Aforismos

La mirada del funámbulo

 

José Luis Trullo.- El aforismo español actual lleva tiempo enzarzado en un debate agotador en torno a si su entraña tiene más de poética o de filosófica. Frente a quienes ponen de relieve su compromiso con la imagen significativa, se yerguen los que ponderan su alcance conceptual. Como casi siempre, la verdad está en el medio: en admitir que el buen aforismo, tal y como se entiende en el siglo XXI, debe acoger ambas vertientes, la de la belleza y la de la verdad, en una síntesis difícil y no siempre conquistada.

Sea como fuere, no deja de crecer la nómina de poetas que, en la España del siglo XXI, están cultivando el género más breve: entre los autores más provectos, destacan Dionisia García, Fernando Menéndez, Manuel Neila o José Luis Morante, ampliándose con los miembros de una segunda generación, formada por nombres como los de José Mateos, Lorenzo Oliván, Carlos Marzal, Gabriel Insausti, Carmen Camacho o Jesús Montiel, que se suman a los ya clásicos Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, José Bergamín o Carlos Edmundo de Ory.

A muchos de ellos tuve oportunidad de entrevistarles para el libro Una idea con su vuelo. Los poetas y el aforismo, donde indagaba acerca de las razones que podían haberles llevado a cultivar una modalidad expresiva tan singular como el aforismo. Entre ellas se encontraba Raquel Vázquez, quien admitía que se había acercado a él porque «explorar un nuevo territorio, con sus propias reglas y que a su vez limita con otros géneros, entre los que destaca el espacio fronterizo que mantiene con la poesía. En esa intersección se establece un diálogo en el que se cuestionan y enriquecen recíprocamente» (pág. 23). Cinco años después, aparece Entre coche y andén, el primer libro de aforismos de la poeta gallega, una autora que cuenta con una sólida trayectoria coronada por varios galardones prestigiosos.

El volumen se estructura en tres grandes bloques (Metro, Cercanías y Larga distancia) en forma de círculos concéntricos, desde la más estricta intimidad hasta una visión inscrita en una clave más social y colectiva, aunque en todos los casos manteniendo un ojo puesto en el lado opuesto de la estación, pues no es concebible la una sin la otra.

En el primer bloque abundan los aforismos donde la autora acusa los golpes de la decepción, el desánimo y las ilusiones frustradas, coronados por el lema «No existe otro argumento que la pérdida» (pag. 17): «El fracaso es una unidad de tiempo» (pág. 12), «Sangramos poco para tantos caminos que se cortan» (pág. 15), «Los errores más grandes sonríen desde el espejo» (pag. 19), «La vida es ir echando más de menos» (pág. 23), «Al final lo que queda es una copia barata de la desesperación» (pág. 29), «Las ruinas nos acogen como un espejo roto» (pág. 30). «El dolor nos reduce a perchas» (pág. 35)… La letanía puede llegar a resultar fatigosa, pues se va fraguando en el lector la impresión de cierto masoquismo expresivo, por lo demás nada infrecuente en ciertos poetas aforistas (pienso en  Insomnios de Victoria León, con la que Entre coche y andén comparte cierto espacio lírico-metafísico). De todos modos, asoman la cabeza, entre tanta queja, algunos destellos risueños: «Cada día sobrevivido es una victoria» (pág. 24) o «Fuera, tras la ventana, el mirlo canta una llave» (pág. 31), pues la autora es consciente de «El peligro de que en el ángulo muerto se quede la esperanza» (pág. 33).

Poco a poco, quien escribe cae en la cuenta de que, para recobrar el necesario aliento vital que le aparte de la negra amargura, conviene, en lugar de reconcentrarse corteza adentro, donde sólo hallamos heridas, cortes y magulladuras, «tender las ramas» (pág. 45); y es que la interioridad, si se empantana, acaba convirtiéndose en una charca apestosa. Es mediante el redescubrimiento de la alteridad («La barbarie termina ahí donde tú comienzas», pág. 68) como el testarudo e indigente «yo» puede volver a la existencia y reconciliarse con ella: «Reflexivamente insignificantes, transitivamente trascendentes. Sólo somos si nos tiende ese doble puente otra mano» (pág. 58). Admitir que el infierno no son los otros, sino nosotros cuando les damos la espalda, es una idea que se va abriendo paso, de manera tímida y parpadeante, pero irrebatible: «La verdadera patria son las personas [a las] que amamos: sin ellas somos siempre extranjeros, a su lado reconocemos el hogar en cualquier parte» (pág. 73). Como un marino que, tras surcar alta mar durante años en una raquítica chalupa, tuviera que admitir que no se basta a sí mismo, que tendemos naturalmente hacia otras personas, Vázquez va abriéndose poco a poco a la fraternidad bien entendida (la que mana espontáneamente del corazón, y no coactivamente del cerebro): urge «acoger al otro del mismo modo en que recibe a la luz el agua» (pág. 74), pues «la herida sería algo menos profunda si no ardiéramos tan solos» (pág. 75).

