30 cuentos de Navidad y Fallo de la XX Edición
30 CUENTOS DE NAVIDAD
Hace más de 20 años comencé a organizar un concurso de cuentos de Navidad en una empresa en la que los jefes trataban de robarnos la alegría, decidí seguir convocando este certamen una vez que nos despidieron porque siempre hay alguien que intenta usurparnos la felicidad, aquí sigo dos décadas y miles de palabras después, todas escritas por treinta hombres y mujeres que fueron ganadores o finalistas, hay muchos relatos más, pero no he encontrado todos los cuentos, así que seleccioné 30, el último lo escribí yo, ni me acordaba, pero me ha gustado leer a esa persona que fui entonces y recuperar hoy su alegría.
Gracias a todas las personas que habéis participado durante estos años en el Certamen de Cuentos de Navidad el Satélite, que pasó a llamarse Certamen de Relato ¿Dónde está la Navidad? A quienes nos habéis leído durante todos estos años, a AMEIS, Culturamas y a mi hija Muriel que casi desde que nació me ayuda a organizar este concurso.
ÍNDICE
- AGUSTÍN GARCÍA AGUADO
- YULING CAI
- QUINTIN GARCÍA GONZÁLEZ
- JUNCAL BAEZA MONEDERO
- VICTOR ORTEGA
- MARÍA SOLEDAD GARCÍA
- MARÍA LUISA CORTÉS
- BÁRBARA COBOS
- CAYETANA ALONSO
- ARANCHA SANZ
- ERNESTO ORTEGA
- JESÚS OVIDIO GÓMEZ MONTES
- PALOMA GONZÁLEZ
- CELIA MOLINA
- SANTIAGO EXIMENO
- ALBERTO PALACIOS
- MIKEL REY
- ALMU BALLESTER
- MARÍA DE LA VILLA
- MIGUEL ÁNGEL MALO
- MARIO MOLINER. SEUDÓNIMO DE EDUARDO LAPORTE
- CARMEN HUICI
- DAMIÁN DI CARLO
- IGNACIO AYERBE
- SARA MEDINA
- EDUARDO CANO
- CÉSAR BARRANTES SERRADILLA
- JOSÉ MARÍA CAZORLA
- IRENE PÉREZ HERVÍAS
- SONIA ALDAMA
1.- PEQUEÑOS HUÉSPEDES
Desde el día en que a mi padre se le ocurrió hacernos pequeños como ácaros para guardarnos en los cajones de los armarios, las cosas en casa no han vuelto a ser lo mismo. Hasta hace un par de meses éramos una familia casi normal. Vivíamos con un gato de angora al que todos odiábamos y con el abuelo, amigo de piropear a las chicas desde la ventana de su alcoba, pero ahora las cosas han cambiado. Ya no está el minino, y el viejo se pasa las horas recitando como en un salmo nombres de antiguas novias. Procuramos que los nuevos propietarios de la casa no nos sorprendan durmiendo a pierna suelta sobre las mantas acrílicas del altillo o camuflados bajo la ropa interior con olor a naftalina. Eso de vivir entre objetos usados y ajenos, como dice Áurea, da un poco de asco, la verdad. Todo empezó con aquel maldito burofax del banco. Se nos apremiaba a abandonar la casa por impago de once recibos de la hipoteca. Mi padre, soñador y eterno desempleado, quiso hacerse un Noé en un plis plas, buscó tablones y clavos en los solares del barrio y anunció: construiremos un Arca lo suficientemente confortable para una familia media, solo hay que esperar a que escampe la tormenta, chicos, pero los bancos, como bien se sabe, tienen sus propias leyes sagradas, así que apenas acabábamos de afianzar la bóveda de la nave, nos sorprendió una comitiva judicial acompañada de un camión de mudanzas. Resultado: estábamos en la puñetera calle con lo puesto. El asunto, resolvimos, sería menos dramático si hacíamos piña y afrontábamos sin miedo cualquier contratiempo. Todos a una, dijo mi madre. Al cabo de dos horas regresamos a nuestro hogar, sorteamos los precintos del juzgado, y decidimos hacernos más pequeños. Así, ocultos entre los poros de la caoba de los armarios, esperaríamos a nuestros nuevos inquilinos. Seremos como duendes, dijo Áurea, y al cabo de tres o cuatro días, cuando estábamos poniendo a punto nuestra recién estrenada dimensión de seres diminutos, aparecieron los nuevos: madre, padre, dos mellizas con sus ridículas coletas rubias, y un caniche enano que para nuestra desgracia comenzó a olfatearnos y a ladrar sin mostrar miramientos. El abuelo, viejo mutilado de guerra, quiso intervenir en aquel pleito con el chucho escandaloso, pero mamá le rogó prudencia. Obediente, se quedó dormido bajo un juego de sábanas bajeras. Desde entonces no ha vuelto a abrir la boca.
No se vive tan mal en el interior de un ropero de tres cuerpos con lunas biseladas. Eso mismo dice mamá para calmarnos, pero sé que lo hace con la boca pequeña. Seguro que daría diez años de su vida por seguir poniendo lavadoras como antes y hablando desde el patio con la vecina del tercero. Por cierto, Áurea y Ricardito, los pequeños, siguen haciéndose pis por las noches. Mamá ya no sabe qué hacer con ellos. A modo de solución provisional, ha decidido enviarlos al mueble del lavabo. Allí, entre desagües, dice, es más fácil disimular todo tipo de humedades. Lo cierto es que estamos nerviosos, todos menos mi padre que sigue enfrascando en los planos de su maldita Arca de la Alianza. Supongo que algún día terminaremos desapareciendo de esta casa por simple necesidad. Lo peor es que no puedo ir ya a la escuela, ni siquiera me es posible soñar con un beso de Alicia en el recreo, snif, solo me queda esperar, colgado entre percheros, un futuro que se adivina bastante negro.
Mañana es Nochebuena. He visto el 24 señalado con un círculo en rojo en el calendario de la cocina. Papá y yo, cazadores furtivos, nos hemos mirado con tristeza, pero no hemos dicho ni mu, qué íbamos a decir. Aprovechando que el perro dormía en su cesto de mimbre, hemos requisado de la despensa un pellizco de sal y un puñadito de fideos cabellín. Con estos ingredientes, mamá hace una suculenta sopa que nos dura una semana. El problema es conseguir encender fuego entre tantas prendas textiles sin montar un cirio. Vamos a salir ardiendo un día, dice el abuelo que ha vuelto a hablar, pero cada vez lo escuchamos menos. Supongo que su voz se hace menos audible conforme disminuye su tamaño. Solo Ricardito parece crecer. Quizá le engorde su afición por picotear las migas del desayuno que dejan los nuevos sobre el hule de la mesa. Mamá le ha dicho que tenga cuidado, que no es cuestión de cuidar la salud. Solo se trata de sobrevivir, nada más. Si crece más de la cuenta, estamos perdidos.
Hoy, 26 de diciembre, día de San Esteban, ha sucedido algo que podríamos definir como suceso bochornoso. Solo el abuelo, viejo verde con licencia para vivir en el infierno, ha disfrutado con la escenita en cuestión. Papá Noel, o un tipo gordinflón con gorro rojo que se le parecía, y la nueva dueña de la casa se han pasado de la raya. Dos horas en pelotas, rodando como croquetas sobre la vieja cama de mis padres, soltando monosílabos tontos que no reproduciré (los muebles, por cierto, son nuestros muebles), y cuando han terminado la faena, han encendido un cigarrillo y, después, se han puesto hablar de sus cosas como si nada. Mi padre nos ha prohibido mirar, pero resulta muy difícil obedecer cuando nuestro tamaño unicelular nos permite fisgar a través de la abertura del armario desencolado. Mi madre, roja como un tomate, se ha puesto a trastear entre las toallas portuguesas de rizo. Solo el perro, que conoce nuestro secreto, nos ha mirado con sorna y se ha puesto a mordisquear como un vulgar Scooby Doo la colcha de cretona que mi madre recibió de mi abuela como herencia. Mañana, 27 de enero, día de Santa Ángela Merici, y si los cálculos de mi padre no resultan erróneos, nos refugiaremos del diluvio universal en nuestra confortable Arca, porque lloverá, lloverá a cántaros. Y nadie, nunca más, volverá a desalojarnos de nuestra casa.
Agustín García Aguado, ganador del XIX Certamen
2.- ¿DÓNDE ESTÁ LA NAVIDAD?
Llega el mes más esperado del año, diciembre, el mes de la Navidad.
A diferencia de muchas personas, yo, que provengo de otra cultura distinta, no celebro la Navidad. Empecé a pensar que mientras todas las personas están reunidas con sus familias cenando, con sus casas decoradas, pasándolo bien, mucha gente como yo, o en sí, por otras razones, no decoran las casas, no se siente el espíritu navideño.
Entonces, ¿Dónde está la Navidad para nosotros?
En el camino hacia mi casa, entre aquellas calles oscuras con una farola alumbrando a pocos metros de mí, me había encontrado con una caja de cartón que parecía moverse. Me acerqué lentamente por miedo a lo que podría encontrar dentro, pero justo antes de abrir la caja, se escuchó un maullido, y al abrir la caja vi un gato y muchísimas decoraciones a su lado. Ese momento me quedé pensando por qué la persona que abandonó al gato hizo eso. Cada uno tendría sus razones, pero debería tener más responsabilidad una vez que aceptó tener a este gato. No tuve más remedio que llevarme la caja para casa. Al llegar decidí quedarme con el gato, así que limpie al pobre gato y usando toallas le hice una especie de cama para que pudiese estar cómoda, también sacudí el polvo del árbol fuera de la casa y así para poder montarlo con las decoraciones que traía en la caja. Pasados unos días, el día de Navidad, llegaba a casa del trabajo y el gato me venía a saludar a la entrada de la puerta como todos los días, ya no sentía ese vacío o esa sensación de estar sola. Al fin, planeé una noche navideña en casa con mi gatito, la cena, la peli en el sofá y mantita.
