Una “novela” cósmica, distópica y poética

La novelística de Alfonso García-Villalba ha ido ganando en densidad y calidad desde su más narrativa y onírica Homoconejo (2016), pasando por su poética y simbólica Signos hermenéuticos de una nueva melancolía (2021), hasta llegar a la que, de momento, podría ser su mejor obra: La nueva subjetividad (2024). En este trabajo su autor hibrida géneros para construir una suerte de epopeya lisérgica (o distopía pastoril) que muta desde la belleza convulsa de la prosa poética a la teoría-ficción, distanciándose de lo narrativo más tradicional de un modo consciente y deliberado. El narrador se parapeta en un lirismo repleto de imágenes que van y vienen, con una cadencia que parece remedar esas mismas imágenes a las que recurre: la arena cambiante y envolvente del desierto, las aguas azules de una piscina, el cuerpo de una mujer flotando en el agua, el fuego, la habitación de un hotel, un teléfono que suena.

La escritura es tematizada a través del cuerpo, de lo físico, de lo carnal. El narrador parece no saber distinguir entre su voz, sus recuerdos y su identidad. Una identidad fagotizada por el texto. Los límites, las categorías se desbordan. Llega a revela este narrador que no sabe si es él mismo quien narra o un personaje que ha sido evocado, con la intención de infectar la realidad. El lenguaje, en último término, es de urdimbre burroughsiana, un virus que contamina el “relato” para subvertir los estatutos de la ficción. Así, la novela (entendida no como relato sino como composición total que todo lo contiene) avanza a golpe de intuiciones, de pálpitos, de imágenes, de pulsiones. Imágenes que no solo responden (como ocurría con más insistencia en Signos Hermenéuticos…) a un signo simbólico, sino también a un pathos, a una sensibilidad: el sexo, la disolución del sujeto, la soledad, el amor. En concreto el amor cuya expresión es solamente posible a través de la escritura.

Pero la novela, a pesar de su independencia diegética, canaliza su discurso a través de una serie de injertos, “sampleos” que emergen a lo largo y ancho del texto. Desde los explíticos: Kristeva, Thacker, Bègout, Land…, hasta otros que laten como caja de resonancia referencial: Bellatin, Barthes, Woolf. Intertextos acoplados con equilibrio, que enriquecen la novela y que coadyuvan a desdibujar los límites genéricos de la misma. De hecho, hemos llamado a La nueva subjetividad novela por economía, porque podría también ser la rescritura de una novela pastoril, un ensayo de crítica ficción o un poema en prosa filosófico.

El texto se desliza, ondea como las dunas de arena del desierto, un desierto que amenaza con anegar una Murcia distópica y que se mimetiza de un modo orgánico (y escritural) con el discurso del narrador, con sus pensamientos, con la escasa trama. Esta textura recursiva, compleja y bien lograda, hace que la novela cobre un sentido y una estética seductora, que impele al lector a adentrarse en sus pliegues, repletos de misterio, de belleza, de reflexiones intrigantes. El narrador se disipa y deja paso al texto, porque el escritor, como Barthes explicaba, “es una criatura del lenguaje atrapado en la guerra de las ficciones”. La nueva subjetividad es una ficción, pero una ficción en contra de todo: de la novela de personajes y argumento, de los géneros y de la propia noción de ficción vs realidad. Aquí los personajes no son recursos al servicio de una trama. Son fantasmas que deambulan en el éter nebuloso de una fábula poética que se nutre más de elementos telúricos que gramaticales.

Alfonso García-Villalba nos regala una obra de gran envergadura, de una belleza cósmica pero que se articula a través de un discurso autoficcional fantástico, que simula desbordarse pero que está muy bien contenida, espléndidamente pensada y con vocación de clásico. Un texto que es también una experiencia sensorial y emocional: un disfrute para los sentidos.