de ahí su resignación. La ira del agente y la vergüenza y sumisión del hombre son estructuras sociales en acción. Por último, esta viñeta transmite otra emoción: la compasión del narrador por el hombre acusado injustamente. Esta compasión se apoya en códigos morales que no nos cuesta identificar. Nos atraen hacia la historia.

Si las emociones a menudo nos abruman con su imperiosa autoevidencia y urgencia, es porque contienen de forma comprimida la estructura social, las identidades de grupo y los códigos morales. Las emociones tienen una base biológica, pero también son momentos en los que procesos sociales básicos como la dominación, la competencia, la dependencia, la sumisión, la desigualdad, el apego, las normas de justicia son asimilados por una persona singular. En las emociones, lo biológico, lo psicológico y lo sociológico están estrechamente imbricados. Puede parecer trivial afirmar que nuestra experiencia emocional contiene categorías y entidades colectivas. Sin embargo, en la relación que mantenemos con nosotros mismos, a menudo obviamos el papel que la sociedad desempeña en ella. Deseamos cuerpos cuyo atractivo ha sido definido por las convenciones de la industria de la moda, pero mantenemos la ilusión de la singularidad de nuestro deseo. Contemplamos con envidia las vacaciones exóticas que se han expuesto profusamente en revistas y vallas publicitarias, pero atribuimos nuestra elección de destino a nuestra propia curiosidad aventurera. La cultura moderna nos invita tan a menudo a sentirnos individuos exquisitamente únicos que olvidamos fácilmente que nuestra experiencia íntima nunca es enteramente nuestra.[12] Como los murciélagos que envían señales para averiguar qué obstáculo se interpone ante ellos, utilizamos nuestras emociones para averiguar, medio conscientemente y medio a ciegas, hasta qué punto el mundo se resiste o no a nuestras búsquedas, qué deseamos en ese mundo, qué papel se supone que debemos desempeñar en él. Las respuestas emocionales son tanto el resultado de cadenas invisibles de causas que las precedieron como estrategias para dar sentido y controlar esa experiencia. Las emociones continúan el trabajo de la sociedad dentro del yo.

Como las emociones son sociales, tienen una gramática cultural y social que nos ayuda a especular sobre los sentimientos de los demás, a hacer inferencias sobre las emociones de personajes reales o de ficción y a anticipar las reacciones emocionales de los otros. Podemos hacer todo eso y mucho más porque compartimos con otros seres humanos el conocimiento de las reglas y normas que subyacen a nuestras emociones y a las suyas. El lenguaje desempeña aquí un papel fundamental. Las palabras de las emociones –especialmente si son destacadas en una cultura– actúan como poderosos imanes: atraen hacia ellas las partículas flotantes de nuestra interioridad. He aquí un ejemplo. Un hombre te ofende. Lo que sientas realmente, cómo nombres tu emoción y qué hagas con ella dependen en gran medida de si eres hombre o mujer, de si te rige una ética aristocrática del honor, una ética cristiana del perdón o una ética del autocontrol racional masculino. Puedes sentir una variedad de emociones contradictorias, pero privilegiarás una –una mueca despectiva, un encogimiento de hombros, el silencio o una provocación al duelo– en función de tu identidad, posición social y alguna creencia moral clave. Etiquetamos lo que sentimos (o anticipamos imaginariamente lo que otros sienten hacia nosotros) remitiéndonos inconscientemente a las definiciones de las situaciones en las que participamos, a sus “qué hacer” y “qué no hacer”. Atendemos las experiencias invocando las etiquetas emocionales que se les atribuyen, y la cultura proporciona esas etiquetas ayudándonos a nombrar, rotular, clasificar, categorizar e interpretar el batiburrillo de la vida interior. Nuestras reacciones y acciones suelen seguir estas interpretaciones, aunque no de forma sistemática. Como la cultura se ciñe tanto a las emociones, tenemos que hacer un esfuerzo de imaginación erudita para entender lo que el miedo al infierno pudo significar para la gente de la Edad Media, o qué quería decir Homero cuando escribió que las lágrimas de Odiseo son como las de una mujer que “se arroja sobre el cuerpo de su esposo, un guerrero caído en la batalla defendiendo su ciudad”.[13] Nos quedaría sin entender por qué una mujer del siglo XIX se esforzaba por ser un alegre “ángel en la casa”,[14] por qué un beduino se sentirá personal e intensamente avergonzado por la referencia de otra persona a su hermana en términos sexuales.[15] O por qué los ifaluk, un grupo de un atolón de Micronesia, se cuidan mucho de sentir y mostrar la categoría moral y emocional del metagu, el miedo y la ansiedad por ofender el rango y la jerarquía.[16]

Por tanto, las emociones no ocurren más dentro del yo de lo que el habla yace dentro del yo. Más bien se sitúan en el umbral entre el yo exterior y el interior. Las emociones son liminales (de la palabra latina para umbral: limen). La envidia del prójimo, el miedo al extranjero, el orgullo nacional son formas de crear, negociar y mantener el umbral entre el yo y el mundo. Dicho de otro modo: la mayoría de las emociones son el diálogo que mantenemos, sotto voce, con el mundo. A través de las emociones, internalizamos el mundo exterior y externalizamos nuestro mundo interior, y lo hacemos continuamente y sin problemas.[17] Como las formas recortadas de un teatro de sombras, las emociones son inteligibles porque hay una fuente de luz detrás de ellas –las causas sociales y culturales– y una pantalla translúcida sobre la que pueden proyectarse –una situación social concreta con individuos específicos que actúan en ella–.

