Eduardo Moga: «El poeta tiene que hablar con su propio lenguaje y no dejar que el lenguaje hable por él»
Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es poeta y escritor, licenciado en Derecho y doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Ha publicado diversos poemarios: La luz oída (premio Adonáis, 1996), Las horas y los labios (2003), Cuerpo sin mí (2007), Bajo la piel, los días (2010), Insumisión (2013), El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014) (2014), Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2017), Mi padre (2019), Tú no morirás (2021) y Hombre solo (2022). También ha publicado diarios (Expón, que algo queda, 2021), libros de viajes (Americaneando. Un viaje por los Estados Unidos después de Trump, 2023) y ensayos (Lector que rumia, 2023). Practica la crítica literaria en revistas como Letras Libres, Cuadernos Hispanoamericanos, Quimera y Turia, entre otros medios. Codirigió la colección de poesía de DVD Ediciones desde 2003 hasta 2012. Dirigió la Editora Regional de Extremadura y coordinó el Plan de Fomento de la Lectura en Extremadura entre 2016 y 2018. Mantiene el blog Corónicas de Españia.
El 11 de diciembre de 2024 disfrutamos en el Taller de poetas del excelente encuentro con el escritor Eduardo Moga y aunque se habló de muchos más temas durante dos horas, fundamentalmente se recoge aquella charla en esta entrevista.
Un poema no puede ser meramente torrencial, un flujo o avenida de ideas descontroladas
Ana Isabel Alvea Sánchez: Eduardo, por tu escritura sospecho que tu inspiración acostumbra a ser torrencial, una cascada de ideas e imágenes que tienes que ir encauzando, y has comentado en varias ocasiones que consideras la poesía una casa y un río, si quieres explicarnos esta idea.
Eduardo Moga: Un poema no puede ser meramente torrencial, un flujo o avenida de ideas descontroladas. Tiene que tener fuerza, ímpetu, tiene que ser una poesía que empuje, poderosa, sí, pero, si hay ímpetu y no hay control, se puede desparramar y no tener el efecto estético al que aspiras. A mí me gusta decir que mi poesía es un río, una manera de avanzar en el pensamiento, no la concreción de un proceso intelectual previo, sino algo que construyes y que, a la vez, te construye. Antonio Gamoneda dice: “Yo no sé lo que digo hasta que lo he dicho”. Escribes el poema a partir de no sabes muy bien qué, y desde que aparece y te convoca, te llama a seguir diciendo. Me gusta ir avanzando: el río progresa y a la vez que lo creo, él me crea a mí. Esa doble dirección se da simultáneamente: escribes y construyes.
El poema tiene que ser también, por tanto, una casa, una construcción, algo que se sostenga con solidez aérea. El poema, fruto de esa tensión entre lo que fluye y lo que quiere elevarse, es el resultado también del oficio, y no solo de la inspiración. A la vez que fluyes y te dejas llevar para saber lo que has dicho, has de preocuparte por alumbrar un texto coherente y consistente, para cuya edificación hay que aplicar una serie de técnicas y procesos. Esta paradoja es la más reveladora de mi manera de concebir la poesía y de escribirla.
Al escribir, ya se está aplicando esa mirada crítica
Cuando se habla del proceso creativo se suele indicar dos fases: una primera en la que uno se deja llevar, la llamada inspiración, y otra para aplicar la mirada crítica.
Yo no las separaría tan categóricamente. Al escribir, ya se está aplicando esa mirada crítica. Lo escrito puede estar ya construido dentro de mí, como decía Gimferrer, aunque quizá yo no lo sepa todavía. La mirada crítica al poema ya está en el momento inicial y a lo largo de todo el proceso de creación.
la concepción orgánica de un libro le da un plus de inteligencia a los poemas
Has manifestado que no eres poeta de poemas sueltos, por lo general, sino más bien de libros. Te viene la idea de un libro y empiezas a construirlo. ¿Trazas un esquema general y levantas esa casa con los ladrillos de los poemas?
