Ricardo Martínez.

Esto sí es escribir-hablar del amor, creo que se dirá el avezado lector de estas miniaturas repletas (ahítas) de sensibilidad poético-literarias; y de un entrañable realismo humano: “Erik es bello y, por lo tanto, exigente. La pequeña Karia lo ama con locura. Lamentablemente ella es algo pasional; él, lamentablemente también, algo frío. Qué se le va a hacer. Son así. Por lo general, la gente opone en vano resistencia a las predisposiciones. Él es dibujante, y ella se destaca por hacerle retratos. Escribe una pieza exaltada sobre él. Él lee el resultado, lo pone por los suelos y de pronto no quiere saber nunca más de ella. ¡Pobre admiradora!”

La literatura es un paisaje abierto, un lugar seductor, incluso con su algo de mítico, donde toda circunstancia habida entre dos protagonistas, un hombre y una mujer, puede tener cabida como descripción, como ejercicio amoroso hecho con palabras, como geografía elaborada con un cuidado minucioso para que a ninguno, sea río o riachuelo, le falte algo del agua que le otorga identidad, que le da vida.

La literatura es un lugar sin fin donde pudiera parecer que cuanto vive lo hace como en silencio, pero es solamente un silencio aparente: debajo de la superficie del papel están, vívidos, cuantos aconteceres se puedan sugerir o soñar entre un hombre y una mujer; y aún cabrían muchos más: cada día podría aportar escenas, paradojas, elusiones nuevas donde poder desarrollarse libremente.

Y ahí, en ese paisaje cautivador y variado, colorido, reluciente, tiene cabida también, en el lugar que fuere (casi en la actitud que fuere) el lector quien, curioso por la naturaleza que le ha sido otorgada cuando ha nacido, podrá interesarse por el final de la trama.

Que nunca será el final del todo, pues en cada lector, al modo de cómo las aguas de un río pueden llegar al mar, se bifurcan los finales al modo como haya sido concebido el corazón y la inteligencia del que lee. Por ejemplo: “Schocolada estaba sentada en el coche, envuelta en el más noble de los marrones, que tenía, por sí solo, una manera de hablar muy distinguida; Fragmentino, un galán de los de libro, si bien, por lo demás, imbuido de un sentido práctico de la vida, se había quitado el sombrero respetuosamente y estada de pie junto al automóvil, que, presto para partir, resplanecía y miraba en todas direcciones. El chófer aguardaba la leve indicación de Schokolada, pero esta parecía no tener prisa. La actidud de Fragmentiono tenía algo de mancebo. El olor de su traje delataba la velocidad de la compra en la tienda de confecciones”

Y ahora continúa tú solo, lector, a solas, al otro lado te espera, sencillamente, una forma de leer y entender; una forma de bien.