Estas propuestas van en contra de un vasto conjunto de teorías y técnicas terapéuticas y de una industria muy lucrativa de superación personal. En general, han desdibujado el enorme papel que desempeñan las fuerzas sociales en nuestra estructura emocional. Cuando la epistemología de la psicología se encontró con el mercado cultu­ral del capitalismo se produjo un matrimonio exitoso: los individuos que consumen los medios para conocer, gestionar, disciplinar y transformar sus emociones pueden comprarlos más fácilmente si las ven como algo que habita en la ciudadela amurallada del yo. Concebidos como entidades psicológicas con psiques nítidamente delimitadas, los individuos pueden convertirse más fácilmente en consumidores de los movimientos y mejoras emocionales de su yo. Los Horatio Argel del presente pasan de los harapos emocionales a la riqueza psíquica. La superación del trauma, el abuso, la adicción, la baja autoestima, la depresión se convierten en programas de salvación y alimentan un hambriento y codicioso motor económico de superación personal,[18] porque la psicología clínica en todas sus variedades –la comercializada y la científica– ha mercantilizado la constitución emocional del individuo de una manera y en una medida que no tiene precedentes, y también ha echado un velo sobre las formas en que la vida moderna nos hace implosionar dentro de la cámara de eco de nuestra interioridad. Nos insta a buscar dentro de nosotros mismos formas de curar las heridas infligidas a menudo por las poderosas fuerzas sociales de la modernidad.

Pero es posible preguntarse: ¿por qué deberíamos creer más a la sociología que a la psicología? Podría ofrecer muchos argumentos, pero el más convincente es que la primera ha estado mucho menos vinculada a poderosos intereses económicos que la segunda. La psicología ha producido un ejército mundial de expertos para gestionar la fuerza laboral, aumentar la productividad y difuminar el papel que la desigualdad de género, la competitividad y una meritocracia fracasada desempeñan en el malestar emocional. Frente a los enormes desgarros del tejido social que suponen el capitalismo, el liberalismo, la globalización y las desigualdades, la psicología ha exigido aún más que seamos nosotros y solo nosotros quienes asumamos la responsabilidad de nuestras ansiedades, depresiones o iras.

¿De qué manera se ha desplegado la modernidad –un concepto vago y complejo– en nuestra vida emocional? Esta es la pregunta general de mi libro. Más concretamente, quiero comprender un malestar de principios del siglo XXI a través de un conjunto de emociones que representan e ilustran el enigma de nuestro tiempo. Curiosamente, Freud exploró una propuesta similar a principios del siglo XX, cuando se esforzó por arrojar luz sobre el malestar de su época a través de la emoción de la culpa.[19] Pero mientras Freud explicaba el clima cada vez más violento de Europa considerando la sociedad como actuada por mecanismos psíquicos (de represión, sobre todo),[20] yo hago lo contrario, y leo en las emociones mecanismos sociales. Por supuesto, las doce emociones en las que me concentro aquí han existido desde hace mucho en la cultura europea occidental, en el sentido de que hemos utilizado sus nombres durante largo tiempo. Pero en las instituciones clave de la modernidad han adquirido un nuevo significado: la cultura de consumo reconfiguró la esperanza, la decepción, la envidia y el resentimiento. La democracia y sus ideologías concomitantes de igualdad, equidad y seguridad reorganizaron la envidia, la ira y el miedo; el nacionalismo hizo lo propio con el sentimiento de desamparo y la nostalgia. Y quizá lo más obvio, la impugnación del patriarcado y el heterosexismo tuvo un impacto rotundo en la vergüenza, el orgullo, los celos y el amor.

Permítanme decir algo más sobre la noción de modernidad, que puede parecer demasiado amplia y, por tanto, hacer que este proyecto resulte angustiosamente extenso. Más que un periodo, la “modernidad” puede considerarse como una dinámica histórica que se desarrolla desde el Renacimiento en adelante, con la Ilustración marcando su culminación intelectual. Así pues, se sitúa en la intersección de una serie de procesos: una ruptura autoconsciente con la tradición y la religión junto con una secularización de los valores; la desaparición de las barreras formales entre grupos ordenados jerárquicamente y la difusión de visiones igualitarias de la persona, con el resultado de que se confió al yo la tarea de navegar reflexivamente por las relaciones sociales; el dominio aplastante de los mercados competitivos para organizar el trabajo y las aspiraciones vi­tales; el auge de una cultura mediada por la tecnología que produce flujos interminables de imágenes de la buena vida; la circulación de grandes flujos de población por todo el planeta de un Estado nación a otro; la transformación de los individuos en singularidades, entidades que cultivan su sentido de la unicidad; y, por último, la intensificación simultánea tanto de la aspiración a la movilidad social como de la desigualdad de clase.

