Por Paco Martínez-Abarca.

Si en el mundo del cine existiese un Santo Grial, el mito de Drácula (y sus sucesivas adaptaciones) podría considerarse uno de los más firmes candidatos. Perseguido por los cineastas incansablemente desde hace más de cien años, la universal novela de Bram Stoker, al igual que el Sagrado Cáliz, es una herramienta muy poderosa. Sin embargo, no todos los cineastas están, aparentemente, preparados para tan magna empresa. O al menos esa debe ser la razón por la que algunos, los elegidos por el cáliz, se ven coronados con sus reinterpretaciones del monstruo, mientras que otros, quizás por no estar todavía preparados, son rechazados por él.

Hace mucho tiempo que en el cine dejó de hablarse de novela para hablar de mito. Y es que, como sucede con las leyendas que corren de boca en boca, el mito de Drácula y su tan variada iconografía, se ha ido conformando de adaptación en adaptación. Y es que el interés que suscita este conde, originario de Transilvania, que unas veces viaja a Londres y otras a Alemania en busca de su presa, se mantiene a lo largo de las décadas porque aúna en sí mismo algunas de las grandes preguntas de la literatura universal, como son el amor, la muerte y la eternidad. Los cineastas parten de estos sólidos pilares para construir, cada uno desde su mirada, a su Drácula particular. Así, existen desde románticos e hipersexualizados condes como el de Coppola, hasta la bestia más mortuoria y lúgubre, como el caso de todos los Nosferatu, cuyo punto de partida está en la adaptación ilegítima (que surgió por no tener los derechos de la obra original) que realizó Murnau en 1922. Así, hasta llegar al Nosferatu de Robert Eggers que se ubica, posiblemente, en el extremo más gótico y perturbador del mito.

Entre las intenciones de Eggers están las de crear la versión más sórdida y oscura del mito vampírico. La aportación personal de Eggers en la historia de Drácula es la de crear las imágenes más explícitas posibles, cercanas al gore o al body horror habitual en algunas producciones contemporáneas de gran éxito del cine de terror. El Drácula más putrefacto y más cercano a las momias de todos, se acerca a Murnau y a Herzog, al trasponerlo como una alimaña, pero las sutilezas del primero y las insinuaciones del segundo son sustituidas por Eggers por lo repugnante.

Gracias a la larguísima tradición de adaptar la novela de Bram Stoker al cine, podemos apreciar cómo unos elementos esenciales se modifican en función del cineasta, pero también de la época. De la misma forma que en el Nosferatu que realiza Herzog, arranca con una secuencia de imágenes de personas momificadas reales, en la versión de Eggers el terror está atravesado tanto por la representación de la muerte a través de la carne en descomposición, como por el vínculo sobrenatural que une a Ellen (Lily-Rose Depp) con el conde. La del director estadounidense es una revisión con pocas novedades, salvo quizás las de las posesiones de la víctima, que más que de Drácula parecen pertenecer a un género de terror más acotado.

Las imágenes de Nosferatu muestran la incesante búsqueda de la imagen de la que es sucesora, por eso Eggers, junto con su director de fotografía Jarin Blaschke, acumulan una referencia tras otra sin que pueda determinarse con claridad a qué estirpe pretenden pertenecer.

Una de las aportaciones más evidentes y que Eggers hace más visible es un tipo de movimiento de cámara muy particular, que se repite a lo largo de toda la cinta: se trata de una panorámica que surge de improvisto y que sorprende con un movimiento sumamente técnico y seco. El director repite estos movimientos a lo largo de la película, enfatizando unas escenas sobre otras. El movimiento sobrepasa el contenido, y durante unos instantes deja de existir otra materia que la técnica al servicio de un terror que cada vez se basa más y más en la impresión, y menos en las sombras.