Fue la primera vez que celebré la navidad y, sobre todo, no estaba sola.
Yuling Cai. Finalista del XIX Certamen
3.- CUENTECITOS PARA UNA NAVIDAD A CONTRALUZ
nacimiento 1
Andaba Dios en los zapatos andariegos de aquel hombre que habitaba en la intemperie de las noches y los días como un perro sin dueño ni cobijo.
Pero me repugnó su voz aguardentosa.
nacimiento 2
Se hizo Dios poeta en la voz morada y agria de un arlequín que contaba antiguas leyendas libertarias a los pájaros.
Los jilgueros, sin embargo, siguieron en las jaulas.
nacimiento 3
Lloraba Dios ayer entre la carne lechal y magullada, macerada de hierros y cristales, de un chaval roto, tendido sobre las cárdenas esquirlas de la carretera.
Por las prisas no pude detenerme.
nacimiento 4
Miraba Dios desde las pupilas remansadas de hambres y silencios de una niñita de tez africana que se asomó un momento a los colores de mi televisión.
Y yo seguí comiendo bacalao al pilpil tan ricamente.
nacimiento 5
Se adormilaba Dios entre los ácidos titubeos y dudas de la muchacha aquella que me preguntaba con una voz hiposa –eran las siete y cinco de la madrugada y ya se vislumbraba tras de las últimas sombras de la noche un arpegio de sol en la distancia— si el mundo era redondo o estaba achatado por los polos.
La verdad, a esas horas y con esa pinta, no me pareció pregunta pertinente.
nacimiento 6
Se quedó Dios prendido entre la áspera arquitectura de un almendro que recitaba versos con la voz albimorada de sus pétalos.
No logré verlo. Mis ojos estaban ocupados en el fulgor de los escaparates.
nacimiento 7
El domingo pasado pedía limosna Dios a las puertas blindadas de una catedral llenita de santos y cristos de marfil. Tenía la ropa sucia y las manos tiesas de indagar compasión en las miradas.
Lo sentí. Se me había olvidado la cartera en el otro gabán.
nacimiento 8
Amanecía Dios subido en un tractor mientras labraba esos surcos ocres abiertos para la siembra del pan de todos en el otoño.
Por pereza no los regué en la primavera. Y los agostó el verano.
nacimiento 9
Jugaba Dios en la sonrisa redonda de unos niños que bailaban peonzas en la plaza —gano yo, ganas tú—.
Me asustó el jolgorio aquel, tan vocinglero, y me marché.
nacimiento 10
Una noche soñé que Dios estaba en la guitarra burlona de un rockero que escupía sus pérfidas verdades —¿quién roba a quién? — contra los muros del patio infectado de una cárcel. En la calle de enfrente ardían, orondos, los letreros luminosos de los bancos.
Al despertar, sentí que el mundo era un fracaso y me bajé.
nacimiento 11
Crecía Dios sentado en los pupitres de la Universidad donde un joven aprendía con dificultad a dividir los panes y los peces entre siete mil trescientos millones de habitantes.
Allá él y sus idealismos. Pero a mí nunca me han salido esas cuentas.
nacimiento 12
Estaba Dios en las muecas amargas por la pena de aquella mujer joven que bebía por si lograba taponar la herida de un corazón lacerado de abandonos.
Y yo pensé, tonto de mí, que sólo quería emborracharse.
nacimiento 13
Abrió un quiosco Dios en una plazuela bulliciosa de mi barrio y en los ratos libres que le dejaban los muchachos con sus algarabías escribía de su puño y letra cuatro líneas consoladoras en los márgenes heridos de cada noticia.
Ya ven, nunca logré entender su letra.
nacimiento 14
Plantó su tienda Dios en mitad de la marea de la vida. A la amanecida, cuando los ánsares regresan de la noche, embarcaba sus pies en las crestas restallantes de las olas y socorría el aullido de los náufragos.
Yo preferí seguir pescando en alta mar.
nacimiento 15
Lloraba Dios el otro día, reclinada la cabeza sobre la lápida morada de una tumba, al caer la tarde en el misterio.
El caso es que como no me salían las palabras no me quedé a hacerle compañía.
nacimiento 16
Había un Dios pequeñín, medio en rosa, acurrucado en los frágiles barrotes de una cuna mientras el alba estallaba en mil fulgores.
¡Qué lástima! Aún no había aprendido a ponerme de rodillas y sonreír.
nacimiento 17
Estaba Dios aquí, allí, y no lo vi. Era una fecha cualquiera en cualquier sitio.
Pero yo creía entonces que Dios estaba sólo en los belenes, en los dulces sermones de las Misas del Gallo, o al final de la cena en el susurro dorado del champán de Navidad.
Y allí no encontré a Dios.
Quintin García González, Ganador del XVIII Certamen
4.- LUCES DE NAVIDAD
LUCES.
Plano corto
El bebé berrea, arruga la boca y aprieta los ojos.
Plano general corto
Lejos, un muchacho se ajusta el cinturón por encima del chaleco de piel de borrego y se cala el gorro para protegerse las orejas. Lleva un bolso cruzado, con un pedazo de queso que su madre acaba de envolver en un paño. Se frota las manos. Tiene los nudillos rojos y los dedos entumecidos.
Plano cenital
Cuando el chico del chaleco avanza, se le reconoce por la parte superior del gorro, sobre el que empiezan a posarse minúsculos copos de aguanieve. Su figura, vista desde arriba, es un puntito del que sobresalen piernas y brazos al caminar, dirigiéndose al otro lado de la calle. La nieve de ayer se amontona escuetamente en los bordillos y entre los adoquines.
Hacia el cielo se eleva una delgada humareda blanca. Sale de un pequeño horno, y parece que se escapa por las ranuras como si alguien soplase desde dentro. Huele a pan a medio cocer. A masa madre blanda, porosa y salpicada de grumos. Un poco más allá se levanta al aire un sonido cristalino de agua moviéndose. Ahí, justo en la otra acera, unas manos veloces cogen de un cesto unos pantalones de tela gruesa seguramente, por la forma que se les adivina, y lo hunden con fuerza en el cubo, salpicando agua por todas partes. La superficie está cubierta de blanco y burbujas por el jabón. La tela sobresale y se hunde varias veces mientras esas manos la frotan ateridas de frío y violáceas.
Plano detalle
Un pie minúsculo y suave se eleva al aire y roza su piel la sombra anaranjada de una hoguera rodeada de piedrecitas. Lo acaricia el calor del fuego y ese pie se estremece. No ha caminado aún, no conoce nada todavía, pero lo cierto es que tiene la forma perfecta. La verdad es que es un pie que en realidad es un futuro.
Primer plano
Una mujer sonríe, incorporándose despacio, y en sus ojos se enciende una luz que acaba de nacer, que muere de cansancio y que se revuelve al menor ruido. En su rostro suave se respira una alegría a la que todavía no le sabe poner nombre. Jesús, murmura. Y el bebé que está en sus brazos abre un momento los ojos, que todavía son grises.
Plano en profundidad
Detrás de esa mujer, al fondo del pequeño refugio, un hombre dobla cuidadosamente una manta, la reduce a la mitad y después, a la mitad de nuevo, para que pueda ajustarse a un cuerpo de niño que aún necesita estar envuelto y apretado. Se la acerca y ella la coloca sobre el bebé, la añade a la que ya tenía, teniendo mucho cuidado con el fuego y con el frío más allá de la madera. Los dos miran al crío y sonríen al mismo tiempo, y entrecierran un poco los ojos porque a partir de ahora es así como lo mirarán cuando lo tengan en brazos o esté acostado en la cuna cubierta de pajas.
Plano general
Casi tocando la carretera asfaltada, hay tres animales quietos. Tienen una piel extraña. Los recorren grietas y sequedad en algunas partes. Son animales color caramelo, fingidamente suaves, de patas nudosas y pezuñas apretadas. Llevan unas correas de cuero oscuro enganchadas en las mandíbulas, para que puedan dirigirlos los tres hombres que ahora están quietos a su lado. Parecen cansados. Han llegado aquí después de un largo viaje guiando a los animales y a sus tres jinetes. La gente que se arremolina en la plaza no los mira, aunque tienen que haberlos visto, son animales enormes, de ojos opacos y una silueta ondulada que parece de cuento. Esas personas caminan, charlan, se dan palmadas en la espalda cuando se saludan. Casi todas llevan algo y se resguardan del frío bajo los toldos. Sonríen cuando miran la estructura de madera construida en un extremo de la plaza, formando una especie de refugio de donde se escapan algunos sonidos. Brilla una luz tenue en su interior. Tres figuras coronadas se están acercando a esa abertura luminosa, solemnes, calladas, combatiendo el frío con unas enormes túnicas de terciopelo. Cuando llegan hasta el refugio de madera se detienen y se arrodillan casi al mismo tiempo y aunque estén de espaldas a la plaza y la gente no pueda ver lo que están haciendo, todos saben que están apoyando en el suelo tres cajitas, tres ofrendas que acuestan a los pies de ese niño que todavía no ha caminado un solo paso y que no conoce nada aún, y cuya piel acaricia suavemente el calor de la hoguera.
Plano aéreo
En lo alto del Ayuntamiento, donde está el reloj, sobresale un cable que cruza el cielo de la plaza y termina sobre una farola, al otro lado. Justo a la altura del refugio de madera, deja caer un conjunto apretado de bombillas blancas que, miradas de frente, y a lo lejos, conforman una estrella perfecta. Hay perros acostados en los rincones y alguien ha cubierto sus cuerpos con mantas de algodón blanco nudoso, para que parezcan corderos. Los tres pajes que esperaban junto a la carretera se apoyan un momento en los costados de sus camellos de cartón.