Dependiendo de la emoción de que se trate, me refiero a diferentes “rebanadas” temporales y analíticas de la modernidad. La envidia me obliga a referirme a la cultura de consumo del siglo XIX, mientras que la ira me lleva a las primeras décadas del siglo XXI. Sin embargo, un gran foco de atención se sitúa en el periodo que emergió a partir de los años ochenta, un periodo durante el cual la tensión y la lucha entre las fuerzas democráticas y económicas que habían caracterizado la formación de la modernidad económica y política se derrumbaron bajo el peso de las fuerzas económicas. En el siglo durante el cual los derechos individuales se ampliaron constantemente, las fuerzas económicas fueron mantenidas en cierto modo bajo control gracias a fuerzas políticas contrarias. Pero con la desregulación de los mercados, la financiarización de la economía y la expansión del capitalismo monopolista, los procesos de mercantilización penetraron en la mayoría de las relaciones sociales. Los servicios públicos se convirtieron en empresas rentables y pisotearon la noción de interés público. Los sindicatos se debilitaron o desaparecieron y el trabajo se volvió más precario. La desigualdad aumentó hasta proporciones nunca vistas. El conocimiento y la información se convirtieron en elementos fundamentales de la economía, dejando a los no instruidos afuera o mucho más marginados de lo que habían estado durante la formación y consolidación del capitalismo industrial. La tecnología se entretejió en la trama de la vida cotidiana e incluso de la conciencia misma. Bajo el impacto de estas diversas fuerzas sociales y políticas, una serie de emociones se hicieron notables tanto en la vida pública como en la conciencia individual. Una señal de ese malestar puede encontrarse en el hecho de que la socialdemocracia, por la que se luchó duramente en los últimos doscientos años, está en declive e incluso cuestionada por líderes populistas autoritarios y votantes descontentos en muchos países del mundo. Estos movimientos políticos han hecho añicos prácticas clave de las democracias deliberativas, como la rendición de cuentas, el Estado de derecho y la facticidad. Otro signo de ma­lestar es el aumento significativo de los problemas de salud mental entre los adultos jóvenes durante la última década. La Asociación Estadounidense de Psicología revela que “los individuos que reportaron síntomas consistentes con depresión mayor en los doce meses previos, aumentaron un 52% en adolescentes de 2005 a 2017 (de 8,7 a 13,2%) y un 63% en adultos jóvenes de 18 a 25 años de 2009 a 2017 (de 8,1 a 13,2%)”. Además, se observa un asombroso aumento del 71% en los adultos jóvenes que dicen haber experimentado “angustia psicológica grave en los treinta días anteriores” entre 2008 y 2017 (del 7,7 al 13,1%).[21] En Estados Unidos, los estudiantes de secundaria reportan cada vez más “sentimientos persistentes de tristeza o de­sesperanza”. En 2009 eran el 26% los que se sentían así; este porcentaje aumentó hasta el 44% en 2021 (en el punto álgido de la pande­mia de covid-19).[22] El Centro de Control de Enfermedades de Estados Unidos ofrece otro dato estadístico asombroso: de 2000 a 2021 hubo un aumento del 36% de las tasas de suicidio.[23] No intento establecer un vínculo directo entre ambos fenómenos, el político y el mental. Solo sugiero que ambos llevan la huella de un malestar, un término que prefiero a las palabras invocadas a menudo en el discurso pú- blico: crisis, decadencia o colapso civilizacional. La crisis de la democracia y el aumento del malestar mental nos alertan de que algo en la vida emocional y social de la modernidad tardía necesita ser abordado y comprendido.

Llamo a esta modernidad “explosiva”, y no simplemente “incómoda” o “represiva”, porque muchas de las características institucionales clave de la modernidad entran en conflicto entre sí y crean profundas tensiones y contradicciones en el sujeto. Incluso si, como ya se ha mencionado, ninguna de las emociones analizadas es en sí misma moderna, nunca antes las emociones habían sido tan intensamente solicitadas por instituciones como el mercado de consumo, la ciudadanía democrática, la vida privada, la desigualdad económica y la dominación económica. Nunca antes en la historia las instituciones económicas, culturales y políticas habían solicitado las emociones de manera tan sistemática. Por ejemplo, por muy antigua que sea la emoción de la envidia, nunca antes había estado tan estructuralmente arraigada en la cultura de consumo. Lo mismo ocurre con la ira, que circula a través de una política de partidos muy desarrollada, noticias partidistas, una amplia exposición a plataformas ideológicas y burbujas de redes sociales. De hecho, algunas emociones se han “solidificado” en las instituciones clave de la modernidad.