Sí, no escribo poemas sueltos, aunque haga excepciones. Mi forma de hacer poesía responde a la creencia de que la concepción orgánica de un libro le da un plus de inteligencia a los poemas, más que si los creas aisladamente. Por supuesto que un poema debe sostenerse por sí solo, pero me interesa añadirle ese sentido unitario y conexo por el hecho de integrarse en un conjunto más amplio. La inserción en un cuerpo mayor lo enriquece porque lo vincula al resto de los poemas del libro, lo liga a sus ecos y connotaciones y, así, lo amplía. No soy tampoco de grandes preparaciones, no me hago guiones, pero sí es verdad que trabajo con una serie de temas. Ya sé que la poesía no tiene temas, necesariamente: puede haber poesía sin tema, como decía Juan Ramón Jiménez, y que el tema sea el propio lenguaje. Cuando hablo de temas, me refiero a obsesiones, a metáforas obsesivas, y yo tengo las mías, como todo el mundo. En función de esas obsesiones, yo establezco una columna vertebral y la voy edificando con los poemas. Obsesiones como la soledad, el amor y la muerte, el amor y el erotismo. Todo aquello que nos conduce al perecimiento, pero también aquello que nos redime: amor, sexo, placeres sensoriales y el lenguaje, por supuesto, aunque todos ellos constituyan una redención engañosa o incluso falsa. Cada libro se orienta hacia alguno o algunos de esos asuntos. Por ejemplo, Tú no morirás es un libro de amor y desamor; a Insumisión pretendí darle una carga moral, de rebelión personal y social ante ciertos conflictos e injusticias; Hombre solo trata el tema de la soledad con mayor fuerza.
De hecho, en Insumisión, al hablar de la muerte de tu padre, dices: “Murió de continuo, a cada paso, en cada sumisión de su vida cotidiana”, muy relacionado con el título y con tu pretensión antes indicada. Hablando de este libro, llama la atención esa mezcla de poemas en verso, intimistas, y poemas en prosa, dedicados a escritores y personajes de la historia y la literatura, que vas enlazando entre sí.
Estructuré Insumisión con esa alternancia de poemas en prosa, que tienen que ver con mi mirada al mundo, al exterior, a la vida de personas o personajes que representan ideas o actitudes morales dignas de ser reivindicadas por su posición ante la sociedad o por su literatura, y poemas en verso, centrados en mi propia intimidad, una mirada hacia dentro. Sé que esto es discutible y matizable, porque no hay mirada exterior sin el yo, ni mirada interior sin el conocimiento de lo que hay fuera, sino un diálogo permanente; pero yo intenté trazar una línea, zigzagueante, entre el yo y el mundo. En realidad, la literatura no es más que un diálogo entre la conciencia y la naturaleza, y yo procuré trazar así ese binomio.
¿Cuánto sueles tardar en escribir un poemario? Es admirable cómo logras la tensión e intensidad en tus extensos poemas sin que pierdan emoción. No sé si pretendes emocionar, pero nunca están faltos de sentimiento.
