Rafa Cervera.
Basada en un dogma de amor y protección que puede ser una bendición o un infierno, la familia es la más inquietante de las instituciones humanas. Es un club al cual uno pertenece sin haber pedido ingresar, y del cual es imposible darse de baja en caso de hartazgo o de dificultad para pagar la cuota. Imagino que es por estos motivos, o por otros muy similares, por los cuales la familia está tan presente en las novelas de Rafael Soler, especialmente en las que lleva publicadas desde que volvió a la narrativa tras un largo silencio.
La familia era el eje sobre el cual giraba El último gin-tonic (2018) y ahora vuelve a cobrar protagonismo absoluto en La pistola de mi padre. La historia aquí es la de los Cortázar, cuatro parientes, un planeta distinto cada uno de ellos, atrapados todos en el sistema solar de la vida. Un padre, Aníbal, que se cansó de vender colchones y, haciendo caso al embaucador de su hermano, se llevó a la familia de Castellón a Madrid para montar un bar. Rosario, la esposa y la madre, que guarda en un cajón una grabadora (su “corazón secreto”) ante la cual se confía, convirtiéndose por momentos en un homenaje a la Menchu de Cinco horas con Mario. De los hijos, Carlitos e Isabelita hablaremos luego.
La pistola de mi padre cuenta con tres vías narrativas. Primero, los diálogos entre los cuatro miembros de la familia Cortázar el día en que las Torres Gemelas son abatidas, conversaciones que Soler trabaja con suma maestría y que en sus dos novelas inmediatamente anteriores ejercían de vigas para los correspondientes relatos. Después está el punto de vista del quinto miembro del clan, que habla desde la invisibilidad y nos explica quiénes son y de dónde vienen esos cuatro personajes. Están, además, los velados testimonios (algunos secretos, otros no tanto) de tres de los protagonistas. Las cintas con grabaciones en las que Rosario cuenta lo que el mundo su alrededor imagina y también lo que no se atrevería a contarle a nadie más. Los apuntes, relatos y redacciones de Carlitos, el hijo que vive soñando con ser escritor pero que de momento se conforma con escribir y, sobre todo, se dedica a imaginar lo que escribiría, inspirado muy a menudo por esa extraña familia que al final se parece mucho a las que pueblan este mundo. Y, por último, Isabelita, depresiva, inestable, alucinada, autora de un diario lleno de gritos mudos, anotaciones en las que manda el lúcido caos de una mente desordenada.
Las entradas de dichos diarios son también una de las ventanas a través de las cuales vemos asomar al Soler más desafiante, el autor de las novelas experimentales con las que debutó a principios de los años ochenta. Su necesidad de romper con las narrativas convencionales se apodera de la voz narradora, de identidad oculta hasta casi el final del libro, la que pone en contexto a los Cortázar. Esa manera de contar convive con los diálogos -efervescentes, vivos, precisos- uniendo el presente literario del autor con su pasado. Además, está la poesía. La mirada poética del autor siempre forma parte de sus novelas. Está en la delicadeza de algunas de las imágenes que crea, en la capacidad para trasladar las cosas de una dimensión a otra, para ayudarnos a entender las emociones y a las personas dentro de las cuales viven.
Hay muchos elementos dentro de este libro adictivo y asombroso que es La pistola de mi padre, como esa idea de cuento titulada Pollos sin cabeza en la que las cabezas de dos milicianos que acaban de ser víctimas de una explosión siguen conversando separadas de sus respectivos cuerpos como si estuvieran en una película de Buñuel. Milicianos, explosión, violencia. Sobre esta historia se proyecta la larga sombra de nuestra guerra civil y también la de otros acontecimientos históricos: la visita de Eisenhower a Madrid en 1959; el atentado contra Carrero Blanco en 1973; el primer referéndum tras la dictadura, en 1978; el fallido intento de golpe de estado del 23-F; los fastos de las Olimpiadas del 92 y, por supuesto, el 11-S. Soler crea un fresco que, visto con la distancia de la que goza siempre el lector respecto a los personajes, nos hace ver cuán importante es la Historia en las historias individuales. Supuestamente, esto es algo que ya sabemos, pero solamente leyendo La pistola de mi padre llegamos a descubrir hasta qué punto es así. Esa es la función del escritor, hacernos ver lo que de otra manera resulta invisible. Con su novela, Soler cumple con ese objetivo, a la vez que consigue que sintamos que somos miembros del clan Cortázar. Sus desavenencias, sus vaivenes, esa manera de necesitarse que los lleva a enfrentarse, ese barco siempre en peligro de acabar estrellándose contra un iceberg que son las familias, todo eso somos también nosotros. Estamos hechos de historias y moldeados por la Historia. Somos improvisación y verso, amor y confusión, somos parte de alguna familia y esta novela nos ayuda a entender cómo aceptar una verdad tan estremecedora.
Rafa Cervera. Periodista y escritor