José Luis Trullo.- No, yo no voy a dar mi opinión sobre El odio. No voy a enredarme en abstrusas disquisiciones sobre la colisión entre derechos y libertades, ni si hay que prohibir o tolerar la circulación de libros execrables sobre personajes repulsivos (ni ha sido el primero, ni será el último). No me voy a posicionar. No diría nada que no se haya dicho ya, ni poseo argumentos definitivos para refutar a tirios o a troyanos. Tengo la mala costumbre de fatigarme ante la perspectiva de participar en debates masivos que enseguida desembocan en algarabía ensordecedora, cuando no en ramplón maniqueísmo. La orgía mediática se la dejo a los caníbales virtuales. Yo soy más de menú de la casa, de directa interlocución. de debate cara a cara,

Si decido dar un paso adelante y escribir algo es a propósito de una de las  inesperadas de este turbio asunto; el anuncio, por parte de «las librerías» (?) de que no van a vender el libro de marras.

De entrada, desconozco si «las librerías» son un gremio compacto que actúa como una brigada militar, al mando de un único líder que decide qué se vende y qué no; de ser así, me preocuparía. En una sociedad abierta de libre mercado, yo creía que cada establecimiento comercial podía decidir, soberanamente, qué productos pone a disposición de sus clientes y cuáles no, siempre que sean legales y se sometan a los controles administrativos de rigor.

Lo más risible es que, en pleno siglo XXI, «las librerías» crean que lo que ellas decidan va a tener alguna influencia (material o moral) en el decurso de los acontecimientos. Yo imagino que ellas imaginan que todo sigue como antes, cuando en el siglo pasado la circulación de los libros dependía de la autoridad competente y de un puñado de privilegiados que concedían o no el «nihil obstat» al material impreso que arribaba mansamente hasta la población. No, señoras y señores libreras y libreros, esto ya no funciona así: en la era de internet, la ciudadanía tiene derecho a decidir (¿les suena?) qué compra y qué no, por mucho que nos desagrade su pésimo gusto al elegir.

Yo, desde luego, no solo no compro basura inspirada en hechos nauseabundos (ni siquiera he leído A sangre fría, ya ven qué pacato soy): tampoco consumo esos execrables true crimes que hacen las delicias de miles de abonados a las plataformas televisivas, seguramente los mismos que se rasgan las vestiduras porque ahora el asesinato lo pueden emplear para seguir propalando sus degeneradas consignas  genéricas (¿se escandalizarían si la infanticida fuese mujer?). Mi régimen lector obedece a criterios sumamente restrictivos: apenas leo novedades -y estas, casi siempre acerca de temas anticuados a ojos del snobismo imperante-, me nutro sobre todo de ejemplares descatalogados y prefiero la paciente búsqueda de títulos que se inscriban en mi propio itinerario intelectual que en las cambiantes prescripciones del día. No soy mejor ni peor que otras personas adictas a los libros, pero desde luego comparto muy poco con esas que componen su dieta lectora en base a lo que dispongan «las librerías» (o sus hermanos mayores: los suplementos culturales de ciertos periódicos otrora prestigiosos)… No necesito que nadie me oriente, me sugiera, me aconseje: prefiero vagabundear por mi cuenta, sin apelar a condescendientes paternalismos expresados por quienes, en el mejor de los casos, tendrán su propio criterio / interés para recomendarme tal o cual obra, pero que se me antoja perfectamente prescindible en el viaje solitario de aprender según el método científico: experimento / error.

Que «las librerías» (esos establecimientos obsoletos que, al paso que van y con los pasos que dan, se tendrán bien ganado el olvido por parte de la población) se arroguen un papel que nadie les ha pedido ni les reconoce, el de jueces de lo que debemos o no leer, resulta tan patético y anacrónico que se me cae la cara de vergüenza ajena. Las librerías no son farmacias: carecen de legitimidad para prescribir con qué debemos curarnos o intoxicarnos. Ya  en su momento me preguntaba si hay que despedirse de «las librerías» como agentes culturales de referencia; cada día que pasa me ratifico en mi convicción de que, definitivamente, están en vías de extinción. Y, desde luego, el secuestrar la libertad de la ciudadanía de elegir qué puede leer y qué no puede que acelere este proceso, me temo que ya irreversible.