La esperanza y la ilusión son la base emocional que estructura la aspiración individual y las instituciones públicas que pretenden mejorar el destino de los ciudadanos. Como se argumenta en el capítulo siguiente, la esperanza es la categoría constitutiva del individuo moderno. Se entremezcla con la decepción, la envidia, la ira, el resentimiento, el miedo y la nostalgia, y esta combinación constituye la peculiar textura del descontento emocional de la modernidad tardía. La democratización y el ideal de igualdad están destinados a hacer intolerable la desigualdad de clases provocada por la producción capitalista. La cultura de la aspiración y el logro entra en conflicto con el acceso cada vez más limitado a profesiones lucrativas o prestigiosas. La doctrina política del liberalismo, que pretende garantizar la seguridad de los ciudadanos, multiplica de hecho el número de miedos a los que tienen que hacer frente. Un discurso moral que atribuye la misma dignidad a todos los seres humanos hace que la vergüenza y el pudor sean más probables (precisamente porque aumenta la dignidad). Una práctica de la intimidad que supuestamente crea cercanía emocional en realidad crea complejidad, haciendo que las relaciones íntimas sean impredecibles y difíciles. Estas y otras tensiones, contradicciones y paradojas forman la trama conceptual de este libro.

La modernidad también se ha vuelto explosiva por una segunda razón. Bajo la enorme influencia tanto de la ficción comercializada como de la cultura psicológica, las emociones desempeñan ahora un papel clave en la autodefinición y en el surgimiento y mantenimiento de relaciones sociales que dependen cada vez más del autoescrutinio consciente y de la supervisión de las emociones. Este autoconocimiento emocional ya no va acompañado de la formación del carácter, una orientación hacia los valores morales, la virtud y el bien. Los individuos están principalmente en sintonía con sus objetivos privados, el placer y los sentimientos. Cuando las relaciones e identidades se inician y abandonan a voluntad, cuando el trabajo y los estudios son el resultado de elecciones y aspiraciones individuales, cuando el matrimonio y la intimidad son el resultado de actos de elección, entonces el éxito o el fracaso del individuo en estos ámbitos se atribuye a su constitución psicológica, es decir, a las “patologías” emocionales, la “salud” o la “inteligencia emocional”. Por todo ello, los individuos operan un repliegue reflexivo sobre sí mismos, interrogan a sus emociones e intentan moldearlas de acuerdo con sus objetivos y su plan de vida. Las emociones se trans­forman en la realidad a través de la cual los individuos se aprehenden a sí mismos y a gran parte de su mundo social, convirtiendo las emociones en el fundamento y el objeto de las relaciones sociales, impregnándolas de una realidad objetiva. Como resultado, la propia realidad se vuelve intensamente emocional, una serie de transacciones emocionales que pueden ser explosivas, precisamente porque el contenido de la vida emocional se toma muy en serio al haberse convertido en el principal fundamento de la realidad. Las emociones se han convertido en la realidad de los individuos y en su campo de batalla, aquello que luchan por moldear y controlar y por lo que luchan con los demás.

Mi estrategia no es histórica. No comparo el presente con el pasado, al menos no de forma sistemática y rigurosa. Tampoco intento señalar la modernidad como un periodo de la historia más deletéreo que sus predecesores. Lo cierto sería lo contrario. La modernidad ha sido una mezcla de aumento de los modos de dominación sobre los seres humanos y de destrucción de la naturaleza, así como un auténtico progreso moral, y debe pensarse dentro de esta tensión. Por último, aunque la mayoría de las emociones analizadas en este libro han sido evocadas al menos desde tiempos bíblicos, lo que es nuevo es su objeto (por ejemplo, la envidia de grupos que se han beneficiado de la discriminación positiva), su intensidad y contagio (por ejemplo, la ira que circula en redes sociales), su combinación única (por ejemplo, la esperanza y la decepción persistentes), su prominencia en la conciencia de las personas modernas (por ejemplo, un sentimiento constante de agravio victimista), su institucionalización (la cultura de consumo, el nacionalismo, la vida privada o la democracia constituyen formas de canalizar y construir las emociones) y, por último, la misma suposición de que tenemos derecho a una vida emocionalmente libre de dolor (lo que hace que las llamadas emociones negativas sean menos tolerables). Todos estos elementos combinados constituyen la “modernidad” de las emociones aquí tratadas.[24]

