Elena Marqués.- Hace unos meses cayó en mis manos, gracias al prologuista y artífice de la edición, una de las recopilaciones de artículos periodísticos de Julio Camba publicada por Renacimiento. Se trataba del volumen dedicado a la capital francesa, y lo disfruté y reseñé con mis pocos mimbres y mi mucho interés por todo lo que, como entusiasta viajera, me abre los ojos a lo que no sea mi propio ombligo.
Ya en aquella oportunidad comenté que los textos del corresponsal gallego caían en ciertos tópicos inevitables (que si los franceses son chovinistas por definición, que si en algunas cuestiones normativas y sociales estaban a años luz de nosotros), que se basaban en bastantes ocasiones en el mero contraste o comparación de entidades nacionales distintas, y que a veces se limitaban a dibujar anécdotas o chascarrillos de poca trascendencia histórica. Sin embargo, ninguno de aquellos articulillos, en su aparente sencillez y tendencia al reduccionismo o al cliché, carecía de profundidad y valor, tanto antropológico y social como, sobre todo, literario. E intuyo, además, que el lector español de entonces quedaría muy complacido con tan graciosos dardos lanzados a los vecinos transpirenaicos.
En Viviendo a la inglesa vuelve Ricardo Álamo a reunir para los entusiastas lectores del cronista gallego un cúmulo de artículos de similares características en lo que se refiere a eso de filosofar sobre el carácter ajeno según los parámetros propios. Y, como en el caso anterior, los españoles salimos ganando. Quizás porque el autor pontevedrés nos mira haciendo gala de una cualidad (imprescindible, de otra parte, para transmitir verismo y humanidad) que es la ternura; algo que nos suele asaltar a todos cuando estamos fuera de casa durante un tiempo prolongado. Estoy pensando, por ejemplo, en el asunto tan real de «Despedidas españolas», que, me da la impresión, sigue siendo tema de chistes actualmente; o, en línea parecida, «Un incendio a la española», más otros tantos artículos en los que Camba compara los comportamientos y condición de franceses, ingleses y españoles con tanta frescura como acierto.
Los temas de los textos aquí reunidos, teniendo en cuenta que ascienden a 69 y que fueron publicados en El Mundo entre 1910 y 1912, son muy variados. Asistimos con don Julio a la coronación del rey Jorge V, al robo de la Gioconda en el museo del Louvre, a la inauguración de la New Opera House, a una manifestación de sufragistas con un texto políticamente incorrecto más de un siglo después. Conocemos su opinión sobre políticos como Roosevelt o Guillermo II en «La personalidad del Kaiser», nos da noticias escabrosas propias de un periódico sensacionalista («Mientras más viejo»), se hace eco del déficit de huevos, algo desastroso para el desayuno inglés, o de la hazaña deportiva de Burgess al cruzar el canal de la Mancha. Analiza someramente la «inglesidad» de Dickens, se pregunta dónde se han escondido los dramaturgos nacionales… Recorre, pues, noticias de ámbito político, deportivo, económico y cultural, como todo buen corresponsal que se precie.
Pero mis favoritos son aquellos textos que, como reza el título del libro, nos sumergen en la vida cotidiana de ese pueblo que nos resulta incluso hoy, globalización mediante, tan distinto y distante. Por ejemplo el divertimento titulado «La conversación del té», una escena transformada en pequeña obra de teatro con observaciones idiomáticas incluidas (hay alguna otra referencia a esa lengua demoniaca que decía no dominar, como en «Hablemos en cockney») que termina con un camarero alemán muy inglés recogiendo esa vajilla «que es infinita y pintoresca». Simplemente fantástico.
Por supuesto no faltan referencias al carácter flemático, correctísimo y amante de las leyes y el orden de los habitantes de la pérfida Albión (léase la desternillante entrada «Los elegantes y los cursis»); a su influyente (en el temperamento, claro: naturaleza humana y meteorológica van de la mano) clima detestable; al gusto por los pastelitos y por las pintas; a las aficiones de interior y la tendencia al asociacionismo y a la responsabilidad solidaria a pesar de que, sostiene Camba, los ingleses no tienen corazón (léase, por ejemplo, el artículo sobre «Los policías voluntarios»)…
Y todo este análisis se ve atravesado, además, por un peculiar sentido del humor, por el empleo bien medido de una ironía que veo aún más incisiva que en otras crónicas. A su agradable lectura contribuye, por supuesto, la longitud misma de los artículos («lo bueno, si breve…»), más una adjetivación francamente ingeniosa («A mí un francés me parecerá siempre una cosa grasienta y enfática»), un estilo muy directo y vivo trufado de diálogos en los que se deja oír con claridad la voz inteligente y aguda del periodista, muy a menudo presente en un yo explícito y entusiasta («Por no ser erudito, yo no lo soy ni siquiera de mí mismo»), y un lenguaje, rico, variado pero accesible que convierten este volumen en un libro divertido y recomendable para todos los públicos. Incluso para quienes puedan creer que la mejor forma de vivir es hacerlo a la inglesa.