Hay distintos William Burroughs. El autobiográfico de Queer o Jonqui, El más experimental de Nova Express, El almuerzo desnudo o El tiquet que explotó. Pero también está el escritor maduro de la trilogía de las “Ciudades de la noche roja”, que desafía todos los límites, explora las posibilidades de la novela y consigue un equilibro perfecto entre experimentación formal y contenido narrativo.
Si en los cut-ups se cortaban y combinaban páginas de un diario o texto cualquiera, en la trilogía de las “Ciudades” Burroughs recombina relatos, fragmentos de varias novelas, que tienen lugar en distintas épocas y localizaciones, tratando así el autor de trascender el tiempo y el espacio. Vulnerar, al fin y al cabo, la realidad. Pero para poder curarse del virus de la palabra, Burroughs, paradójicamente, no tiene otra fórmula que la misma palabra. La literatura es para Burroughs enfermedad y curación y trata, a través de ella, de emprender su lucha contra el control que ejerce el poder del lenguaje.
La primera parte de la trilogía, Ciudades de la noche roja, es una suerte de novela de novelas que funcionan como cuerpos autónomos que se entrelazan formando un organismo híbrido. Los personajes saltan de un espacio a otro, mutan, como mutan los escenarios, trasgrediendo todos los pactos narrativos. Burroughs, como si de un Joyce hipnótico se tratara, captura el espíritu de su época en un alucinado relato en el que caben piratas, buscadores de tesoros, guerreros, investigados privados y seres mutantes de ciencia fic
ción. Como en casi todas las obras del autor de Nova Express en esta novela, “caleidoscopio de pavores”, hay una malsana querencia por lo obsceno, por los virus, las conspiraciones intergalácticas y la violencia. También por las enfermedades como armas de control social, rituales de magia y sexo y las relaciones homosexuales. En algunos de los episodios, desconectados entre sí, se muestran escenas de batallas, de exploraciones de ciudades míticas o de extrañas orgías.
El tiempo y el espacio, como los relojes de Dalí, parece derretirse. Burroughs compone sus novelas como un pintor no figurativo, atendiendo a pulsiones estéticas, a relámpagos que le son dictados como revelaciones. Todo, al final, está conectado para el artista. Porque la realidad ha dejado de existir. El espacio-tiempo, sabía muy bien nuestro autor, se puede trascender a través de la escritura. Y esta novela parece dar cuenta de ello.
El lector de Burroughs tiene en sus manos una máquina del tiempo, un virus que es al mismo tiempo un experimento contra la realidad, contra la sociedad y contra la impostura de una literatura encorsetada.