Depende. Mis primeros libros son muy unitarios. Algunos consisten en un único poema. La luz oída, por ejemplo, es un solo poema de 800 alejandrinos, y en El barro en la mirada cada parte es también un único poema de 200 o 300 endecasílabos. Cuando empecé a escribir, me planteaba como un desafío componer poemas extensos que mantuviesen en todo momento la intensidad y la emoción. La caída de la tensión (y no me refiero a la de la luz) me molestaba, y, como poeta, me propuse que no hubiera caídas, mantener la tensión alta, llegar a cierta altura, si podía, y preservar ese culmen eléctrico. Era casi un reto, porque es difícil conseguirlo. Al menos lo he intentado. Sigo procurando que el poema conserve esa fuerza naciente. Esos poemas largos del principio tardaba unos meses en escribirlos: tres o cuatro para La luz oída, y cinco o seis para El barro en la mirada. Actualmente, me gusta sentarme y no levantarme de la mesa hasta que no sienta que ya tengo el corpus de un poema, que ese poema ya está escrito, aunque todavía no esté acabado. Puedo parirlo de una sentada, aunque sea una sentada de varias horas, y lo que más me gusta es ir puliendo luego el texto escrito, valorarlo de un modo crítico, ese cincelado minucioso que es la corrección. Me gusta prolongarlo porque es cuando más disfruto. Y ese proceso puede durar muchos meses, años incluso, hasta que llega un momento en el que de manera intuitiva ves que, si lo tocas más, lo estropeas –¡No la toques ya más, que así es la rosa!, escribió Juan Ramón- y que ya el poema está terminado. A esa conclusión llego, como digo, intuitivamente: lo tienes que sentir en la piel. Valéry decía que los poemas no se acaban: se abandonan.
Siempre empiezo a escribir a partir de una vibración de conciencia
¿Te ha ocurrido de empezar un poema sin saber a dónde te lleva o que te derive a un lugar insospechado?
Desde luego. Siempre empiezo a escribir a partir de una vibración de conciencia, como un toque de diapasón que suena muy adentro y que aún no tiene forma de palabras. A eso algunas personas lo llaman inspiración; yo, no. Con esa vibración, normalmente relacionada con los temas que te preocupan, y de los que he hablado antes, te pones a escribir. En ese momento, y me atrevería a decir que a lo largo de todo el poema, no sabes dónde vas a acabar. Yo he empezado la gran mayoría de mis poemas sin saber por dónde me iban a llevar ni dónde iban a terminar. Creo que el buen poema siempre ha de tener una parte de incertidumbre, de ignorancia, de vagabundeo interior. Siempre tiene que conservar ese margen de desconocimiento o autonomía frente al poeta. Leopoldo María Panero decía que un poema así siempre corre el riesgo de fracasar, pero que no sería nada sin ese riesgo. Creo que los poemas han de incorporar ese no saber, y puede que no funcionen, pero sin él no llegarían nunca a ser poemas. Sí, yo procuro entrar en terrenos desconocidos porque es mucho más interesante, y casi diría que divertido. Necesito que escribir poesía me divierta, aunque hable de la muerte, el desamor o la soledad, que me haga sentir de algún modo renovado, que me permita ver las cosas de una manera nueva o creativa, y adentrarme en ese proceso de no saber a dónde me lleva, me divierte y me impulsa a seguir.
El poeta tiene que hablar con su propio lenguaje y no dejar que el lenguaje hable por él
Estamos en un taller de poesía y, si no te importa, trataremos algunos aspectos técnicos. ¿Qué aspectos observas o pules, qué aconsejas a un poeta corregir?
No me atrevo a decir qué tiene que corregirse en un poema, pero hay algunas normas, digamos, de policía expresiva: hay que tener mucho cuidado con los adjetivos; el adjetivo que no suma, resta; el adjetivo que no da vida, mata. Hay un poeta muy interesante, Federico Gallego Ripoll —lo recomiendo vivamente—, que tiene libros en los que no hay ningún adjetivo, literalmente: todo es poesía sustantiva, solo verbos y nombres, y sus poemas funcionan extraordinariamente bien. Algunas cuestiones me sacan de quicio. Por ejemplo, odio los gerundios, un modo verbal sin persona, sin tiempo, pura suspensión e indiferencia. Expongo algunas de estas cuestiones y detalles, con afirmaciones categóricas y discutibles con intención provocadora, incluso humorística, en mi poema “Escribir”. Lo podéis encontrar en mi blog Corónicas de Españia. También es importante evitar las frases hechas y los tópicos o clichés: es uno de los grandes enemigos de la poesía. El poeta tiene que hablar con su propio lenguaje y no dejar que el lenguaje hable por él, salvo que quiera usar esa frase hecha para parodiarla o subvertirla, o le sea útil para el efecto estético que busca con su poema.