La literatura como lugar de aprendizaje de las emociones

Si las emociones son experiencias estilizadas, situadas en la línea divisoria entre lo colectivo y lo personal, algunos ámbitos de la cultura son más propensos que otros a expresar y dar forma a la intersección entre lo individual y lo social. Las novelas, los poemas, las obras de teatro o las series de Netflix son sitios culturales de este tipo. El gran sociólogo estadounidense Howard Becker pidió a su disciplina que no se creyera en posesión del monopolio de la comprensión de la sociedad e instó a sus colegas a utilizar obras de ficción en sus análisis.[25] Como forma literaria moderna, la novela describe la nueva fluidez del individuo y de las relaciones sociales, la tensión entre los proyectos emocionales y las limitaciones socioeconómicas, el entrelazamiento de la psicología de los individuos con las estructuras sociales. Al ser en sí misma un reflejo de la sociedad y un reflejo sobre ella, la novela sirve para pensar y para sentir. En el prefacio de Delphine (1802), la escritora francesa del siglo XIX Germaine de Staël observa que la literatura es única en su capacidad de proporcionar acceso a los sentimientos más íntimos.[26] Las nove­las son lugares privilegiados para entablar debates sobre las emociones porque los personajes que aparecen en ellas y las tramas que viven se hacen inteligibles a través de una gramática emocional. Muestran e imitan la interioridad individual (excepto cuando intentan conscientemente eludir el lenguaje psicológico, como en L’etranger[27] [1942] de Camus); presuponen que podemos conocer y comprender a los personajes a través de su psicología,[28] es decir, a través de sus motivaciones, objetivos y emociones. Isaiah Berlin, el académico de Oxford, lo expresó con precisión:

Cuando era joven, leí Guerra y paz de Tolstói, demasiado temprano. Esta gran novela solo me impactó verdaderamente más tarde, junto con otros escritores rusos, tanto novelistas como pensadores sociales, de mediados del siglo XIX. Estos escritores influyeron mucho en mi forma de pensar. Me pareció, y aún me parece, que el propósito de estos escritores no era principalmente ofrecer relatos realistas de las vidas y las relaciones entre individuos o grupos o clases sociales, no el análisis psicológico o social por sí mismo –aunque, por supuesto, los mejores de ellos lo consiguieron precisamente, de forma incomparable. Su enfoque me parecía esencialmente moral: estaban profundamente preocupados por las causas de la injusticia, la opresión, la falsedad en las relaciones humanas, el encarcelamiento ya fuera entre muros de piedra o por conformismo –sumisión sin protesta a yugos creados por el hombre–, la ceguera moral, el egoísmo, la crueldad, la humillación, el servilismo, la pobreza, la impotencia, la amarga indignación, la desesperación de tantos. En resumen, estaban preocupados por la naturaleza de estas experiencias y sus raíces en la condición humana: la condición de Rusia en primer lugar, pero, implícitamente, de toda la humanidad.[29]

Isaiah Berlin describe la experiencia de muchos europeos del Este y del Oeste. Para ellos, el conocimiento del mundo comenzó como conocimiento de las tramas y los personajes de las novelas. Esto se debe a que este género incorpora intrincadamente la psicología del personaje en un mundo social que moldea la acción y es transformado por ella. Estas obras de ficción funcionan como una ventana abierta a las emociones de los personajes, que a su vez contienen y ponen en acto códigos morales y estructuras sociales. Solo a través de estos códigos es verosímil la psicología de los personajes. El psicólogo cog- nitivo Keith Oatley, especialista en el tratamiento de la ficción, lo expresó con gran precisión: “Está generalmente aceptado que los sueños de la ficción tienen que ver con las emociones. Casi podría decirse que todos tratan de las emociones”.[30] El gran teórico literario francés Roland Barthes está sorprendentemente de acuerdo. En una conferencia pronunciada en 1978 en el Collège de France, abogó por  una “teoría patética de la novela”, una teoría en busca de sus efectos emocionales, y por centrar el enfoque literario hacia los “momentos de verdad” en los que la novela produce en el lector un intenso reconocimiento emocional de su propia experiencia. “La novela, tal como yo la leo o la deseo, es precisamente esa forma que, al delegar el discurso del afecto en los personajes, permite decir ese afecto abiertamente. […] Su poder es la verdad de los afectos, no de las ideas”.[31] Jon Elster, un filósofo analítico que no podría estar más lejos de Barthes, suena extrañamente similar a él, aunque con menos floritura: “También creo que, con respecto a un importante subconjunto de las emociones, podemos aprender más de los moralistas, novelistas y dramaturgos que del cúmulo de hallazgos de la psicología científica”.[32] Innumerables estudiosos y lectores están de acuerdo: la literatura es un tesoro que expone emociones de las que los lectores aprenden sobre las emociones, las propias y las de los demás. Esta proposición sigue siendo válida a pesar del predominio de los medios visuales (cine y televisión), en los que predominan las tramas y los personajes, las intenciones y las motivaciones. Aprendemos sobre las emociones a través de las historias y muchas o la mayoría de las emociones se viven como parte de esas historias.[33] Para el lector, las novelas (y otras formas narrativas como las series de Netflix) suponen una especie de lectura de la mente,[34] que exige una habilidad cognitiva fundamental imbuida de capacidades emocionales. Ayuda a imaginar lo que otros pueden sentir y a comprender mejor lo que los motiva. Podemos ir más lejos y ver las novelas como el lugar para que la mente siga la pista de quién siente qué, cuándo y por qué.[35] La novela, sí, ese flujo incesante de historias en cualquier medio en que se presente, ha proporcionado una enorme fuente para el aprendizaje cognitivo de las mentes ajenas al hacer de las emociones un conjunto de códigos visuales, lingüísticos y gestuales.