La tercera parte ya se escribe desde la plena aceptación de que vivimos rodeados -en el mejor y en el peor de los sentidos- y de que al margen de los otros no hay salvación, sólo absurdo. Los humanos somos seres sociales en el más amplio y fecundo sentido de la palabra: en cuanto aprendemos a hablar, nos insertamos en una comunidad a la que nos debemos, cada cual en la medida de sus talentos nativos y de sus preferencias individuales. Surgen entonces aforismos en dialéctica con las injusticias sociales que la autora denuncia -pues nadie que se comprometa con sus iguales puede soportar impertérrito que abusen de ellos-, así como otros donde se lamenta por la frivolidad y el materialismo de nuestros días: «Los mayores arsenales duermen sigilosamente, sin ser vistos, en los despachos» (pág. 81), «La dignidad a medida de una tarjeta de crédito» (pág. 84), «El horizonte del mundo como un vertedero de plasma en 4K» (pág. 85), «Se nos educa en la inmediatez, se nos educa para la desmemoria» (pág. 99)… Aun con todo, por mucho que irrite y escandalice el mundo en el que convivimos, es preferible sufrir en compañía que agonizar en soledad.

A medida que la autora ha ido desprendiéndose de cierto solipsismo yacente para recobrar su plena humanidad copartícipe, se van percibiendo señales de una lenta maduración que pasa por modular los propios deseos y acoger como un acontecimiento «ese milagro de que las cosas estén» (pág. 104). Se impone un sabio contento por el mero hecho de estar vivo, pues la alternativa es morir antes de ser enterrados: «Si hay que claudicar, que sea al final» (pág. 110). Como si hubiese atravesado un desierto sin palmeras, Vázquez emerge reconciliada consigo misma y con la vida pues, según anuncia el aforismo final, «Los pájaros cantan una mañana más, y sostienen el mundo».

La peripecia que acabo de describir no se presenta, lógicamente, lineal ni homogénea (Entre coche y andén no es, para entendernos, una novela en aforismos), sino que se desenvuelve de manera subrepticia, entrecortada por aforismos de corte clásico y observaciones de mayor o menor alcance; sin embargo, creo que no he sometido al libro a una interpretación forzada si he puesto de relieve este argumento que lo recorre desde la estación de partida a la de término. Vázquez nos ha invitado a compartir con ella un viaje iniciático, una metamorfosis personal con final feliz, o al menos así lo he entendido yo.

La moraleja es la de que, frente a la tentación de dejarse arrastrar por el abatimiento, es preciso «construir nuestro propio optimismo» (pág. 102), pues no existe «Ninguna actividad creativa tan primordial como la esperanza» (pág. 98). En un entorno socioliterario donde ciertos conceptos parecen haber sido proscritos, porque los han secuestrado los infaustos gurús y los coaches de baratillo, poner sobre la mesa palabras como ‘optimismo’ o ‘esperanza’ ya me parece de una valentía encomiable; por desgracia, están de moda en el mundillo de las letras los perfiles abatidos, abúlicos y atormentados. De esos cantos de sirena parece haber querido escapar Vázquez, pues ante la gran disyuntiva que a todos se nos presenta («Poco más que un abismo y una cuerda. Nos queda al menos, elegir mirada: la del ahorcado o la del funámbulo», pág. 97), en lugar de la comodidad de la renuncia ha preferido optar por el riesgo de la apuesta. Y yo, que lo comparto, lo celebro.

Raquel Vázquez, Entre coche y andén. Renacimiento, Sevilla, 2024, 110 págs.

 

 

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