«Letras grandes», de Pedro Serrano
Por Javier Mateo Hidalgo.
Letras grandes para un mundo demasiado pequeño
Pedro Serrano, el poeta que consigue hacer grande lo que nunca debió ser pequeño, nos brinda una nueva alegría con su último libro: Letras grandes. El título rápidamente nos llevará a su identidad, pues los que le conocemos recordamos que en 2016 obtuvo el premio Tiflos de Poesía para personas con discapacidad visual. Una parte de su identidad que no pasa desapercibida en su lírica, al contrario: se convierte en voz, tamiza las cosas desde esa perspectiva. Esto, unido a su bonhomía y sentido crítico hacia todo lo opuesto —tratando siempre de entender los motivos, he ahí lo difícil—, conforma un universo único e identificable que nos reconcilia con lo mejor (y peor) de nosotros mismos.
Publicado por Chamán ediciones —símbolo siempre de garantía—, viene precedido por un prólogo iluminador de Katy Parra. Rescato aquí uno de sus párrafos más reseñables: “El poeta se rinde a la evidencia, a la terrible verdad de cuanto se le antoja irremediable y, es justo ahí, donde estamos todos, todas: víctimas y verdugos de una misma historia que vamos heredando, agradeciendo y maldiciendo, mientras estamos vivos”. Como en el tríptico abierto y cerrado de El jardín de las delicias de El Bosco, el lector/espectador podrá tener acceso con la lectura a infinidad de detalles en torno a nuestro universo más cotidiano y más general, siempre desde la perspectiva estética del autor.
Letras grandes se inicia con una poderosa demanda: “Exijo el acceso a la iluminación”. Un requerimiento que puede ser doble si lo entendemos tanto desde la fisiología de la visión como desde su sentido simbólico. Ese “ver claro” supone todo un reto en un mundo tan confuso como éste. Más allá de los sentidos engañosos descartianos, está la labor humana, que tanto hace para impedir una correcta visión de las cosas.
La visión, no lo olvidemos, es posible gracias al ojo pero también gracias a la luz. En el siguiente texto, en precisa y preciosa prosa lírica, el poeta refiere a cómo “la compasión y la vergüenza” rompen “cada plato de la cocina” que se coloca “junto con los demás”. De nuevo, el sentido simbólico se adueña de la atmósfera para hacernos ver las dificultades que entraña ser diferente de los otros, ir a contracorriente de la masa. El castigo social exige el sufrimiento “por cada pieza que estalla en el suelo” y llega la oscuridad. Sobreviene entonces la frase previa de exigencia, clamando por la luz arrebatada. Parece que el individuo está abocado a padecer determinadas inclemencias debido únicamente a existir y poseer una naturaleza concreta. El propio mundo castiga por el hecho del nacimiento, como diría Calderón en su inmortal obra teatral.
Llega a continuación un apartado titulado Oraciones básicas. Se trata de plegarias profanas que condensan los claroscuros humanos, los matices de nuestra naturaleza. En Distingo la piedra se nos habla de “tocar el árbol, / tomar la lluvia, / y rozar paredes”, pero también de cosas menos pacíficas como “romper el vidrio, / seducir el cuerpo / y antes de perder la luz, / teñir de rojo muerte, / la sal”. Creencia ahonda en nuestros propios límites, en esa capacidad de resistencia que propicia que sobrevivamos a pesar del medio y de nosotros mismos. Todo ello se ejemplifica en este símil mitológico, a imagen de Ícaro: “creer en las alas de cera / para sobrevivir / a ras de suelo”. Ave o murciélago, los seres alados resultan muy del gusto de Serrano. Ya nos lo demostró en su anterior libro Pájaros (El sastre de Apolinaire, 2023). El escritor se identifica con su mezcla de fragilidad y poder. Rezo sin adoración implica la necesidad de pedir por los desfavorecidos por encima de “un mismo dios crápula” o un “Señor” que no acierta “con el cupo de necesidades más básicas”. La plegaria se convierte en desafío: “Rezo para que nunca me perdones / ante el templo letal que se edifica en la confusión. / Ante tus manos manchadas de sangre / que nos devuelven a bendiciones de paz”. Sí refiere a la dificultad de las almas terrenas por creer en lo que está más allá, en la lucha que implica tratar de creer en una divinidad que aparentemente parece no existir. Empatiza con “todos los que miran sin ver la gracia de Dios”. Así, “cree” en la providencia, pero también en pequeños seres como “el topo” o “el erizo». El poeta mismo se hace “caracol”, arrastrándose, subiendo a la superficie, rebuscando en la comida: “soy una antena y recorro la / [extensión de la profundidad de la tierra, / todo lo visible e invisible de la tierra…” A pesar de su pequeñez y fragilidad, busca sobrevivir y entender lo que le rodea. Es incluso inferior a las mencionadas aves, que pueden erigirse sobre lo demás y observar las cosas “a vista de pájaro». Finalmente, el poeta afirma no creer en ese ser superior porque tampoco cree en nada —razonando de un modo nietzscheano— (“si Dios es el resultado que ha muerto”). De nuevo, en Para no abandonarse al odio, la voz poética remite al amor divino que lleva a quien lo acepta o quiere creer en él “a caer”, a abandonarse “en un escenario / {de vértigo”. Ese amor impuesto “se oxida / por ser cabeza lógica de mariposa / con una sola ala”. Te venero vuelve a la ambivalencia de querer creer y el desencanto y la duda. Lo