Antonio, el del kiosko, enciende el foco que han traído del teatro para iluminar la salida de los Reyes del Portal. Sus coronas resplandecen. ¡Aleluya! Gritan las vecinas que han hecho cola durante horas para poder ver el espectáculo en primera fila, detrás de las vallas. Elena y Alfonso les sonríen desde dentro del portal, felices de haber sido escogidos como protagonistas porque hace solamente un mes que nació su hijo.
Ricardo, el concejal de cultura, hace una pasada más de la cámara sobre la plaza, asegurándose de recoger las personas, los animalillos, los restos de nieve. Por último, enfoca a la estrella de Belén y cuando suena la última nota del villancico, todos aplauden.
CORTEN.
Juncal Baeza Monedero. Finalista del XVIII Certamen
5.-ALGUNOS PERIODOS DE SIMPATÍA
Que el veinticuatro de diciembre sea o no laborable no es algo que me corresponda a mí decidir. Mi preferencia sería permanecer ocioso, aunque, si ese hubiera sido el caso el año pasado, si quienquiera que ostente la responsabilidad sobre nuestros calendarios laborales hubiera atendido mis deseos, entonces no se habría producido la conversación telefónica que mantuve con Jesús Varela, uno de mis clientes más antiguos.
Tratar de explicar cuáles son las tareas concretas que se realizan en mi oficina sería un ejercicio de inevitable deshonestidad, porque ni siquiera yo mismo poseo una idea nítida sobre el propósito de mi trabajo. Somos, y eso es seguro, una empresa moderna. Nos mantenemos ejemplares en lo relativo a los procedimientos de calidad y hasta estamos desarrollando un manual que aspira a convertirse en una gigantesca enciclopedia conductual; según el departamento responsable de la configuración de este manual, si el proyecto resultara exitoso tendríamos garantizada la resolución de cualquier conflicto a una velocidad incluso superior a la de nuestro intelecto. Yo no soy capaz de representarme una cosa así, pero hace ya mucho tiempo que determiné no contradecir la disparatada lógica de mi organización. Lo que sí puedo certificar es que, desde que llegué a la oficina —al poco de terminar mis estudios hace diez años—, Jesús Varela ha sido siempre uno de nuestros clientes.
El proceso es siempre el mismo: a primera hora de la mañana suena el teléfono, yo descuelgo, y Jesús Varela está al otro lado con una voz de premura que parece requerir soluciones inmediatas. “Hola. Debemos asegurar la trazabilidad del método”, me dice. Pero al cabo de un par de minutos su entonación se va relajando, y cuando ha pasado un cuarto de hora la conversación ya no tiene que ver con los aspectos laborales que parecían haberla motivado.
Todo lo que yo sé acerca de Jesús Varela me ha sido revelado, en una u otra ocasión, por el propio Jesús Varela. Todo lo conozco gracias a él, y más exactamente gracias a nuestras extensísimas conversaciones telefónicas, pues sucede que nosotros, incluso después de muchos años colaborando, nunca nos hemos visto en persona. Pero eso no tiene importancia. Por él sé que alimenta y hospeda a una pequeña familia de gorriones en el ventanuco de su despacho; al parecer, las aves han hallado en Jesús Varela a un auténtico mesías, y si no fuera por sus diminutos cerebros y por esa natural e incontenible propensión hacia la huida, sin duda —y de acuerdo con su opinión— Jesús Varela y los animales ya habrían disfrutado de grandes momentos en compañía. “¿No te he hablado de los pájaros? —me dijo un día—. Resulta que hay unos gorriones”. Me ha contado que nada le disgusta tanto como no ser capaz de encontrar aparcamiento por las mañanas, que percibe en esa imposibilidad un fracaso personal de imprevisibles consecuencias, y que para evitar semejante escenario pernocta con frecuencia dentro de su coche, aparcado justo en la puerta de la oficina. Según él, la satisfacción que ello le produce es de tipo místico—religiosa. Cuando me estuvo relatando qué razones le habían llevado a sospechar que su jefe directo era un psicópata (por lo que dijo, una vez le pegó una patada a un niño), yo tuve todo el tiempo la sensación de que Jesús Varela otorgaba a esa conjetura una importancia desmesurada, como si no tuviera acceso a muchas más personas fuera del trabajo. Y eso me impresionó. Sé además que estuvo casado, y que tuvo dos hijos, pero que cierta flaqueza le llevó a perder a su mujer, y que después de aquello los niños dejaron de ser tan niños y empezaron a ocupar la mayor parte del tiempo en atender su incipiente juventud. Creo entrever que eso le causa sufrimiento, y creo hacerlo porque también a mí, de alguna manera, me lo causa.
Podría afirmar sin grandes dificultades que no soy insensible a las emociones de los demás. O que procuro no serlo, al menos. Pero a la vez habría de admitir que hay ciertas épocas del año en que me veo impulsado hacia la simpatía de un modo más decidido. La Navidad es una de ellas, por supuesto, y aunque odie reconocerlo, el resto de las épocas no lo son en igual medida. En Navidad puedo conmoverme ante la solemnidad de una madre comprando a su hija su primera flauta dulce, o frente a la imagen de un anciano de aspecto andrógino recogiendo a sus nietos del colegio, pero si, digamos durante el verano, me topara con una de esas escenas, todo lo que experimentaría sería una indiferencia silenciosa. Supongo que hay en la Navidad algo terminal que nos empuja a hacer balance sobre nuestro comportamiento, e imagino que todos deseamos obtener un buen resultado de ese examen.
El veinticuatro de diciembre del pasado año, confiado por la deriva apacible de nuestra conversación, cometí el atrevimiento de preguntar a Jesús Varela sobre sus planes para Nochebuena.
—¿Qué haces esta noche? —dije.
Hubo una pausa, y después Jesús Varela contestó:
—Voy a cenar con mi gata, pero a mí lo que me habría gustado es irme contigo a la Patagonia o a cualquier sitio de esos lejos de aquí.
Yo me preparé para una carcajada, pero la naturaleza del silencio posterior a su intervención me hizo sospechar que aquello, para él, no resultaba exactamente divertido. Imaginé la cena con el gato y sentí algo parecido al dolor, y después me dije que, aunque extravagante e imposible de ejecutar, la idea de desplazarme con Jesús Varela a la Patagonia no encerraba en sí misma nada que pudiera considerar desagradable. Esa reflexión me hizo sentir un poco más piadoso. A continuación, miré por la ventana. Todavía tenía el teléfono apoyado contra mi oreja, pero giré noventa grados para mirar afuera. Miré afuera. Miré y miré, y noté que la calle ya se estaba llenando, como todos los años a esas alturas, de la sustancia confortante que acompaña normalmente el inicio de las cosas.
Victor Ortega, ganador del XVII Certamen
6.- EL PLAN
Mi hermano lleva tres años en chirona y, desde entonces, el día de Navidad mis padres y yo vamos a visitarlo a Valdemoro. Desde pequeño se le dio bien burlar cerraduras con ayuda de una radiografía, incluso desmontarlas como un juego de lego. Hasta el momento en que se le ocurrió volar la del Banco Santander no nos percatamos del peligro. No había salido de la sucursal, en el Dos de Mayo, cuando saltaron las alarmas.
En Nochebuena cenamos los tres con los abuelos, los tíos y los primos, y mamá se la pasa suspirando. El abuelo habla por teléfono con Manu, pero mamá no tiene ni idea, porque lo hace a escondidas. El resto no sabe nada de lo de la cárcel y mamá se ha inventado una historia para justificar su ausencia. Le puede la vergüenza, y papá, que nunca alza la voz, lo da todo por bueno con tal de no llevarle la contraria. Como a Manu le pilló estudiando un ciclo de informática, lo ha puesto a trabajar para una oenegé y lo ha enviado a Etiopía a actualizar todos los ordenadores del país. Al principio, todo eran preguntas sobre su regreso, pero, sin meterse en camisas de once varas, han asumido que Manu es un chico solidario y trabajador y que hasta que no finalice lo que se ha propuesto seguirá allí.
—Seis años pasan pronto —se intenta convencer mamá cuando nos quedamos a solas—y Etiopía es muy grande y tendrá muchos ordenadores que arreglar.
Ella prepara la cena casi sin ganas, haciendo de tripas corazón para que el resto de la familia no sospeche nada, pero cuando se sienta es incapaz de tragar. Se excusa diciendo que echa mucho de menos a Manu, así que el abuelo vuelca en su plato el pavo que mamá no se come. Dice que pasó mucha hambre durante la guerra y que nunca más.
Por la mañana, el día de Navidad, nos subimos los tres al coche y no abrimos la boca hasta que la funcionaria de la puerta nos pide que nos identifiquemos y revisa el paquete que mamá le ha preparado a Manu. Debe de tener docenas de camisetas interiores. En cada visita, mamá le mete una nueva, y eso que ella acude cada dos semanas. La sala donde nos reunimos es enorme y está adornada con un espumillón de hace mil años. Los gritos reverberan como si estuviésemos en el mercado y se mezclan con los villancicos que escupe un altavoz. Nos sentamos y esperamos a que Manu aparezca por la puerta del fondo.
Mamá siempre repite lo mismo.
—Ay, hijo mío, por qué te has tatuado otro dibujo de esos tan horrorosos. Pareces un delincuente.
Papá y yo miramos al suelo, pero esta vez Manu no se toca los tatuajes, sino que se comporta como si realmente estuviera en Etiopía, con la cabeza en otro sitio. Hoy, Manu está serio. Nos dice que ya no aguanta más dentro, que si sigue así va a cometer una locura. Mamá se echa a llorar y yo le estrecho la mano, porque no sé cómo consolarla.
