
Foto: Javier Casares
Por Jorge de Arco.
Dos años atrás, Antonio Manilla recogía en La lengua de los árboles, una antología que reunía una muestra de sus nueve poemarios editados hasta entonces. En ella, el escritor leonés clareaba con su verbo todo aquello que pudiera ser oscuridad. Porque en sus páginas respiraba una voluntad restauradora, un afán liberador muy cercano a lo catártico. En la propia semántica de sus versos latía, a su vez, una conciencia que batallaba por hacerse comprender, que no se oponía a que su palabra resonara entre las esquinas del alma para saberse aún más terrenal:
Lo que quieras hacer, procura hacerlo ya.
Mientras el sufrimiento se mantiene alejado
del portal de tu cuerpo.
Ama, porfía, cede o triunfa ahora.
Sé parte de la noche
mientras arde tu estrella entre los astros.
Ahora, Pre-Textos, publica en su colección La Cruz del Sur Lo que deja de verse del fulgor, un volumen que se adentra en la penumbra de lo intangible, desnudando la danza entre el ser y cuanto pueda desvanecerlo. En su decir, Antonio Manilla se enfrenta al desvelo de lo que se pierde en el horizonte de la percepción, al misterio de lo no dicho, al fulgor que se disuelve, dejando sólo la sombra de lo ido. Cada verso parece rasgar el velo de la realidad, buscando lo que se escurre entre los dedos del tiempo y cuanto, sin embargo, permanece detrás de la mirada.
No fíes al futuro lo que ahora,
en este mismo instante,
llama a tu puerta con premura.
(…)
Mira en la lontananza esos azules
que arrastran a la noche lo visible:
es un suspiro el día,
la vida un soplo,
ceniza, sombra, fábula.
Y, mientras te decides,
el mañana de ayer ya se está yendo.
Al hilo de estas páginas, el yo lírico se convierte en un espectador de cuanto se escapa, de lo que se disuelve entre los pliegues del universo, entre la mirada humana y el abismo del sentido. La luz y la oscuridad no pareciesen opuestos, sino cómplices entrelazados que se confunden en una suerte de singular simbiosis. Desde ella, las certezas se fragmentan y las ensoñaciones se tornan símbolo mutable de la existencia.
Dividido en cuatro apartados, “Cosas que no verá ningún astrónomo”, “Pensamientos verdes sobre el cielo azul”, “Relámpago y hoguera” y “Lo que deja de verse en el fulgor”, el poemario se unifica en el abrazo de lo indescifrable, en la huella de una incertidumbre que sabe a mortal mañana y que, sin embargo, forma una alianza frente a lo subjetivo y lo efímero:
Alguien ya sabe que la de hoy será
su última noche sobre el vario mundo.
(…)
Un hombre es todo y nada,
miserias y deseos, agua y sed,
principio de un linaje, extinción de una estirpe,
átomo y firmamento, variación
y escrita partitura. Él bien lo sabe:
cada uno puede serlo porque somos
infinitos en el plural espejo.
La hondura de la palabra y la incesante meditación conjugan sabiamente a la hora de confrontar los resquicios vitales de lo cotidiano y su innegable transformación. Aquello que se conoce puede llegar a desestabilizarse a través de esa mudanza que no termina de cerrar las cicatrices. Y lo emotivo y lo racional se enfrentan a la propia vulnerabilidad del sujeto poético en el afán de reconstruir lo más frágil, lo que nos hace, al cabo, fieramente humanos:
Lo que se esfuma y permanece
La simiente caída
en un claro del bosque,
el fuego, el tigre, el río.
Cuanto deja de verse en el fulgor.
(…)
Nuestro gesto final:
la chispa que refulge apenas un instante
contra la oscura noche
–con nostalgia de vida entera-
alzada de la lumbre
de este continuo irnos que es vivir.