En lo que sigue, hablaré de las emociones utilizando y refiriéndome a un corpus de textos literarios elegidos de forma un tanto arbitraria. No soy ni mucho menos la primera en utilizar la literatura para hablar de emociones. Martha Nussbaum fue una pionera no­table en este género.[36] Sin embargo, a diferencia de su enfoque, no me interesa debatir el carácter normativo y moral de las emociones: qué emociones son o no adecuadas para una democracia, por ejemplo. La literatura me ayuda, si no a definir, al menos a delinear los dilemas sociológicos contenidos en una emoción tal y como ha evolucionado en la cultura contemporánea. Utilizo, en su mayor parte, textos literarios bien conocidos porque están muy presentes en nuestra cultura (occidental). Por lo tanto, son una fuente perdu­rable de autocomprensión colectiva y constituyen un punto de par­tida para emprender una reflexión sociológica sobre una emoción determinada. Las novelas (especialmente las de corte realista) contienen una “realidad ética” en el sentido de que tratan de los hábitos individuales y colectivos, del comportamiento, las actitudes y las pasiones de los personajes.[37] Las emociones de estos derivan de un conjunto de problemas y situaciones que reflejan los hábitos éticos de una sociedad, ya sea porque los reproducen o porque los trastocan. En la medida en que las emociones y los puntos de vista éticos siempre se implican mutuamente, la noción de mímesis moral puede extenderse a la vida emocional. La Ilíada (siglo VIII a. C.), por ejemplo, comienza con la emoción de la ira y su trama es el desarrollo de esa ira,[38] que a su vez refleja los códigos morales del honor masculino. Esta mímesis moral está presente siempre que un escritor pone en evidencia una actitud ética: la justa ira de Michael Kohlhaas,[39] o la tristeza apagada de Tess d’Urberville,[40] o el esnobismo de un Swann.[41] También está presente en géneros como la tragedia o la epopeya, y es aún más significativa en la novela, el género predilecto del moralista.[42] La novela es especialmente adecuada para la sociología de las emociones porque, como dijo Marcel Proust: “[E]l escritor, para alcanzar volumen y sustancia, para llegar a la generalidad y, en la medida en que la literatura puede, a la realidad, necesita haber visto muchas iglesias para pintar una iglesia y para el retrato de un solo sentimiento requiere muchos individuos”.[43] Al igual que los escritores de ficción, los sociólogos están atentos a la dimensión general de la experiencia individual.

Esto no significa que la literatura de ficción sea una ventana abierta a la realidad. Puede contener o discutir el mundo social, pero también es una institución del lenguaje y la imaginación. A través de la literatura conectamos con los principales mitos y la dimensión imaginaria de la cultura: lo que una cultura sueña, lo que le angustia, lo que anticipa.[44] Lejos de ser antitéticas, las dimensiones realista e imaginaria de los textos de ficción son continuas entre sí porque la propia sociedad se mantiene gracias a la imaginación radical,[45] más exactamente, gracias a instituciones sociales cuyo núcleo es de hecho imaginario. Una cruzada, un lanzamiento espacial o una familia están sostenidos por cómo son imaginados por sus participantes. La literatura imagina el mundo social y las emociones participan en este acto de imaginación. Las emociones nos llevan al núcleo imaginario de las instituciones que, en gran medida, forma lo que llamamos realidad social.

La última razón por la que mi enfoque difiere de una lectura filosófica de la literatura ya se ha mencionado: no es normativo. La literatura es una forma singularmente útil de organizar una discusión sociológica de la emoción porque cuando se examinan sociológicamente y no moralmente, las emociones resultan ser profundamente ambivalentes. Pueden proceder de una multiplicidad de motivos morales y tener efectos contradictorios en la sociedad. La mayoría de las emociones son a la vez propicias y corrosivas para los vínculos sociales, positivas y negativas, morales e inmorales. La literatura demuestra que la vida social y moral de las emociones no se solapa.

 

[1] Pierre Bourdieu, Pascalian Meditations, Cambridge, Polity Press, 2000, pp. 140-141 [trad. esp.: Meditaciones pascalianas, Barcelona, Anagrama, 1999].

[2] “Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo”, Marcel Proust, Du côté de chez Swann, Project Gutenberg, 2001, https://www.gutenberg.org/files/2650/2650- h/2650-h.htm [trad. esp.: Por el camino de Swann, Madrid, Alianza Editorial, 2013].