—Hijo, si yo sé que tú no tuviste la culpa, pero ya queda menos. Solo tienes que portarte bien y verás.
Pero Manu no la escucha. Por la manera de tocarse el pelo, tejiendo tirabuzones, sé que está tramando algo y que no sabe por dónde empezar. Entonces, se decide y nos cuenta lo del plan. Dice que de esta no pasa y que es la última vez que pisamos la cárcel. Piensa disfrazarse de Baltasar y, aprovechando el jaleo que se monta en Reyes, escaparse por una puerta por la que se accede a la enfermería. Desde allí, reventará la cerradura que da al exterior. No tiene ninguna complicación, nos asegura. Para llegar a la enfermería, fingirá que le duele la tripa o se dará un atracón de polvorones y figuritas.
—Ay, hijo, de Baltasar.
Eso es lo único que se le ocurre a mamá sobre la majadería de Manu.
—Sí, mamá, seremos muchos baltasares, uno por pabellón, así que cuando descubran mi ausencia ya estaremos lejos.
Supongo que no será necesario explicar que, para completar la fuga, nosotros estaremos fuera a lo Thelma & Louise, con el coche al ralentí para salir huyendo.
En Nochevieja, mamá se come las uvas apresurada. Y pide un deseo. Hace tanto que no la veo sonreír que sé perfectamente en lo que está pensando. Brindamos toda la familia y mamá les anuncia que ya pronto terminará el proyecto de Manu en Etiopía y en unos días estará en casa. Las copas chocan de nuevo y el abuelo, valiéndose de la euforia general, se sirve más champán.
La mañana de Reyes papá explota. Le grita a mamá y le dice que así no ayuda a su hijo, que todo es culpa suya por no saber decirle nunca que no y consentirlo. Mamá lo mira sin pestañear y le ordena que se suba al coche y se calle, que si después no quiere saber más de nosotros, que se vaya. Pero que se suba al coche. El abuelo nos desea buena suerte y me guiña un ojo. ¿Qué sabrá él?
Papá arranca y coge la M-50, más mudos que nunca. Desde el retrovisor veo a mamá llorando, pero con el ruido del motor apenas se la oye. Aparcamos en el sitio y a la hora que hemos concertado con Manu. Ni rastro de traje de Baltasar. Pasan una hora, dos, tres, cuatro. Anochece. Resplandece el encendido de las luces.
—Vamos a casa —dice mamá abotonándose el abrigo.
Papá obedecer sin rechistar. Ahora el que llora es él. A mamá no le quedan ya lágrimas. Otra vez caravana a la entrada de Móstoles. Me pongo los cascos y dejo que Pitbull cante a todo trapo. Espero que este año se hayan acordado de colocar mis regalos bajo el árbol. Y rezo porque olvidemos pronto esta Navidad.
María Soledad García. Finalista del XVII Certamen
7.- TATA
Mi hermana Tata se ha ido a trabajar con los Reyes Magos, en serio. Se estuvo preparando durante las Navidades: se volvió más seria porque empezó a pensar en los juguetes que iba a hacer, y adelgazó para que el camello aguantara su peso.
El 22 la ropa le estaba como un camión. La falda del colegio se le caía. Ya no comía croquetas, dejó de desayunar y tampoco merendaba. Cada vez cenaba menos y, a la hora de comer, se preparaba un poquitín de puré y ya está. Papá y mamá se enfadaban con ella, que comiese un poco, que no podía seguir así, y no sé por qué, deberían haberse sentido orgullosos de que su hija mayor fuese a ayudar a los Reyes Magos.
Tata me dejó elegir peli la noche del 23. No se quejó porque quisiese poner Pesadilla antes de Navidad en vez de Regreso al futuro. Tampoco lo hizo el 24 por la mañana cuando la obligué a salir a jugar con la nieve, ni luego por la tarde, cuando empecé a cantar villancicos justo al lado de su oído. Supongo que, porque allá donde viven los Reyes Magos, no hay que quejarse, solo trabajar.
El 25 no tuvo ningún regalo, pero no porque se hubiese portado mal ni nada por el estilo, sino porque eso también lo habían hablado los Reyes con ella: “o Papá Noel o nosotros, elige”, le habían dicho.
Después de Navidad dejó de comer del todo. Ni siquiera se hacía ese poquitín de puré en las comidas. Empezó a hacer mucho deporte con la Wii todos los días y mis padres volvieron a enfadarse y yo volví a sentirme orgulloso porque ya sí o sí iba a poder montar en el camello. Yo me sentaba en el sofá y escuchaba cómo decía: uno, dos, uno, dos, uno, dos.
Tampoco fue todo un camino de rosas. No se lo pregunté, pero creo que la Tata estuvo a punto de rendirse. Sí, creo que fue eso en lo que pensaba cuando me la encontré en el baño llorando como una oveja. Estaba desnuda y susurraba “estoy gorda, estoy gorda” como susurraba el uno, dos con la Wii. Me asusté porque llevaba mucho tiempo sin verla desnuda porque ya no se quería duchar conmigo, y desde entonces había cambiado mucho: le habían salido unas tetas donde antes había dos manchas que intentábamos quitar con el borra. Tenía pelo ahí abajo y pensé que con lo que le cuesta aclararse el de la cabeza, cómo es que había dejado que le creciera más. Sus piernas parecían dos farolas y se le notaban tanto las costillas que quise no volver a verla nunca más. El abuelo la habría llamado “saco de huesos”. Yo imaginé que la abrazaba, le daba un beso en la mejilla y le decía que no se preocupase, que los Reyes sabían que se estaba esforzando mucho, pero no lo hice de verdad, solo seguí imaginando. Imaginar es genial, me hace sentir calentito.
Luego comimos muslos de pollo mamá, papá y yo, y ella nos miró. Aún se notaba que había llorado porque parecía que se le había caído la piel de la cara. Pensé que a lo mejor necesitaba reírse, así que busqué en la parte de arriba del cerebro, donde guardo las bromas, y dije:
—Tata, podríamos haber hecho los muslos de pollo con tus piernas, se están quedando igual de finas que el que se está comiendo papá.
Nadie dijo nada.
Por la mañana papá y yo calentamos cuatro vasos de leche, luego él frió unos huevos y me pidió que metiese las salchichas Frankfurt en el microondas. Le pregunté por qué hacía tanta comida si Tata no desayunaba, y me dijo que, si no se la comía, se la metía por los cabezones. Empezaba a parecerse al abuelo.
Yo tuve razón, la Tata no desayunó, pero papá no le metió la comida por los cabezones. Nos fuimos a echar la siesta al sofá y Tata encendió la Wii.
Cuando me desperté de la siesta a la Tata le temblaban las piernas. Empezó a respirar muy fuerte y mamá corrió a sujetarla. Se desmayó como una princesa Disney. A mí me encanta cuando una princesa Disney se desmaya porque sabes que un príncipe la va a coger y van a ser muy felices, pero esta vez no me gustó porque la que se desmayaba era mi Tata.
La metieron en su cama y yo iba a verla a veces, si me aburría. Cuando estaba con ella no paraba de imaginar cómo sería cuando se fuese con los Reyes y nosotros fuéramos a visitarla alguna vez. De verdad, no os imagináis lo calentito que estuve imaginando, tanto que si Papá Noel lo supiese, me llevaría de calefacción al Polo Norte y mi Tata se convertiría en la competencia. Su habitación me encantaba. Era mucho más grande que la mía y no estaba pintada de rosa como las de las demás chicas. Pensé que allí me cabrían todos mis juguetes y pregunté a la Tata si dejaría que me la quedase cuando se fuera. Dijo que sí en mi cabeza y fue suficiente.
El Día de Reyes por la mañana ya se había ido. Cuando me levanté tampoco encontraba a papá y a mamá así que abrí yo solo los regalos. Después llamaron al timbre. Eran ellos vestidos de negro, con la cabeza gacha y la piel de la cara como si se la hubiesen arrancado, igual que Tata cuando lloró en el baño.
—Puedes llevar tus juguetes a la habitación de Tata —me dijo mamá.
Pusieron flores negras en el salón y compraron unas mantas negras también. Yo iba a preguntar por qué ponían tantas cosas negras, pero estaba ocupado colocando mis juguetes.
Luego vi a mamá limpiar un marco con una banda negra donde había una foto de Tata y, aunque estaba contento porque ahora tenía dos habitaciones, me sentí mal por no haberle dicho adiós.
Cayetana Alonso Cáceres, finalista del XVII Certamen
8.- LUCES DE NAVIDAD
Todo se volvió negro. Toqué mis cicatrices.
Desperté en un sitio ajeno, blanco; con olor intenso a desinfectante: un hospital. No sabía qué hacía allí, gente con uniformes verdes y blancos corrían hacía unos monitores.
Me saludó un desconocido que me cogía la mano y la acariciaba con su pulgar. Intenté separarme de aquel roce, pero no lo conseguí.
Una enfermera pidió al extraño que saliera de la habitación, se levantó despacio, besó mi mano antes de soltarla y se despidió mientras lanzaba un beso al aire. Giré la cara.
Una mujer se acercó a mi cama y se presentó como la doctora Delgado, me informó que había estado en coma y me preguntó si recordaba lo que había sucedido.
No contesté, me sentía aturdida, solo percibía colores, olores y sonidos que me distraían, no sabía lo que había pasado, ni cual era mi nombre. La doctora debió leer el torbellino mis pensamientos porque volvió a interrogarme:
—¿Cómo se llama?
—No sé —respondí.
—Es normal que tras un coma se sufra algún tipo de amnesia. Ahora necesita descanso.
Antes de pensar alguna pregunta, la doctora había desaparecido por la puerta.