que empuja a la creencia es su “rostro”, su “luz”, es ser “dios del deseo” cuando “el cuerpo ensombrece / y toda la vida se apaga”. En el otro lado de la balanza, cuando ese dios parece no escuchar las palabras del orante, se pasa del “te rezo” al “te olvido / con todos los relojes programados / para sostener la calma”. En tu nombre continúa en cierto modo el poema previo al explicar las posibles razones del no querer creer en un dios que ha creado lo bueno y lo malo “el fascismo”, “la mentira”, una “tierra” que es “herejía” —lo cual resulta paradójico—, que ha posibilitado un “mar” que “es plástico”, que ha permitido que en su nombre se instaure “la verdad, / la rigidez que sangra en el abdomen” o se aclamen “los incendios y sus cenizas” o se imponga “un altar de pobres para los más pobres”. No obstante, la creencia en el otro se hace necesaria en Así en la tierra como en el cielo: “Mis ojos sin tus ojos, / son colirios, disparos de láser, / simulan tormentas, mar, / pertenecen a la isla o a su naufragio”. El aislamiento o no comprender el sentido de la existencia nos empujan a querer creer, no sintiéndonos así solos.
En Quien habla por los profetas, se trata el tema del amor como “cielo oscuro” o “estanque” capaz de lo bueno y lo malo (“sumerge ranas / y acaso reflota estrellas”), reto constante (“donde “buscar una sola aguja, / o verbalizar la gloria por siempre, / Señor”). El amor como pasión conforma al hombre, aproximándose a ella o alejándose en ese tira y afloja continuo para, al final de la carne, “morir a los pies del fuego”, “en la vida eterna” o “morir tranquilo con la luz del sótano apagada”. El poema final del apartado, Oración (para rezar a oscuras), juega con la ironía de quienes tratan de ser rectos en la vida y acaban por no ser recompensados en la vida ultraterrena, y viceversa (“bienaventurados los pobres / porque de ellos será el reino de los pobres / y bienaventurados los justos / porque sobre ellos recaerá el peso de la ley”). En su contra, los que actúan incorrectamente parecen ser recompensados: “las bestias / que no quieren ser sacrificadas / y las santas que no quieren ser santas eternas / porque todas verán a Dios”. Resulta inevitable recordar a la Justine “y los infortunios de la virtud”, así como a la Juliette “o las prosperidades del vicio”, creadas por Sade. En definitiva: “Alegraos y regocijaos / porque vuestra recompensa será mentiros”.
El título del segundo apartado, Ceguera legal, resulta bien iluminador, pues alude a la ausencia de visión social, permitida o voluntaria, tan nociva. Vuelve a iniciarse con una leyenda que formará parte del siguiente texto. Así, “la imperfección es la cima” se integra inmediatamente en un poema en prosa donde el poeta refiere a quienes se nutren del mal ajeno: “A los buitres que se conjuran en los muros, en las ruinas, en los incendios, aprovechando la tragedia”. El narrador se resigna impotrente ante ello, sanándose al asumir su ausencia de perfección. En Cae la noche, se visualiza el final de una jornada más con la caída del sol. El resumen del día no puede ser otro que el haber observado “por todos lados” los “sufrimientos propios de los apóstoles”. Una afirmación que puede considerarse exagerada pero que sin embargo ilustra el calvario o penitencia por el que pasamos mientras vivimos: “nuestras propias vidas sin lujo, nuestras cortas vidas de alquiler”. Al caer la noche, el narrador espera “la resurrección de los muertos, a otro dios crucificado”. Como si representase el punto y aparte para un nuevo mundo, una oportunidad que ofrece la luz del próximo día para enmendar lo dañado. Un milagro venido de otro mundo, promovido por un ser que no juzga a las víctimas para que no acaben en “la fila del condenado”. Todo es en vano, pues la realidad es un carpe diem —que diría el latino— o un vánitas poético donde las cosas que valen la pena se esfuman, como en Vanidad de suficiencias: “No ha quedado emoción de la luz de aquellos días, / apariencia, / dolor, / fiebre”. Siguen las enumeraciones del mundo en su ocaso, tanto desde dentro como desde fuera de un televisor, con Espacio: “En la ciudad, […] / un dios sin trono con corbata que que se baja de las / [nubes, / la luz devorándolo todo en una acera de cadáveres. / Frente a la pantalla que se enciende de cincuenta [pulgadas, / otro, que no yo, decreta un naufragio para no dioses”. Culmina recordando lo que era para Bukowski un poema: “una ciudad ardiendo. / Una ciudad de locos. / La pornografia de un odio en llamas”. Tal es así la comparación entre la realidad y cómo se refleja en la lírica de este libro, y aún más: “Escribir un poema es el único ejercicio honesto para / [ocupar / otro espacio”. Hablar de la realidad sin referirla literalmente, esto es, salvarse de ella. En No se cura la vida con insomnio se establece la paradoja del ciego que ve (“habitas en absoluta oscuridad”), situándose en el otro extremo el poeta, a pesar de no poder ver como el primero. La visión que plantea en el poema, la forma de ver las cosas desde la escritura. Pero hasta el poeta llega a fatigarse en su tarea ante el tan poco inspirador motivo de su lírica, como en Que me disculpe Blas de Otero: “Definitivamente, / no cantaré nada para el hombre fosforescente. / No ejerceré este antiguo himno de alabanza / para ellos”.
