«El clan de las barbies» hacia una venganza ejemplar
Horacio Otheguy Riveira.
Terrores y miserias abruman a un puñado de personajes, víctimas de penurias por las que la sexualidad femenina ha de vérselas en situaciones límites, literariamente inhabituales. Ellas padecen situaciones agobiantes, pero quien de verdad siente un miedo cerval es quien recorre sus perfiles página a página, al mejor estilo heredado del maestro Stephen King, cuando no necesita monstruos, sino que visita la caverna siniestra de seres «corrientes», monstruosamente despiadados…
El clan de las barbies, de Antía Yáñez, carece de índice y sumario, de manera que no hay escapatoria: es imprescindible dejarse atrapar por su estructura de puzzle para ir descubriendo, poco a poco, las características de quienes puedan iluminarnos sobre la violencia de la portada, con su cuchillo chorreante de tarta de fresa, y la máxima de la contraportada: «La violencia nunca es la solución. Hasta que lo es».
Pero para llegar allí, hay que recorrer páginas muy logradas de realismo más o menos costumbrista, desasosegante, donde la sexualidad femenina se muestra de diversos modos y tendencias, alternando con información histórica del pasado o imaginaria futurista. Complejo mecanismo que, sin embargo, se expresa con una muy interesante capacidad narrativa, invitando a la mayor capacidad de sorpresa posible por parte de quien lea, y se deje atrapar por historias cruzadas que un buen-mal día se acaban encontrando…
En un mundo donde parece que el dinero puede comprarlo todo, tres personas coinciden en la clínica de fertilidad Eva. No se conocen, pero ese encuentro fortuito será el inicio de una amistad surgida de la desesperación y la rabia.
A Alma le gustaría ser invisible, pero las cargas familiares, las del presente y las del pasado, se lo impiden. Carla hizo lo imposible por salvar a un padre que solo sabía querer a una mujer muerta. An luchó desde bien pequeño por cumplir con las expectativas de su madre, incluso si tenía que olvidarse de su propia identidad. En esa sala de espera empiezan a entender que el pecado original que arrastran no es culpa suya, y que todo sacrificio tiene un límite.
Estas tres vidas se entretejen hasta que las costuras no dan más de sí, reventando de forma violenta y dando paso a lo que realmente escondían debajo: venganza.
Antía Yáñez nos propone, a través de la historia de este clan de subalternas, un antídoto lleno de furia y sororidad con el que hacer frente a la precariedad, a la discriminación y a la explotación.
A las mujeres las queremos sobre
todo cuando están en peligro.
Virginie Despentes,
Teoría King Kong
« […] Si tuviese algún amigo, le explicaría que mamá está equivocada. Que la vida no es como ella dice, ni él se llama Anastasia ni quiere observar a las personas en las calles desde el soporte holográfico. La gente, no sabe por qué, lo atrae y le da miedo a partes iguales. Como mamá. Supone que es debido a que no sabe nada de esa vida que tiene que vivir, quiera o no. Qué sabrás tú de la vida, le dice mamá desde el sofá muchas veces. Yo viví la Caída de las Naciones y las vi convertirse en macrotransnacionalidades. Viví el fraude electoral de las Big Data del 69, las catástrofes climáticas del 75 y el racionamiento de recursos básicos al año siguiente. Cinco apagones mundiales y tres pandemias viví. Tú solo eres una mocosa que no sabe nada del mundo de ahí fuera.
Pero, por mucho que mamá diga, si tuviese algún amigo le explicaría que la mujer continúa estando equivocada. Que él sí sabe algo de la vida. No mucho, porque al fin y al cabo tiene doce años, pero al menos sabe quién es él. Y no es Anastasia. Cierra el pico, es solo un puto nombre y es el tuyo, punto. Le pesan las palabras de mamá, pero cuanto más se las repite, con el paso de los días, de los meses e incluso de los años, más ligeras se vuelven. Al principio eran como anclas en los pies, hace mucho tiempo, cuando no entendía nada y pensaba que mamá lo quería.
Que tenía que quererlo.
Eso es lo que hacen las madres con los hijos, ¿no? Ponerles nombre, pero también quererlos. Aún duda a veces, sobre todo cuando está triste. Piensa que mamá tiene razón y que él no sabe nada. Se aferra a eso para, en contra de lo que dice esa vocecilla interior suya, intentar creer con todas sus fuerzas que sí le importa a mamá, que lo ama, aunque solo sea un poco. Sin embargo, sabe que en el mundo de mamá no hay sitio para nada más que para ella misma y para la rabia que la consume. Él también siente esa rabia a veces, sobre todo cuando se enfada. Cuando le pasa, tiene ganas de romper el sofá, la holoTV, las ventanas. De arrancarse el pelo. De gritarle al espejo. De pegarle. A su reflejo, aunque sobre todo a mamá. Sin embargo, no hace nada, porque sabe que ella se enfadaría si estropease algo del piso, si molestase a los vecinos, si lo viese sin esa melena negra por los hombros que no le deja cortarse. Tu imagen es tu carta de presentación, no lo olvides. Así funciona el mundo. Y vuelve a acariciarse el vientre. Mamá solo se pone guapa cuando sale de casa para ir al hospital y para firmar un nuevo contrato, pero quiere que él esté guapa siempre. Que se vaya acostumbrando. Así que se deja peinar todas las noches, porque en el fondo él no quiere ser guapa, pero ver a mamá pasarle el cepillo por el pelo con esa dedicación alimenta un poco más la fantasía de que, quizás, tal vez, lo quiera un poco.
A veces cree que él es como mamá, sentado en el sofá de la vida que le tocó vivir sin hacer nada por cambiarla. Luego la voz de su cabeza le recuerda que un nombre no es solo un puto nombre, ni su mundo puede reducirse a esas cuatro paredes, y que nunca, jamás, será como mamá. Nunca.
Pero no le cuenta nada de todo esto a nadie porque no tiene amigos. […]»
« […] La otra detiene el pintalabios unos segundos y mantiene la boca en esa posición, como un pez. Cuando se mira en el espejo, se da cuenta de que ese es el rostro que deben ver los hombres que la agarran del pelo mientras le empujan la cabeza entre las piernas, y parpadea y cierra los labios para tragar saliva. Se queda así, con la boca a medio pintar, de dos colores, y piensa en los carteles que cuelgan sobre las puertas de cada dormitorio, separados en medio por el baño donde se prepara para la jornada de la tarde. La Manca. Lily. No son sus verdaderos nombres. O ya sí. […]».