[3] Robert C. Solomon, “The Philosophy of Emotions”, en Michael Lewis y Jeannette M. Haviland (eds.), The Handbook of Emotions, The Guilford Press, 1993, pp. 3-16.

[4] Philip Roth, Indignation, Boston, Houghton Mifflin Co., 2008, p. 175 [trad. esp.: Indignación, Barcelona, Mondadori, 2009].

[5] Philip K. Dick, Do Androids Dream of Electric Sheep?, Doubleday, 1968 [trad. esp.: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Barcelona, Edhasa, 1997].

[6] Thomas Mann, The Magic Mountain, vol. II, Nueva York, Heritage Press, 1962, p. 255 [trad. esp.: La montaña mágica, Barcelona, Edhasa, 2009].

[7] Por ejemplo: Sonja Lyubomirsky, The How of Happiness: A New Approach to Getting the Life You Want, Penguin Books, 2008 [trad. esp.: La ciencia de la felicidad. Un nuevo enfoque para lograr la vida que deseas, Ediciones Urano, 2010]; Brené Brown, Daring Greatly: How the Courage to Be Vulnerable Transforms the Way We Live, Love, Parent, and Lead, Avery, 2015.

[8] Jack M. Barbalet, Emotion, Social Theory, and Social Structure: A Macrosociological Approach, Cambridge University Press, 2001; Jan E. Stets y Jonathan H. Turner, Handbook of the Sociology of Emotions: Volume II, Springer, 2014.

[9] Richard Sorabji, Emotion and Peace of Mind: From Stoic Agitation to Christian Temptation, Clarendon Press, 2000.

[10] Baruch Spinoza, Ethics, citado en Roger Scruton, Spinoza, Routledge, 1999, p. 31 [trad. esp.: Ética, Madrid, Alianza Editorial, 2011].

[11] George Orwell, “Looking Back on the Spanish War”, 1942, https://www.

orwellfoundation.com/the-orwell-foundation/orwell/essays-and-other-works/ looking-back-on-the-spanish-war/.

[12] Colin Wayne Leach y Larissa Z. Tiedens, “Introduction: A World of Emotion”, en

Larissa Z. Tiedens y Colin Wayne Leach (eds.), The Social Life of Emotions, vol. 2, Nueva York, Cambridge University Press, 2004, pp. 1-18.

[13] Daniel Mendelsohn, An Odyssey: A Father, a Son, and an Epic, Vintage Books, 2018, p. 151.

[14] Sarah Kühl, “The Angel in the House and Fallen Women: Assigning Women Their Places in Victorian Society”, en Open Educational Resources 4, Oxford University, 2016, pp. 171-178.

[15] Sarab Abu-Rabia-Queder, “The Activism of Bedouin Women: Social and Political Resistance”, en HAGAR: Studies in Culture, Polity & Identities 7, n.º 2, 2007.

[16] Catherine Lutz, Unnatural Emotions: Everyday Sentiments on a Micronesian Atoll

& Their Challenge to Western Theory, University of Chicago Press, 1988; Catherine Lutz, “The Domain of Emotion Words on Ifaluk”, en American Ethnologist 9, n.º 1, 1982, pp. 113-128.

[17] Véase Philippe Corcuff, Les nouvelles sociologies. Entre le collectif et l’individuel, Malakoff, Armand Colin, 2017, pp. 11-18.

[18] Edgar Cabanas y Eva Illouz, Manufacturing Happy Citizens: How the Science and Industry of Happiness Control Our Lives, Polity Press, 2019 [trad. esp.: Happycracia: cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas, Barcelona, Paidós, 2019].

[19] Sigmund Freud, The Ego and the Id, Nueva York, Norton, 1962 [trad. esp.: El yo

y el ello, Madrid, Alianza Editorial, 2009].

[20] Sigmund Freud, “Thoughts for the Times on War and Death”, en The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, Volume XIV (1914­1916): On the History of the Psycho-Analytic Movement, Papers on Metapsychology and Other Works, 1957, pp. 273-300 [trad. esp.: “De guerra y muerte. Temas de actualidad”, en Obras completas, vol. XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1976].

[21] “Mental Health Issues Increased Significantly in Young Adults Over Last Decade”, en American Psychological Association, 2019, https://www.apa.org/news/press/ releases/2019/03/mental-health-adults.

[22] Sherry Everett Jones et al., “Mental Health, Suicidality, and Connectedness among High School Students during the COVID-19 Pandemic-Adolescent Behaviors and Experiences Survey, United States, January-June 2021”, en MMWR Supplements 71, n.º 3, 2022, p. 16.

[23] “Facts About Suicide”, en Centers for Disease Control and Prevention, consultado el 10 de septiembre de 2023, https://www.cdc.gov/suicide/facts/index.html.

[24] El gusto personal y las limitaciones de espacio me llevaron a omitir varias emociones clave, entre ellas la culpa o la alegría.