Una enfermera me informó:
—Tu nombre es Sara Gutiérrez y tienes treinta y ocho años. Estás desorientada. No te esfuerces, intenta dormir. Si necesitas algo toca el timbre. Ahora pasa tu marido.
—¿Mi marido?
La pregunta quedó en el aire, el cerebro trabajaba a toda velocidad. No conseguí nada más que una fuerte jaqueca.
Media hora más tarde, entró señor, exhibía una gran sonrisa que no se reflejaba en unos ojos grises, casi transparentes.
Temblé.
— ¿Cómo estás?
—Con dolor de cabeza
Cerré los ojos y me dormí.
Desperté, era de noche y temblaba, no me gustaba la oscuridad.
No volví a conciliar el sueño, me llegaban imágenes confusas de carreras y pasillos. Escuché pasos. Sentí sombras por la habitación.
Al día siguiente una enfermera muy amable me trajo un espejo, no reconocí mi rostro, las cicatrices eran ya casi imperceptibles, parecía más joven, a pesar de las numerosas canas aparecidas entre las mechas rubias.
Un fisioterapeuta, Rodrigo, me dijo que había venido cada día a hacerme ejercicios para que no perdiera la musculatura, y ahora me tocaba trabajar un poco. Resultó una sesión agotadora.
—Mañana tenemos otra cita— dijo al marcharse.
Mi esposo llegó a las cuatro de la tarde, me besó en la frente, como el día anterior di media vuelta y me dormí. Sus gélidos ojos fueron la primera imagen al despertar.
Esa noche soñé que corría por una casa, eco de gritos me perseguían. Por la mañana una enfermera me sacudió el brazo mientras me decía algo que no llegaba a entender. Cuando conseguí despertar escuché:
—La doctora quiere hablar con tu marido y contigo.
Contesté muy agitada que no deseaba que le dijeran nada.
Salió y volvió al instante con dos médicas:
—Me dice la enfermera que está muy alterada, ¿Qué ocurre? —dijo la doctora Delgado.
—He tenido una pesadilla, ya estoy mejor.
Le pedí que solo me informara a mí, lo hizo. Sentada a mi lado, detalló cada una de las lesiones y me presentó a su acompañante, una psiquiatra que, tras muchas preguntas, diagnosticó terrores nocturnos y manía persecutoria. Prescribió un nuevo tratamiento. Mas tarde vino un neurólogo, me explicó que no se conocían las secuelas neurológicas todavía, era pronto para valorar si la recuperación de la memoria sería total o parcial.
Por las tardes daba largos paseos por el pasillo, me acompañaba mi desconocido esposo que se convirtió en mi sombra crepuscular. Hablábamos cada vez más y las conversaciones eran más fluidas, se interesaba mucho por mi estado y se ponía especialmente serio para preguntar por mi memoria, yo ocultaba esta información.
Amanecí empapada. Muy agobiada me levanté. Pensé escapar, no sería difícil, pero me faltaban fuerzas, y no sabía dónde ir.
La evolución era muy buena, en pocos días realicé grandes avances en rehabilitación, Rodrigo pensaba que pronto me iría.
A los diez días de mi renacimiento, la doctora me dio un informe de alta, tendió su mano, la estreché y noté su fuerza. Agradecí sus atenciones.
Madrid nos acogió con la decoración navideña y un frio similar al del coche en el que viajaba con un compañero feliz y hablador, yo me oculté tras una sonrisa callada.
Me recibió Clara, nuestra interna, la recordé nada más verla, rehuía mi mirada, parecía nerviosa; me acompañó sigilosa en un recorrido por la casa. En el dormitorio, sobre un caballete, había una foto de unos novios, éramos nosotros. No sé si oí, o imaginé que Clara, con voz apenas perceptible, me pedía que escapara. Nos miramos y me abrazó. Seguimos la exploración y allí estaba la terraza. Evoqué una carrera por el pasillo, golpes, gritos.
Un salto al vacío…
Observé las luces a través del cristal, siempre me gustó la Navidad.
En el salón nos esperaba él, respiré hondo para tranquilizarme antes de entrar, con amabilidad le sugerí que adornáramos la casa con muchas luces.
—Tendrás la casa más bonita de tu vida.
Sonreí aterrada.
Me senté en el sofá para ver la tele, empezaba a relajarme y sonó un portazo. Silencio. Un fuerte golpe. Me sobresalté.
Unos minutos más tarde, él entró con la cena.
Miré el plato, comí poco.
Esa noche compartimos la cama, estaba tan cansada que enseguida me dormí. En sueños noté unas manos me desnudaban. Permanecí inerte ante sus sacudidas. Lloré.
El sábado amaneció gélido, él fiel a su palabra, buscó los adornos navideños, años atrás habíamos contratado más potencia para tanta iluminación.
Observé desde el pasillo cómo preparaba metódico todos los cables, rodeó la casa, los marcos de puertas y ventas y los aleros del tejado de forma minuciosa.
Pedí a Clara que encendiera la calefacción.
Un fogonazo eléctrico precedió a un fuerte golpe, todo se volvió oscuridad.
Corrimos al salón, junto a la escalera caída, yacía el cuerpo extraño en una postura imposible.
Clara me miró y dijo:
—¡Qué locura, Debió desconectar el cuadro eléctrico!
Toqué mis cicatrices.
María Luisa Cortés. Finalista del XVII Certamen
9.- CUENTO DE NAVIDAD EN 2020
Melania abrió los ojos lentamente. Había vuelto a quedarse dormida y aquel agotamiento permanente que sentía no le permitía ni levantarse de la cama. Aquella habitación del hospital donde se encontraba estaba pintada de un lúgubre blanco agrisado, en la que tan solo había una mesita de plástico con una lámpara pequeña que apenas alumbraba la estancia. Todo estaba impolutamente limpio, pero era un lugar muy deprimente. Al lado de la cama de Melania estaba la ventana, que mostraba cómo caían silenciosamente copos de nieve en aquella noche negra y fría.
A la ancianita le habían dicho que había contraído la enfermedad esa tan famosa del 2020. Suspiró. Le costaba respirar, y, por sus mejillas ya ajadas por los surcos del tiempo cayeron un par de lágrimas al mirar una fotografía sobre la mesilla, que la mostraba de joven junto a dos niños. ¿Aquella noche sería Nochebuena? Melania ya no sabía qué día era, pero qué más daba. No lloraba por el virus que aquejaba su cuerpo, sino porque hacía mucho tiempo que pasaba la Navidad a solas. En cuanto se hizo una viejecita, sus hijos la habían encarcelado en una residencia donde la habían abandonado como si fuera un trasto viejo, sin preocuparse más por ella. Nunca fueron a visitarla, ni siquiera en Navidad, y apenas conocía a sus nietos. Que nunca tenían tiempo, le decían. Y ahora, no podía hablar con nadie y tan solo veía a unos enfermeros embutidos en unos trajes que parecían astronautas y que le traían los medicamentos y la comida envasada en bolsas de plástico.
Miró otra vez hacia la ventana, que se estaba llenando de nieve, pero, entonces, tuvo una especie de efecto óptico, pues algo negro se movió por la pared. ¿Habría sido la sombra de algún médico por el pasillo?
—¿Hay alguien por ahí?
La sombra también se asustó un poquito y se hizo muy pequeña, pero luego pareció serenarse, porque volvió a hacerse mayor.
—Disculpa —dijo—, no quería asustarte. Es que no tengo dónde ir en esta noche de Nochebuena.
—¿Qué alucinación es esta? —se preguntó Melania, mirando la medicación que había sobre la mesilla—. ¿De verdad eres una sombra?
La sombra asintió.
—En este hospital parece que no se encuentra la Navidad por ningún sitio. ¿Y dices que hoy es Nochebuena?
—Sí, y, como no pertenezco a nadie, no tengo con quién pasar esta noche.
—¡Es raro que una sombra no pertenezca a nadie! —exclamó la ancianita, entre toses.
—No todas pertenecemos a alguien. En el mundo hay muchas sombras a las que nadie quiere y que sobramos. Mi nombre es Melancolía.
—Entiendo —dijo Melania—, sé que es muy triste estar solo.
—Sí, es muy triste —afirmó la sombra—, ¿puedo estar aquí contigo?
—Claro que puedes, pues yo también estoy sola.
—¿No te importa, entonces, tener dos sombras?
—Os llevaréis bien —dijo Melania.
La viejecita tuvo otro ataque de tos y cogió el vaso de agua de la mesilla. La habitación ahora estaba más en penumbra que antes. Y, de pronto, volvió a ver otra sombra negra sobre la agrisada pared, que extendía implorante su mano.
—He visto que nos acoges —dijo la sombra.
—¿También estás sola? —preguntó Melania.
—Sí. ¿Podrías acogerme a mí también esta noche?
—Donde caben dos, caben tres —dijo Melania, amablemente. Y añadió—: ¿Cómo te llamas?
—Oscuridad —susurró la sombra.
—Quédate con nosotras —contestó la viejecita.
La ancianita cada vez tenía más frío y la habitación estaba más lúgubre, pues en el hospital se había corrido la voz de que había alguien que recogía las sombras sin dueño, por lo que se le unieron muchas más.
La cuarta se llamaba Angustia.
La quinta, Depresión.
La sexta, Dolor.
La séptima, Tristeza.
El cuartucho donde se encontraba estaba más oscuro y frío que nunca, debido a la cantidad de sombras que tenía alrededor. No tenía valor para echarlas, pues estaban solas, igual que ella.
Cuando dieron las doce de la noche, llamaron a la puerta, aunque no hacía falta, pues estaba abierta, pero ningún médico se encontraba por el pasillo. Otra sombra, mucho más grande y oscura que el resto, estaba allí esperando. Ahora, la habitación estaba en tinieblas y Melania apenas podía ver nada.