Escribir tiene que ser siempre un reto
Siempre tenemos que plantearnos la estructura del libro ¿Cómo estructuras tus poemarios? Algunos forman una totalidad, sin división en partes.
Algunos sí. El barro en la mirada y Hombre solo, entre otros, están estructurados en secciones, pero es cierto que tengo tendencia a una continuidad. Por ejemplo, en mi blog prácticamente no uso el punto y aparte, prefiero presentar bloques de lenguaje.
Creo que cada libro busca su forma, que nunca conozco a priori. Lo estructuro de una manera intuitiva. Cada libro ha de encontrar la forma que mejor se le adapte, como un guante a la mano, y yo intento que esa forma sea perceptiblemente distinta. Me gusta probar estructuras nuevas o no repetir lo que ya he practicado. Si me limito a hacer lo que ya he hecho, me aburro. Escribir tiene que ser siempre un reto. Con cada libro hay que volver a aprender a escribir; con cada uno he de tener la sensación de que vuelvo a empezar, como si lo escrito antes no me condicionara, aunque siempre influya. Pero mi propósito racional es irme por otros lados, que me permita descubrir nuevas cosas o ver las mismas cosas con una perspectiva nueva.
¿Qué tiene que tener para ti un poema para considerar que tiene calidad?
Esta es la pregunta del millón. A todos nos gustaría saberlo. Digamos que tengo que percibir que hay un tratamiento veraz, sofisticado, pleno del lenguaje; he de notar que el poeta considera al lenguaje algo magnífico y que mantiene una relación de amor con él: que el poeta le haría el amor a las palabras o, mejor, que se lo está haciendo ya. Si como lector percibo respeto, amor, trabajo y creatividad con el lenguaje, y que me transmite genuinamente lo que el poeta es, ese poema me parecerá un buen poema. También me atrae percibir cultura en el uso del lenguaje. La poesía popular nunca me ha dicho gran cosa. Necesito sentir que el poeta ha leído, que ha pensado lo que ha leído, que ha filtrado muchas tradiciones literarias diferentes.
Esta actitud muchas veces condena a cierta marginalidad, aislamiento u olvido, pero no lo lamento
Empezaste a publicar con treinta años y, pese a escribir diferente a la corriente homogénea, ganaste el premio Adonáis con La luz oída. Parece que no te fue mal. ¿Has tenido que enfrentarte al rechazo de las editoriales de tus obras y sobreponerte al fracaso?
Gané el Adonáis sin conocer absolutamente a nadie ni casi nada del mundo literario. Escribí el libro encerrado en mi piso de Barcelona, sin tener, como digo, relación alguna con nadie, ni tampoco idea de qué estética predominaba o podía gustar. Fue cuando ya lo había ganado que me di cuenta de que el poemario no tenía nada que ver con lo que entonces prevalecía, y eso hizo que no me fuese tan bien. No obstante, siempre he defendido —y ejercido— mi libertad y he hecho lo que me ha dado la gana, porque la poesía es el reino de la libertad y yo defiendo férreamente esa idea no solo en la poesía, sino también, y sobre todo, en la vida. Me he querido sentir absolutamente libre y he escrito siempre como me ha apetecido, con independencia de si era bien acogido o no. Esta actitud muchas veces condena a cierta marginalidad, aislamiento u olvido, pero no lo lamento. Borges decía que “ya somos el olvido que seremos”.