En el siguiente apartado, Escorias, se presenta una nueva concepción estética de los poemas, despojándolos en su mayoría de títulos. El nombre dado al grupo de textos refiere a lo sobrante, lo que se desecha pero donde, paradójicamente, puede residir lo verdaderamente importante. El no valorarlo nos vuelve ciegos. La frase inicial se pregunta: “¿Por qué el poeta se equivoca siempre?”. El poema siguiente nos lo aclara, aludiendo a las partes de la realidad que los poetas erróneamente suelen dejar de lado porque el sol no las elige al no ser lisas, siendo las que provocan rasguños. En ellas también hay belleza porque implican aprendizaje; éste suele llegar a través del dolor, de lo que no es amable. Debemos profundizar en esa parte de nosotros que permanece en penumbra, pues también nos pertenece aunque no sea agradable. De ahí la acertada metáfora de abrir la puerta del armario para dejar de vernos a nosotros mismos en el espejo y observar lo que escondemos, nuestras pertenencias, como dice el siguiente poema. O el posterior, que refiere al conocimiento de nuestro instinto más salvaje, que transita entre el Eros y el Tánatos (“hay tantos nombres para el afecto / como para el suicidio”). El individuo más que vivir sobrevive, de uno mismo y del medio (“ha pasado de puntillas el azar, / el riesgo como modelo de sacrificio; pero no la poética del pánico, ni el nervio del viento”). Transitamos entre “flores y cenizas”, tratando de no salirnos de esa luz —la que también puede producirnos temor—, sintiendo “miedo” a lo que no se puede “imaginar en el hormiguero”. En Rito —uno de los tres poemas que sí quedan titulados— se recupera la idea de “escoria” que los nomina en conjunto para referir a cómo hay quien no solo tiene en cuenta esos desperdicios sino que también los “ama”. Es entonces cuando se consigue expresar la muerte “con vida” en los poemas. El segundo poema titulado Perspectiva nos da a entender que lo peor siempre está por llegar, que no hemos sufrido lo necesario desde cada una de las perspectivas posibles: “casi no hemos llorado juntos lo suficiente”, “no hemos llorado a solas lo suficiente”, “no hemos llorado”. El tercer y último poema, Íntimamente, denuncia cómo la sociedad relega al diferente por su supuesta “locura”, al no estar limpio ni ser puro. No obstante, éste sí que muestra una empatía que el “sano” no muestra. Asumir ese desequilibrio será el primer indicio de normalidad: “esperamos del cuerdo lo que no esperamos / que él espere de nosotros”.
El cuarto apartado, Citas minúsculas, alude a la importancia de lo mínimo a pesar de su baja consideración. Vuelven a desaparecer los títulos por momentos y las aves retornan en el acostumbrado verso inicial, dando a entender nuestra fugacidad y limitada comprensión: “Entre la luz íbamos ciegos. / Somos aves de paso, nubes altas de estío, / vagabundos eternos”. Veremos como siempre ampliada esta idea en el siguiente texto, de carácter prosaico, donde las aves se asemejan a las nubes por su carácter transitorio y leve: “también desaparece el instante, el brillo, solemne en la sombra”. En el siguiente poema, a través de la metáfora botánica se recupera la idea de la imperfección como algo hermoso: “por eso es necesario mirar a un árbol, / mil veces cada vez, y señalar / puntas y raíces”. También: “No todo brilla como oro líquido en el fondo del ojo”. A partir de esos supuestos defectos se anima a transitar las cosas como son, desde la naturalidad y sin temor: “ama la bondad de lo humano, lo oscuro de las series, ama lo extraño del peligro si es real”. Se apela a lo perfecto —la geometría—, donde los elementos se entiendan entre sí, sean “mariposas, hombres” o “tigres”. Se asume la condición mortal y se busca enseñar al prójimo a comprenderla, para futuras generaciones: “Soy padre, pero no estoy a la derecha del padre. Estoy a la espera de que uno de mis hijos me pregunte, por el dolor, y también por la felicidad”.
Como última idea: Se hace preciso aprender a ver lo más ínfimo, lo que puede pasar desapercibido o aquello en lo que la mayoría no se detente. Fomentar la sensibilidad que ayude a agrandar las letras, aunque sean pequeñas. “Iluminar los contornos” y “dejar de huir” de lo que verdaderamente importa. Quién lo consiga, gracias (o no) a este libro, se habrá convertido en una persona mucho mejor.