—¿Eres tú otra de esas sombras que nadie quiere? —preguntó la ancianita entre resuellos, desde la cama y tocándose el pecho, pues apenas podía respirar.
—Sí, podría decirse así —respondió la sombra.
—Pasa con nosotras —le dijo.
—¿De verdad también me acogerás? —preguntó, y se acercó a la anciana un poquito.
—Tengo muchas, pero donde caben siete, caben ocho —contestó Melania. Y añadió—: ¿Cómo te llamas?
—Me llaman Muerte.
Durante un tiempo hubo un largo silencio.
—¿Me acogerás? —susurró al fin la sombra.
—Sí, algún día tenías que venir —aceptó Melania, tosiendo— pasa.
Cuando aquella sombra entró en el cuartucho, reinó por completo la oscuridad. Lo siguiente que vio la ancianita era que se encontraba en un lugar totalmente iluminado. Alrededor suyo había unas figuras de luz bellísimas que le sonreían.
—¿Quiénes sois vosotras? —preguntó.
—¿No nos reconoces? Somos las sombras que recogiste aquella Nochebuena tan triste de 2020. También tú has cambiado y vuelves a ser hermosa.
Y era cierto, Melania volvía a ser una muchacha joven y llevaba un vestido de un blanco brillante. Las figuras de luz la acompañaron hacia una estancia magnífica gobernada por un árbol navideño de oro y una cena espléndida para celebrar la Navidad.
Bárbara Cobos. Finalista del XVII Certamen
10- TRITURADORA
Me negaba a pasar la Nochebuena solo y con el estómago vacío, así que decidí comerme todo lo que había cocinado para ti. Antes de empezar, le di un manotazo a la cajita que había dejado en la mesilla y que no llegaste a abrir porque rompiste conmigo y te fuiste dando un portazo.
Me senté en la cocina, abrí la boca como si tuviera las fauces de una pitón y empecé a devorar la comida de picoteo que tanto te gusta. Los sándwiches de foie con mermelada de arándanos, el lomo y el jamón ibérico. Me lo tragué todo sin masticar. Los dientes los empecé a utilizar con las nueces de Macadamia. Te habrían encantado, pero preferiste irte con el portazo. Luego fui a por el plato principal. Cogí platos y tenedores desechables para no fregar después. El horno olía que alimentaba así que me eché entera la pierna de cordero. Primero hinqué el tenedor en un trozo con bastante chicha, pero se partió y tuve que arrancarlo de la carne con la boca.
Di cuenta de la carne con bocados dignos del vikingo con menos modales del mar Báltico. Mastiqué la grasa de la paletilla, me abrí paso hasta los huesos. Me los comí enteros, hasta que no quedó nada. En aquellos momentos, la pitón y los vikingos se habían quedado atrás para darle paso a la trituradora en la que se habían convertido mis dientes. Me los imaginé picudos y metálicos dentro de mi boca, pero no me paré a comprobarlo porque aún me quedaba el postre.
Tarta Selva Negra. Empecé a lamerla imaginándome que mi lengua era tan larga y cálida como la de un San Bernardo. Terminé con veinticinco centímetros de diámetro de tarta alemana en lo que se tarda en pronunciar Kirschtorte. Las guindas que coronaban las cumbres de crema chantillí, las virutas de chocolate, el bizcocho borracho del interior. Con lo que te gustaba esta tarta. Con lo que te habría gustado lo que había en la cajita.
Luego la emprendí a lametones con el plato. Y con el tenedor. Sin querer, lo mordí un poquito y se partió uno de los pinchos. Fue suficiente para despertar a la trituradora, que redujo mi menaje desechable a virutas de plástico. Tenían un regustillo de licor, lo que me hizo darme cuenta de que no había bebido nada.
Abrí la botella Anna de Cordorniu con los dientes y le pegué tres tragos para engrasar a la trituradora. Nada ni nadie podía pararla ya. Guió mi mano hasta el armario de la cocina y, después de hacerme arrojar contra el suelo tres copas de cristal, le pegó un mordisco al borde de una de ellas. Luego otro y otro, hasta rodearlo por completo y dejarlo puntiagudo y desigual. Volví a mordisquear hasta que se me acabó la copa en sí, y me comí el mango y la base. El cristal se deslizaba por mi garganta haciéndome cosquillas.
Cuando se me acabaron las copas entré en nuestra habitación. La cajita seguía tirada en el suelo Y, ¿a qué no sabes qué hice? Me comí toda tu ropa. Hubo un momento en el que pensé que se me haría bola en el gaznate. No me avergüenza reconocer que estuve a punto de vomitar y tuve que taponarme la boca con un trapo para que no se me saliera todo, pero al final hice desaparecer tus vaqueros lavados a la piedra, tu abrigo de paño, tus jerséis de lana, que casi me matan de dentera. El truco para tragar fue hacer tiras de ropa con los dientes como si mi trituradora se hubiera convertido en una máquina para destruir documentos. Después me comí la puerta de madera pintada de blanco. La puerta del portazo, la de nuestra habitación. Vive Dios que la devoré como si hubiera dejado de ser un hombre para convertirme en la máquina astilladora más letal del mercado. A continuación, devoré la mesilla, el comodín y el mueble zapatero. Ni las patas de la cama dejé. De hecho, no queda nada de la habitación. Ni la pintura acrílica de las paredes, que emborracha casi tanto como el Kirsch.
Solo queda la cajita, que sigue en el suelo sin abrir. Lista para llenar el último vacío de mi estómago. La mordisqueó despacio. Me clavo las esquinas en las encías para ver si pinchan. Es más dura que los muebles, más gruesa que el cristal. Me la meto de golpe en la boca dispuesto a triturarla en dos o tres apretones de mandíbula, a ella y a lo que tiene dentro. ¿Que tú no la has abierto? Pues yo tampoco la pienso abrir. Empiezo con dos dentelladas, pero me da un espasmo de dolor digno de la caries más grande del mundo. Lo intento con las muelas del fondo, pero me reviento dos empastes. Esta caja es irrompible, así que tendré que engullirla como la pitón, sin masticar. Cuando me la meto en la boca y hago por tragar, se me atasca en la garganta. Esas endiabladas esquinas se me clavan en el esófago como ganchos afilados. Trago otra vez para que la saliva arrastre la caja por la boca de mi estómago, pero me dan arcadas. Intento respirar por la nariz, pero la caja no deja pasar el aire. Me aprieto la garganta con la mano para hacer presión y escupirla de una vez. No tiene caso, las esquinas no ceden. Esto no le pasaría al vikingo, a la pitón y a la trituradora. Esto no le puede pasar a nadie, ni siquiera a mí. Me siento mareado. La vista se me nubla. De nada sirve que intente respirar, pero mis pulmones prueban una y otra vez, desesperados por sobrevivir a esta maldita Nochebuena. Así que haz el favor de volver aquí, entrar en casa con otro portazo y hacerme vomitar el cordero, la tarta alemana, tu armario y el mobiliario. No puedo soportar la idea de morir de amor, y menos en Navidad.
ARANCHA SANZ. Ganadora del XV Certamen
11.- ¿CREES EN LA MAGIA?
Apenas es la una de la tarde, pero a las afueras de Rovaniemi, entre bosques de abetos y lagos helados, ya está anocheciendo. Papá Noel aguarda en su cabaña de madera a que se ponga definitivamente el sol. Afuera el frío arrecia. Un manto de nieve cubre el jardín y los copos flotan en aire, como pompas de jabón. Es 24 de diciembre y le espera una noche llena de magia. Se ha puesto su traje de gala, el rojo, ese que le sienta tan bien y que a todo el mundo le encanta. Aunque este año ha vuelto a engordar y cada vez le está más ajustado. Antes de que los últimos rayos de sol desaparezcan, sale de la cabaña y se acerca hasta los renos para darles de comer. Tienen que estar fuertes. Sabe que la noche será larga y quiere que todo salga perfecto. De repente, cuando se dispone a subir al trineo, siente un retorcijón en las tripas. “No debería haber comido tanto”, piensa, mientras se lleva las manos al estómago y echa a correr hacia la letrina que se ha construido al lado de la cabaña. Pero antes de llegar, obligado por una serie de pinchazos que recorren todo su cuerpo, se detiene. Un hormigueo le paraliza los brazos y las piernas.
En cuanto pase esta noche se pondrá a régimen, lo tiene decidido, pero ¿quién se imagina a un Papá Noel delgado? Quizás ya sea demasiado tarde. Lo siguiente que nota es un dolor agudo en el pecho, como si le estuviesen clavando un cuchillo en el corazón una y otra vez. De repente, se desploma sobre la nieve. Antes de desvanecerse un pensamiento atraviesa su mente: ¿Quién va a hacer mi trabajo ahora? Cómo se arrepiente de no haber vigilado más el colesterol. Los renos se acercan y lamen su cara, intentando despertarle, aunque ya no hay nada que puedan hacer. La temperatura desciende tres, cinco, diez grados. La noche se echa encima y la nieve comienza a cubrir su cuerpo, mientras, en la otra punta del mundo, a miles de kilómetros de distancia, el sol se mantiene en lo más alto del cielo y el tiempo es mucho más agradable. Allí, bajo las palmeras, los tres Reyes Magos ensillan sus camellos y abandonan el oasis. Deben darse prisa. Saben que tras unos años flojos, esta vez volverán a tener mucho trabajo. Entre un alborozo de risas levantan el campamento. En la arena, sobre las dunas, solo queda un muñeco de trapo vestido de rojo con tres agujas clavadas.
Ernesto Ortega. Finalista del XV Certamen
12.- LOS REYES MAGOS
A Miguel aún todo el mundo le llama Miguelito
Miguel, al que todos llaman Miguelito, no sabe que los Reyes son los padres.
