Por Ricardo Martínez.

Atendiendo a la idea de viaje (vida-muerte) y al gran símbolo, el mar, que ocupó buena parte de su obra (tal vez la más significativa) canta el poeta: “¡Te invocamos, marea!, avizoramos, foráneo oleaje, tu errante recorrido por el mundo. Y si fuera menester, más libres, más lozanas nos mantendremos para la acogida, nos despojaremos ante la mar de todos los utillajes y de cualquier memoria”.

Canta y su canto alude, a la vez, obsérvese, no tanto al amor, la gran argumentación que alimenta a la naturaleza, sino a la idea del amor, a una idea del amor que, universalizada, trasciende el sentir y el significado de cuanto vive, de cuanto tiene color, de cuanto piensa, de cuanto es, pues, junto al canto general de la significación y la belleza en permanente crecimiento, está la idea panteísta a través de la cual cuanto vive (y es) tiene forma y color y puede llegar a obtener un valor próximo a lo religioso.

Su obra, desarrollada fundamentalmente a través del poema, nos viene dada a través de una composición expresada en un gran ritmo interno musical. Bien a través de la más amplia expresión del verso libre, extenso, manifestado en un lenguaje de prosa poética que, en el fondo, parece equivaler a un mar irreversible y eterno, bien como el verso rimado en la forma al estilo tradicional del verso corto, medido.

“Oh, Mar nodriza del más excelso arte, te ofrecemos los cuerpos purificados en los recios vinos del drama y de la multitud. Dejamos a la vista de la mar, como en los aledaños de los templos, nuestros indumentos de teatro y los estrafalarios atavíos de escena”. El caso es que, para el lector, pronto es vívida la sensación de estar convertido en un observador estético, equilibrado, acogedor como los márgenes generosos del horizonte; el que siempre va más allá de sí.

Todo hombre, toda mujer, curiosamente, aunque lo cantado sea el verde feraz de la vegetación o el sueño animado del viaje, están, a la vez, siempre presentes en esta oda envolvente que favorece una forma de bien y la libertad deseada a través de la palabra que, tantas veces, tiene visos de oración mitológica, trascendente, evocada e invocada.

Al tiempo, su decir no permanece en el aire como un signficado ajeno, sino que se transmuta en los deseos y los anhelos de lo humano hasta en sus detalles más nimios, pero a la vez definidores, propios: “Anciano de manos desnudas, / de regreso entre los hombres, ¡Crusoe!/ imagino que llorabas, cuando desde las torres de la Abadía se / derramaba como un diluvio sobre la Ciudad el sollozo de las campanas…”

Y la humanización de la invocación implícita en el canto resuena como extensa y abarcadora, como explicitud y llamada, como liberación: “¡Oh Desposeído! Llorabas al pensar en los rompeolas bajo la luna; en los silbos/ de las riberas más lejanas; en las extrañas músicas que nacen y / se atenúan bajo el ala envolvente de la noche, / como las secuencias de espirales que son las ondas de una caracola, en la amplificación de los clamores bajo el mar…”

De algún modo es aludida también la noche, la orilla, como llegada, como conclusión. El viaje es la vida, el medio es el mar y, todo ello, el sueño que alimenta el deseo, toda posibilidad en el extraño e indefinido viaje que consiste en vivir, en ser.

Digamos de este texto, a mayores, que la versión al castellano resulta fiable, convincente, y el hecho de que el libro tenga la condición de bilingüe -guardando también lengua original en que fue escrito-, del resultado de su lectura cabe reconocer que el lector obtiene gratitud lectora.

 

Saint-John Perse: Obra poética (1904-1974)
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2025