En cuanto al mundo editorial, es complejo. Uno tiene que asumir que te pueden —y te van a— decir que no muchas veces. Rimbaud, un caso de genio absoluto, se autopublicó sus poemas. Si estás convencido de lo que haces y crees que tiene un valor, hay que insistir y tener paciencia y entereza. Ante las negativas de las editoriales, quedan dos opciones: o bien uno se autopublica, y yo estoy absolutamente en contra de la autopublicación (pese al acierto que tuvo Rimbaud al hacerlo), o bien obtiene un premio literario que publique la obra. Está bien ganar premios, pero no ser un ganador de premios. Una cosa es ganar un certamen y otra, escribir para ganarlos: hacerlo te perjudica como creador.
cada libro busca su forma, su forma de expresarse, sin responder a propósito previo
En un principio tu escritura estaba influida por el surrealismo y la han adjetivado como barroca, pero tu estilo ha evolucionado ¿Cómo fue ese cambio? Pareces tener mucha conciencia de tu propia poética. Has reflexionado en profundidad sobre el acto de escribir y el estilo.
Yo empecé a escribir poesía muy influido por surrealismo, es cierto, por todas las vanguardias, en general, por toda la corriente irracionalista de la literatura, cuyo origen se sitúa en el Romanticismo, con algunos notorios aunque excepcionales antecedentes. Ahí arranco con La luz oída y otros de ese primer trecho de mi producción, en los que lo más importante era la fuerza, el arrebato y la vigencia per se del lenguaje, más allá de tramas o informaciones. Pero en los 30 años que llevo escribiendo se ha producido una evolución que, vista hoy, me parece comprensible y natural. He de aclarar que en ningún momento me he planteado escribir de una manera u otra: sale de un modo espontáneo; como he dicho, cada libro busca su forma, su forma de expresarse, sin responder a propósito previo. En estas tres décadas, me he acercado más al mundo, he bajado de las alturas cósmicas al terreno existencial y a la realidad más cotidiana, incluso doméstica, de la vida de un ser humano. También mi lenguaje ha matizado sus alturas expresivas y se ha hecho, creo, más accesible, quizá más figurativo, sin olvidar nunca que la poesía también tiene que contener misterio, niebla, enigma y sinrazón. El no saber, el no entender —como en San Juan de la Cruz, aunque no por los mismos motivos—, forma parte del lenguaje, y me gusta que sea así. Esos ecos, esas paradojas o imágenes que no sabes explicar, te ayudan a decir y te ayudan a ser. No quiero que desaparezcan de mi poesía, y creo que no lo han hecho. Aunque procuro que ande por unos parajes más humanos e inmediatos, igualmente trascendentes.
mirar un mundo extraño y asombrarte, dejarte imbuir por él y recogerlo en lenguaje
En el poema “Nocturno” estás paseando por el puente de Chelsea y te sitúas debajo de él. Entonces cambia tu perspectiva. Dices: “Cambiar la perspectiva de lo que vemos es cambiar lo que vemos, y también cambiarnos a nosotros mismos” (pregunta Gregorio Dávila de Tena) .
Lo que nos rodea, el mundo físico y terrenal, es absolutamente desconcertante, maravilloso, complejo y riquísimo. Al final somos conciencia que convive con la naturaleza y que dialoga con la naturaleza. El mundo nos interpela constantemente. Creo mucho en la poesía de la mirada y en la poesía ambulatoria, la que se hace en movimiento, la asociada al andar y al respirar. Claudio Rodríguez escribió El don de la ebriedad andando, con 16 años. En los paseos que yo daba por Londres y que luego convertía en poemas, está esto: mirar un mundo extraño y asombrarte, dejarte imbuir por él y recogerlo en lenguaje, puede ser la sustancia de un poema y, por tanto, tu propia sustancia.
A partir de cierto momento, tal vez de Unánime fuego, empiezas a apostar, como los poetas románticos, por la hibridez, por mezclar poemas en verso y en prosa. Te saltas las convenciones de la poesía y de los géneros.
Los románticos hacen de este eclecticismo un campo de batalla. No soy un devoto de los géneros, pero hay que conocerlos, y también las normas que los rigen. Con ese conocimiento, estás facultado para construir tu propio género, para apropiarte de lo que consideres útil para elaborar tu texto. Cuando el poeta habla, ha de hacerlo él, no otro: tiene que hablar con su propia voz y manejar con libertad todas las prescripciones y géneros establecidos.