Pronto lo sabrá.
Los Reyes son los padres, y también los tíos, y los abuelos; pero de esto Miguel, Miguelito, no es consciente todavía. Piensa, Miguel, que los Reyes Magos son magos de verdad, que tienen superpoderes porque él los ve ahí, en la caravana en la Televisión Española, y están en Madrid, pasando por la Cibeles, y en la esquina de arriba pone directo, pero también están subiendo ahora mismo calle arriba en su pueblo que no es Madrid, está cerca pero no es Madrid, y su madre le está gritando para que se ponga la bufanda corriendo porque hace mucho frío y para que bajen a la calle Que ya están todos tus amigos abajo, Miguel, y no vas a coger ni un caramelo.
A la caravana de los Reyes bajarán Miguel y su padre. Su madre no y su hermana Esther tampoco. Ella siempre está mala y siempre está jodiendo, eso piensa Miguel, lo piensa, pero no lo dice porque se ganaría una buena bronca y porque a la niñata no se la puede molestar no sea que enferme y haya que llevarla otra vez al hospital. Como siempre, piensa, siempre igual. La niñata siempre igual.
Miguel y su padre bajan a la cabalgata y se ponen en primera fila.
—Señora, lo siento, ¿nos deja? Es por el niño, Melchor es su favorito, el de barba blanca, ya sabe, en cuanto pase nos vamos se lo prometo. Muchas gracias, señora.
Por eso cree, Miguel, Miguelito, que los Reyes son magos, muy magos y están aquí y en la tele. Sin ningún problema, porque son magos y pueden estar en dos sitios a la vez y entrar por la venta, o por el balcón, sin despertarle. Sin despertar a nadie. Pueden comerse un poco de turrón y beberse el vaso de leche Que sois muchos niños en el mundo, Miguelito, y tienen que reponer fuerzas.
Son magos los padres, Reyes Magos sin poderes, pero eso aún Miguel no los sabe.
Pronto lo sabrá.
—Un villancico al belén y a la cama, ¿vale, Miguelito?
—Venga sí, Miguel, ve a cantar con papá y mientras yo acuesto a tu hermana. Cantad ese que me gusta tanto, el de la virgen que se está peinando.
Y Miguel canta con su padre los peces en el río, que beben y beben y vuelven a beber, los peces en el río por ver a Dios nacer. Eso cantan mientras la más maga de todas las reinas acuesta a la niña, la niñata, que hoy lleva toda la tarde como rara, llorando a ratos y sin dormir nada de siesta, porque También me va a fastidiar hoy que vienen los Reyes y que tienen mucho trabajo y muchos niños a los que visitar y tenemos que estar dormidos, bien dormidos, para que entren y hagan su magia y me dejen todo lo que les pedí en su carta, que yo he sido bueno, muy bueno.
Eso Miguel, Miguelito, sí lo sabe. Sabe que su hermana no se va a dormir y que por eso puede que hoy los Reyes no vengan, o vengan rápido y no puedan dejar todo lo que tienen que dejar. Los Reyes, que no son los Reyes, sino que son los padres, pero eso todavía Miguel no lo sabe.
Pronto lo sabrá.
Los padres de Miguel han cerrado la puerta del salón. Ellos siguen ahí dentro, la luz atraviesa el cristal esmerilado y se cuela por la puerta de su habitación. A Miguel no le gusta dormir con la puerta cerrada, siente como si se ahogara si lo está, también le gusta poder llamarles en media noche pidiendo un vaso de agua, porque también él merece un poco de atención no va a ser siempre ella, la niña, con sus lloros y sus mierdas.
Niñata.
Miguel, al que todos llaman Miguelito, no puede dormirse, hoy que vienen los Reyes y que sabe que tiene que estar dormido, pero esta noche está tumbado en el suelo, sobre el parqué, observando desde la puerta entreabierta de su habitación, como sus padres mantienen una actividad frenética, mucho más que la de cualquier otra noche en las que no cierran la puerta y se quedan viendo un rato la tele, y Miguel la ve también un rato más desde ahí, sin que le pillen.
Ahora la niña, la niñata, empieza a agitarse en su cuna. Ella tampoco puede dormirse, pero eso ya lo sabía antes Miguel que la oye balbucear pues la habitación de sus padres también está abierta, como la suya, sólo la del salón está cerrada y su padres haciendo cosas, muchas cosas, al otro lado del cristal.
Los balbuceos de la niñata se convierten pronto en grititos y luego en lo que parece el comienzo de un llanto, pero eso ya lo sabía Miguel, que no va a permitir que se despierte, como hace siempre, y que sus padres abran la puerta y la niñata mala, malísima, no duerma; no duerma ella ni duerma él ni duerma nadie y tengan que ir al hospital y adiós Reyes Magos, joder, que él ha sido bueno y no se lo merece. Por eso Miguel se ha levantado y ahoga el llanto de su hermana con su mano. Lo haga tanto, tan fuerte, que ya no respira. La niñata ya no respira y ahora qué hace él.
Miguel, al que todos llaman Miguelito, grita. Grita: No, niñata, no. Y sus padres abren la puerta y dejan que Miguel vea todos los regalos a medio envolver, y el turrón sin comer y la leche sin beber. Porque Miguel no sabía que los Reyes eran los padres, pero eso ahora Miguel, Miguelito, eso ahora ya lo sabe.
Jesús Ovidio Gómez Montes. Ganador del XIV Certamen
13.- LA ÚLTIMA CENA
Todos coincidimos en que celebrar la Navidad no tenía sentido cuando, unas semanas antes de la fecha, nos dimos cuenta de que el patriarca era incapaz de reconocernos.
Con la esperanza de reparar su desmemoria probamos a enseñarle fotografías tomadas veinte, treinta años antes en otras navidades, y su mirada de carbonilla solo recobraba un atisbo de vida cuando se detenía en el rostro de los muertos.
Al principio nos decíamos los unos a los otros que había una remota posibilidad de que, llegado el día, si hacíamos de tripas corazón y nos reuníamos para celebrar Nochebuena y Navidad una vez más, él aprehendería su significado porque las conversaciones y las disensiones se reiterarían con implacable impertinencia: las quejas sobre los excesos gastronómicos, el disgusto que nos suscitaba la servidumbre de reunirnos por obligación en una fecha dictada por la costumbre, el evidente despilfarro de manjares desplegado en la mesa… Las mismas voces pronunciando las mismas palabras conjurarían el espíritu de todas las navidades hasta que la constancia de su edad, representada en la suma de todas las navidades pasadas, se abriera paso en su cerebro para hacerle comprender que esta sería la última para él.
Fue al anticipar la velada con el recuerdo de las precedentes cuando todos vimos que esta era la ocasión propicia para hacer realidad nuestro sueño de escapar a la celebración.
Parece que al principio, por una especie de acuerdo tácito, lo que proyectábamos era fingir que ese día era un día cualquiera. Bastaba cambiar el almanaque y dejar expuesta una fecha al azar de un mes invernal, por si un ataque repentino de lucidez provocaba en el patriarca la extrañeza de la falta de luz a primeras horas de la tarde. Pero como no terminábamos de concretar nada parecía que finalmente la fuerza de la costumbre nos empujaría a reunirnos a nuestro pesar. Cuando una semana antes de la celebración Bárbara me llamó para contarme con voz trágica que no tenía con quién cenar aquella noche, anuncié que enviaría una sustituta para que se sentase en la silla que yo solía ocupar, junto a la silla vacía de mi marido, que seguían colocando en su memoria. Y todos, pasado el primer momento de estupor, se aplicaron a la tarea de encontrar un doble de sí mismos.
Confieso que esa reunión de absolutos desconocidos me atraía más que las navidades precedentes, pero si ahora decía que quería asistir, sospechaba que el resto de los miembros de la familia también lo haría y volveríamos a la Navidad de siempre para quedar atrapados en la pesadilla de la celebración que tratábamos de evitar. Ninguno de nosotros podía poner un pie en ese salón. Tendríamos que resignarnos a conocer el desarrollo de las festividades por el relato que de ellas nos hicieran nuestros suplantadores.
Cada cual encontró un sustituto y todos cumplimos con diligencia y hasta de mejor talante que en años precedentes las tareas que teníamos asignadas por tradición. Uno puso el árbol navideño en la fecha señalada, otro llevó las mantelerías, cada cual compró y preparó su parte de la comida. El menú sería el mismo. Solo los asistentes eran nuevos. Desconocían nuestras relaciones. Lo único que sabían era en qué silla debían sentarse, para lo que confeccioné un cuidadoso plano, hasta con las sillas vacías de los ausentes. Se llamarían unos a otros por nuestros nombres, no revelarían los suyos. Como casi todos, excepto un actor contratado a última hora y una trabajadora recién incorporada a la empresa que dirigía mi cuñada, conocían detalles de nuestra vida, no les sería difícil representarnos.
Mi sustituta nunca me contestó al teléfono cuando la llamé los días siguientes a la celebración para que me contara cómo habían transcurrido las fiestas.
Nadie consiguió establecer contacto con su doble de la cena y de la comida que tuvo lugar al día siguiente en la que consumieron, como era predecible, las sobras de la noche anterior. La empleada de mi cuñada no volvió a presentarse a su puesto de trabajo. ¿Qué había podido pasar? No habíamos percibido ninguna anomalía. Las manchas en las mantelerías eran las de siempre, como si las copas de vino se hubieran servido desde el mismo lugar y con la misma frecuencia y el vino conociese de siempre la trayectoria en la que debía derramarse en los brindis.