[25] Howard S. Becker, Telling about Society, University of Chicago Press, 2007.

[26] Germaine de Staël, Delphine, Firmin-Didot, 1887. Uso sentimientos y emociones indistintamente.

[27] Albert Camus, L’étranger, París, Gallimard, 1966 [trad. esp.: El extranjero, Madrid, Alianza Editorial, 2012].

[28] Por ejemplo: Ineke Bockting, Character and Personality in the Novels of William Faulkner: A Study in Psychostylistics, University Press of America, 1995; Bernard J. París, Character and Conflict in Jane Austen’s Novels: A Psychological Approach, Routledge, 2017.

[29] Isaiah Berlin, The Crooked Timber of Humanity: Chapters in the History of Ideas, Princeton University Press, 2013, p. 3 [trad. esp.: El fuste torcido de la humanidad: capítulos de historia de las ideas, Barcelona, Península, 1992].

[30] Keith Oatley, Such Stuff as Dreams: The Psychology of Fiction, John Wiley & Sons, 2011, p. 111.

[31] Roland Barthes, “Longtemps je me suis couché de bonne heure”, Oeuvres complètes, t. III, París, Seuil, 2002, p. 835.

[32] Jon Elster, Alchemies of the Mind: Rationality and the Emotions, Cambridge University Press, 1999, p. 48 [trad. esp.: Alquimias de la mente: la racionalidad y las emociones, Barcelona, Paidós, 2002].

[33] Como lo expresó Mariano Longo: “Las emociones se basan en guiones cortos y prototípicos, por ejemplo, en historias imprecisas de lo que significa sentir, manifestar, observar emociones o participar en interacciones emocionales”, en Emotions Through Literature: Fictional Narratives, Society and the Emotional Self, Routledge, 2019, p. 12.

[34] Lisa Zunshine, Why We Read Fiction: Theory of Mind and the Novel, Ohio State University Press, 2006, p. 6.

[35] Ibid., p. 5.

[36] Por ejemplo: Martha C. Nussbaum, The Fragility of Goodness: Luck and Ethics in Greek Tragedy and Philosophy, 2.a ed., Cambridge University Press, 2001[trad. esp.: La fragilidad del bien: fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega, Madrid, Visor, 1995]; Martha C. Nussbaum, Upheavals of Thought: The Intelligence of Emotions, Cambridge University Press, 2003 [trad. esp.: Paisajes del pensamiento, Barcelona, Paidós, 2008].

[37] Barbara Carnevali, “Literary Mimesis and Moral Knowledge”, en Annales. Histoire, Sciences Sociales, vol. 65, Éditions de l’EHESS, 2010, pp. 291-322.

[38] Homero, The Iliads of Homer, trad. de George Chapman, Project Gutenberg, 2016, https://www.gutenberg.org/files/51355/51355-h/51355-h.htm [trad. esp.: Ilíada, Madrid, Gredos, 2019].

[39] Heinrich von Kleist, Michael Kohlhaas, Hoboken, NJ, Melville House, 2004 [trad. esp.: Michael Kohlhaas, Barcelona, Alba, 2007].

[40] Thomas Hardy, Tess of the d’Urbervilles: A Pure Woman, Project Gutenberg, s.f. [trad. esp.: Tess, la de los D‘Urberville, Madrid, Alianza Editorial, 2006].

[41] Marcel Proust, Du côté de chez Swann, op. cit.

[42] Como definió Barbara Carnevali: “Deberíamos entender este término [moral] en un sentido más cercano a sus orígenes etimológicos —es moral el conocimiento que se refiere a las costumbres— y concebir el papel del moralista como lo hizo, por ejemplo, Friedrich Nietzsche: no como un predicador que condena la decadencia de las costumbres en nombre de valores superiores, sino como un escritor-erudito, un experto versado en el conocimiento analítico y axiológicamente neutro de las diferentes valoraciones éticas en las que puede manifestarse la vida humana”, en “Literary Mimesis and Moral Knowledge”, op. cit.

[43] Marcel Proust, Remembrance of Things Past (vol. 3): The Captive, the Fugitive, and Time Regained, Nueva York, Vintage Press, 1982, p. 945 [trad. esp.: En busca del tiempo perdido: vol. 5, La prisionera; vol. 6, La fugitiva; vol. 7, El tiempo recobrado, Madrid, Alianza Editorial, 2011].

[44] Paul Filmer, “Structures of Feeling and Socio-cultural Formations: The Significance of Literature and Experience to Raymond Williams’s Sociology of Culture”, en The British Journal of Sociology 54, n.º 2, 2003, pp. 199-219.

[45] Cornelius Castoriadis, “Radical Imagination and the Social Instituting Imaginary”, en The Castoriadis Reader, Blackwell Readers, Oxford; Cambridge, Mass, Blackwell Publishers, 1997, pp. 319-337 [trad. esp.: “Imaginario radical, sociedad instituyente, sociedad instituida”, en La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquets, 1989].