El lenguaje hay que usarlo en su totalidad y plenitud
En este sentido, en el de saltarse las convenciones y lo que puede ser considerado poesía o no, tienes afán de poetizarlo todo, incluso lo soez.
Sí, he hablado antes de la fuerza que he de percibir en el lenguaje para que me guste. El lenguaje hay que usarlo en su totalidad y plenitud: nos define como humanos, es nuestro pensamiento, nuestro yo, y quiero utilizarlo íntegramente. Históricamente se ha decantado lo que es poético y lo que no lo es, pero las palabras no son una cosa u otra per se, sino que su belleza o su fealdad depende de la relación que mantengan con las palabras con las que conviven, y me parece que palabras como mierda o coño pueden ser igual de poéticas según cómo las utilices, dónde las utilices y el propósito que persigan. Palabras no poéticas pueden convertirse en expresiones líricas y asumirlo supone también un reto intelectual y creativo. Escribí Seis sextinas soeces para ver si era capaz de suscitar algo parecido a la emoción estética, a la poesía verdadera, utilizando una serie de palabras soeces.
esta sensación de que tocamos las palabras, que las amasamos, me encanta
En Insumisión citas la frase de Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, y tú usas un vocabulario muy rico y variado. En “Escribir” aconsejas “usar todo el diccionario”. Esa riqueza demuestra amor a las palabras y un buen conocimiento del lenguaje.
Esto lo decía también Caballero Bonald, otro autor barroco: cuando escribía, quería tener todo el diccionario a su disposición. Hay gente que no lo ve así y evita palabras por demasiado cultas o elevadas, o soeces. Yo creo que es un error, que el lenguaje es un todo que está a nuestro servicio. No hay que excluir nada: podemos usar todo el diccionario; solo depende de cómo lo utilicemos y en qué contexto. Intento siempre estar en disposición de manejarlo todo. Una palabra como almorrana siempre me ha parecido hermosa, estupenda. Este tipo de vínculo con las palabras, sonoro, musical y también dérmico, esta sensación de que tocamos las palabras, que las amasamos, me encanta. No obstante, también detesto algunas, como el pues causal: no puedo con él.
En tu poesía hay una especie de deshilachamiento del ser: el yo es duda; hay una visión del ser humano como algo sin consistencia, como tampoco la tiene el mundo que lo rodea (pregunta Emilia Oliva).
Ser es difícil. Y el ser humano es fundamentalmente incertidumbre. Quizá por esto he titulado mi poesía reunida Ser de incertidumbre. Me cuesta sentir que poseo certezas, y esa incertidumbre también afecta a la identidad, como si no hubiese llegado a cuajar.
¿Qué proyectos tienes ahora?
De momento estoy con traducciones. Dos se han publicado ya —de Jay Wright y Harold Norse—, una tercera saldrá dentro de poco, y me han llegado más trabajos de traducción, que tengo que entregar pronto. En todos los casos son poetas norteamericanos. No estoy escribiendo poesía en estos momentos, y tampoco me preocupa. Sí tengo un libro que aparecerá el año que viene en una editorial madrileña, escrito hace algún tiempo ya. La traducción publicada más recientemente, en Galaxia Gutenberg, es la de un clásico norteamericano, La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters.
ENTREVISTA REALIZADA POR ANA ISABEL ALVEA SÁNCHEZ.
Ana Isabel Alvea Sánchez (Sevilla, 1969). Licenciada en Derecho y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad de Granada (2008), diplomada en Estudios Avanzados (DEA), postgrado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (2011). Crítica literaria e, profesora de talleres de poesía y creación literaria y coordinadora de clubs de lectura y encuentros con autores desde 2009. Ha publicado los siguientes poemarios Interiores (2010), Hallarme yo en el mundo (2013), Púrpura de Cristal (2017), La pared del caracol (2020), Las ventanas del tiempo (2022) y Cuando susurran los cipreses (2024).