Por Antonio Costa Gómez.
Hace unos años murió Lino Silva. Era un pintor y poeta de Cambados, en Pontevedra. Tuvimos muchas vueltas y aventuras, visionarias y patéticas, por Compostela. Fuimos a ver juntos la película “El dragón del lago de fuego” y le tuve que pedir el dinero a una mujer que ganó un premio de poesía que yo convoqué en un programa de radio, porque en ese momento no tenía ni para la entrada.
Como pintor hizo una pintura perturbadora, que pasó de una época de esperpentos terribles a lo desdibujado a la manera de Francis Bacon o las mezclas difuminadas de imágenes. No llegó a tener mucho éxito, pero encontró admiradores fervorosos en toda España y todos los restaurantes de Cambados tenían sus cuadros.
Una vez fuimos a comer al restaurante Chocolate en Vilagarcia, donde comían Julio Iglesias o Felipe González, nos pusieron marisco, y él pagó con un dibujo y yo con un poema sobre los calamares.
Me acuerdo de “El pozo prohibido”. Lo ilustró con imágenes de la época romántica pasados por la audacia moderna, viejos-rocas que salen del mar, con padres-otoños con sus niños junto a la ventana.
Hablaba de flores desenfrenadas e interminables: “La rosa sigue llorando sarmientos/ con lágrimas de rocío sangrante/ en su contemplación más altiva”. Del alma de las ruinas góticas, como la que él admiraba en Cambados: “Alma afilada con la noche/ en las viejas ruinas…/ De los viejos necrófagos corazones/ e ideas perdidas en el espacio. De repentinos ángulos de visión: “Cuando se despierta la hoz abrileña/ y el tiempo sueña/ temporales metafísicos”.
Tenía un romanticismo descoyuntado, convertido en ponzoña, en vitalidad de aguardiente. Nos llevaba a los pozos prohibidos por las convenciones sociales, desde los cuales se ven negras las estrellas.
Tenía un tremendismo de novela gótica, un lenguaje de William Blake pasado por Lovecraft.
En el poema de amor delirante “Quiero ser pasto de tus hombros” pretendía fundirse frenéticamente con el cosmos: “Quiero devorar a trozos las tormentas, / despertar el aura del tejado;/ abrazar la ira de los dioses,/y sentir las venas del planeta”.
Quería despertar el aura, esa que ya no existe según Walter Benjamin, y sus poemas son como el aura convulsa y estremecida.
En “Ciudad de grito” recuerda a los expresionistas centroeuropeos que prolongaron el romanticismo: “De las columnas férreas de la fábrica/ salía un loco desnudo gritando;/ un niño-nube le decía cosas/ y un paraguas olvidado en una esquina/ esgrimía su oración plañidera”.
Yo en un tiempo decía que las mujeres no tenían que besar a los sapos porque fueran príncipes disfrazados, sino simplemente por ser sapos, por ser diferentes y ser lo que eran, con sus panzas hinchadas junto al agua. Pero Lino Silva escribía que los sapos en realidad eran príncipes dominadores y aplastantes: “Estáis en vuestros cuentos/ de viejos sátrapas del universo;/en unión de vuestras gatas mefistofélicas/ repelentes y ciegas de ira…” No había quien engañara a Lino Silva.
Dábamos vueltas por el barrio marinero de Cambados tomando tazas de Barrantes. Hablábamos con marineros durante horas mientras tomábamos queso sobre los suelos de tierra. Tenía todos los restaurantes de la ciudad llenos con sus cuadros.
Y las lápidas del cementerio estaban llenas con sus epitafios. El cementerio tenía unas ruinas con unos arcos góticos rotos que parecían de un cuadro romántico alemán. Y sus epitafios eran como poemas escurridos. Igual que Víctor Segalen escribió entero de “Estelas”.
Le gustaba el romanticismo grotesco y valleinclanesco. Le gustaba lo tortuoso y lo nocturno. Andaba en una moto diminuta con su cuerpo rechoncho en las afueras del pueblo cazando mariposas. Tenía una colección mágica de mariposas y de pieles de serpientes.
Editaba libros que él mismo ilustraba y encuadernaba. Traducía los poemas de Robert Burns y les ponía dibujos.
En “Ópera Parienta” le dedicaba poemas a las letras, a las putas de los coches y a los hoteles oscuros. En “Un puñado de poemas” hablaba de llamadas agobiantes, de las hierbas emponzoñadas, del coco gigante nocturno.
En “El pozo prohibido” decía: “Tengo la impresión de que el sufrimiento no cambia, solo cambia la esperanza”. Ponía una cita de Heidegger: “La palabra es un gran peligro, el peligro de los peligros para el hombre”.
Y él quería meter en las palabras aquel peligro. Zarandearnos con el humor y el desgarramiento. Apabullarnos con paradojas y visiones desquiciantes.
Fue un poeta muy interesante. Un poeta libre y radical que soltó sus palabras igual que sus pinceladas. Parecía sonámbulo pero se enteraba de todo mejor que nadie. Y su poesía era lúcida a través del descoyuntamiento.
Me repito sus versos en que se aparta de la multitud: “Multitud errante de grito sabidúrico, como manada de búfalos oligofrénicos;/sobrevives por tus campiñas blancas/ el soberbio temporal de plazas enviudadas”.