Daniel González Irala.

A través tal vez de un perro que ladra y muerde, atributos que no le son dados ni a la protagonista de esta genial novela, ni a su amante, el críptico y casi ciego profesor de griego con dos alumnos más que estudian la lengua muerta desde un sentido filosófico, y no solo lingüístico como pretende hacer ella, alguien que perdió como si un dislate de realismo mágico se tratase, toda capacidad con el lenguaje, y que debe empezar por traducir en signos complejos para quién no conozca el griego antiguo, y menos el surcoreano —al primer respecto, la novelista Premio Nobel asiática, agradece desde un final crediticio que huye del múltiple personalismo, a su traductora de griego clásico, gracias a la que supo no solo esa primera palabra: bosque, que se representa como una pagoda en miniatura visualmente— al menos desde la caligrafía.

Poca peripecia y mucha poesía tiene, por otra parte esta aclamada novela, que encuentra en su tristeza no un hombro en el que apoyarse, sino más bien en que superarse, habida cuenta de que para que el profesor les hable de Platón y sus diálogos socráticos, y así es como la cotidianidad del esfuerzo por comprender que también hace el lector, choca con un punto de inflexión a través del que conocemos otra de las verdades, que el docente es alemán y por más que se esfuerce en aprender surcoreano jamás podrá comunicarse como quisiera con este ser de calma debido a que el lenguaje de signos que lo permitiría no es igual en Alemania, país del que es oriundo, que en Corea.

Pero ¿cómo y ante la ociosidad lingüística tanto del estudiante de Filosofía con acné y del otro posgraduado con problemas familiares que abandona su periplo antes de tiempo, ella consigue avanzar? La razón se encuentra no solo en tanto su capacidad caligráfica en que se empeña con tesón, sino como un arma donde el resto de los sentidos actúa por igual, convirtiendo este periplo en especialmente apto para lectores hipersensibles y a la vez poco dados a lo cursi, por lo que exigentes igualmente.

De aliento y duración corta, todo empieza con una admiración por Jorge Luis Borges desde uno de sus libros sobre budismo, que no sabemos bien si custodiaba en lo que imaginamos lo que la alumna piensa que es su obra o solo desde su biblioteca, un lugar aventajado, o también y quizás por ello especialmente solitario.

Se nos cuenta igualmente con una ambigüedad digna de encomio como «el psicoterapeuta de  pelo canoso al que iba a ver semanalmente por el insomnio que sufría desde que había tenido que enviar a su hijo con su exmarido pensaba que ella se negaba a reconocer las causas más que evidentes de su problema» y que «hay inevitablemente algo dudoso e insatisfactorio en toda argumentación lógica, ya que son como una red de la verdad y la mentira a través de la cual escapan los sufrimientos, arrepentimientos, obsesiones, tristezas y debilidades del ser humano». Todo ello hace acordarnos de un filme como «Poesía» más narrativo y de personajes, y que estira menos ese músculo a trabajar de la imaginación. En el filme de Lee-Chang-dong, siendo ambas propuestas tan aparentemente antitéticas, al estar concebida desde la imagen esta, y desde la palabra la que nos ocupa, se nos habla de cómo se puede ser poeta a pesar de todos los obstáculos habidos y por haber, o en ambos igualmente, resultar poesía, lo que acaba por no ser poco, dado lo poco que tiene ver su origen etimológico —me refiero al de poesía— con toda posible explicación racional, o no solo.