Pero los vecinos nos miraban raro cuando reanudamos nuestras visitas esporádicas y el portero dejó de levantar los ojos del periódico para saludarnos, como si nos hubiésemos convertido en personas no gratas. Aventurábamos hipótesis en llamadas cruzadas: peleas, una orgía, un escándalo. Empezamos a sentirnos incómodos por haber sometido a un anciano a un experimento tan arriesgado, entre perfectos desconocidos.
Cuando lo ingresamos en el hospital unas semanas más tarde, descubrimos bajo su colchón una polaroid de la velada. Debió de ser tomada al filo del amanecer, porque una luz lechosa iluminaba un extremo del encuadre.
Era idéntica a las fotografías que conservábamos de la celebración de cada año. Los asistentes tenían nuestras mismas expresiones y se habían dispuesto como lo hubiésemos hecho nosotros mismos. Aun sin conocer a los suplantadores del resto de los miembros de la familia, todos podíamos adivinar quién era el doble de quién. Sus facciones reproducían nuestra misma expresión de hastío y en sus ojos se pintaban nuestras mismas rencillas, pero el rostro del patriarca estaba animado por la luz de Navidades de hacía muchos años, al igual que estaban iluminados otros cuatro rostros que se recortaban a un lado de la fotografía, cuatro desconocidos a los que nosotros no habíamos invitado. Reconocí al instante al suplantador de mi marido muerto, a la abuela, a la matriarca, al tío Andrés.
Para el patriarca nuestra presencia año tras año había sido irrelevante. Se había servido de nosotros como figurantes para conjurar a los ausentes y nuestra deserción le había dado la oportunidad de convocarlos. Él había celebrado la Navidad con los ocupantes de las sillas vacías, donde está la ausencia.
Paloma González, finalista del XIV Certamen
14.- NIÑA MALA
Para la Fábrica Mieres, que acoge en sus años de historia más infraestructura que alma, la vida de ese minero que ambiciona pan en la mesa cada día, un beso de su esposa cuando vuelve ennegrecido a casa y las esporádicas sonrisas de una niña que va camino de ser mujer, solo vale nueve míseras pesetas al día. Nueve míseras pesetas que ese minero agradece esas navidades como si fueran un regalo del mítico Olentzero del que le hablan los vascos afincados en su pueblo, pues el trabajo falta y son ya muchos los conocidos que no han vuelto al tajo y se sumergen en vino y sidra por no soportar su miseria a la luz del sol, en la superficie.
Nueve pesetas vale una vida, pero al grisú, avieso e inesperado, no le cuesta nada arrebatársela una mañana de ventisca y nieve, donde la oscuridad de la mina se convierte al tiempo en refugio y tumba. Solo la andecha permite que la mujer y la niña sobrevivan a esas Navidades, que vienen con un frío de los que te muerden las lágrimas y se ríen en tu cara por tu pérdida. Y la niña, para dolor y desasosiego de su madre, se vuelve mala. Ya cumplió los diez años, pero es de nuevo bebé de gritos, llantos y rabietas. Los vecinos, que visitan esa casa fría y triste día sí y día no, siente que deben ignorar reproches, insultos y malas caras de la niña y abrazar a la madre, consolarla, ayudarle a olvidar lo que no quiere olvidar. La madre, que se presume fuerte, se resiste a las caricias de las plañideras. En el fondo entiende a su hija. A ellas, como al marido ausente, también les hablaron del Olentzero, pero esa casa siempre la han visitado los Reyes Magos. Año tras año, ajenos a penurias y desaires, han venido a la casa portando su saco de regalos. Una vez trajeron un viejo tren de madera, con grises vagones de carga arrastrados por una máquina quebrada. Otra trajo un puñado de canicas agrietadas, sus colores antaño apagados. Incluso en una ocasión solo trajeron un par de naranjas, y sin embargo la niña nunca dudó.
Ahora que la niña es mayor ya sabe que los Reyes Magos son los padres, ahora que la niña es mayor quiere olvidarlo y volver a creer. Necesita hacerlo. Porque sabe que si cree en ellos todo irá bien. Porque a los niños malos, a los niños que gritan y lloran y sufren rabietas por cualquier cosa, los Reyes Magos les traen carbón.
Y tiene la secreta esperanza de que sea su padre el que lo traiga, el que retorne de la mina esa noche y deje un pedazo negro, oscuro, frío, junto a la chimenea, al lado de las cenizas del fuego sobre el que tantas lágrimas de ausencia han derramado.
Santiago Eximeno. Finalista del XIV Certamen
15.- PISO C 611 CAMPANILLA
Debía cambiar las ventanas. Llevaba seis días entrando en foros y, después de hacer una lista comparativa sobre los pros y los contras del aluminio frente al PVC, estaba de acuerdo con los usuarios de ventanas.net en que las PVC con doble capa de vidrio Climalit Plus eran, según la relación calidad—precio, la mejor opción para aislar la casa del ruido.
La tienda de Torres tenía una oferta de fin de año que incluía la mano de obra y prometía un buen acabado. Ya les había contratado una vez, también por estas fechas, cuando era Presidente y convenció a los vecinos de que, por su bienestar, había que cambiar el formato de los telefonillos de todos los bloques (ahora su piso era el B 511 campanilla). Eran obreros de confianza, un negocio barato y seguro.
Las quería de color blanco.
Vivía en la calle Cruz del barrio de la Cruz, por lo que es fácil suponer que era una calle céntrica. Larga, estrecha, con cuatro bares rotulados con el mismo esquema: la palabra casa + un nombre común; cuatro comercios nacionales, un área infantil y una plaza al final en la que había un grafiti gigante y una notable falta de papeleras.
A él no, pero a su novia le encantaba esa zona, le gritaba desde el portal, cariño ábreme la puerta. Nunca se acordaba del código del piso – erosionó el botón de la campana— y, cuando entraba, le juraba que ella estaba segura, vamos, pero absolutamente convencida de que se había llevado las llaves y que no entendía – porque era imposible— que no las encontrara en su bolso de P(i)rada.
– O—d—i—o este bolso, decía.
Y se besaban.
Habían quedado para cenar, sin ceremonias. Comieron embutido y la panacota que sobró de la comida de Navidad porque sus familias eran «más de dulce que de salado», un comentario que se repetía cada 25 de diciembre y que demostraba que este tipo de comidas y cenas son un bucle sintáctico en el que siempre se dicen las mismas frases sin que realmente se llegue a una comprensión entre los filio—parlantes.
Al terminar, ella se sirvió una copa de vino y salió a fumar a la terraza. Abrió la puerta y la mosquitera correderas y, una vez fuera, hizo el proceso contrario. Cuando llegó al filtro de su Lucky Light, empezó a reírse y a toser al ver tras la ventana a un chico joven intentando envolver regalos como un sexagenario.
– ¿De verdad estás usando mi tipómetro?
– Claro, estoy cortando el papel en cuadrículas.
– Sé que no te caen bien, pero los romanos inventaron las tijeras hace mucho tiempo.
– Así es más rápido… No tenemos una regla normal.
– Daniel. No tenemos nada normal.
Cuando ella iba a preguntarle que por qué los renos de los papeles de envolver parecían tener esquizofrenia, él se levantó de repente y puso las dos manos flotando en el aire con las palmas muy abiertas, totalmente estáticas, que es la forma que tiene la gente de dar a entender que hay que esperar un momento.
– Espera, espera… ¿qué hora es?
– No sé, como las doce y media.
– ¿No lo oyes? ¡Cada día más tarde!
– Te estás obsesionando, Dan.
Y era para obsesionarse. Desde hacía dos meses, todas las semanas había, al menos, dos días, en los que el vecino de arriba, el del piso C 611 campanilla, hacía unos sonidos rarísimos, imposibles de identificar. Al principio pensaron lo típico, que eran los muelles de la cama de un nuevo inquilino al que, cosas de la vida, le encantaba follar. Pero después de verle un día en la escalera, descartaron esa posibilidad. Era un chirrido ambiguo, embotellado, sin compás, aunque esa noche parecía extrañamente rítmico y a Daniel le molestaba mucho más.
– Ñi—ñi, ña—ña.. ¿Es que no va a parar nunca?
– Hoy parece una silla.
– Una pesadilla. Eso es lo que ES.
– Como si la arrastrara.
– Lo hace aposta, sabe lo mucho que me revienta.
– Anda, gordo, vamos a la cama.
Tenían fe en que parase pronto, aunque la estadística no los acompañaba. Desde que empezaron Las Fiestas, los ruiditos se habían multiplicado hasta el punto de que habían roto tres escobas y se habían buscado un hotel a las afueras para pasar la Nochevieja en paz. Se acostaron, pero, al ver que el ruido era cada vez más fuerte, más musical, ella ya se empezó a agobiar.
¿Y si le estaba pasando algo? Cra, cra. ¿Y si el muy cabrito, sabiendo lo mucho que les molestaba su bullicio, les estaba mandando una señal? Cra. Podía ser que estuviera en peligro, que alguien hubiera entrado en su casa y estuviera atado en contra de su voluntad. Que le estuvieran robando, que le hubieran golpeado, que le fueran a matar.
– Ángela, por favor. Deja de leer A Sangre Fría sin parar.
– ¿Y si es verdad? Sólo digo que podías ser un buen vecino y subir a ver qué pasa. Aunque sólo sea en estos días…
– ¡Qué manía con decir lo de «estos días»! Ni que la Navidad fuera una unidad temporal.
– Espera.
– ¿Qué?
– Ha parado.
– ¿Seguro? Shh.
– No se oye nada ya.
– Bueno, pues ya está. Parece que vamos a poder dormir al final.
Esa noche hubo tormenta. O no, no lo sabían exactamente, porque por el friso blando de las ventanas se había colado el estruendo de los petardos de un grupo de imberbes que volvían a casa de madrugada. Cambiaron de postura y se pusieron espalda contra espalda, pero los dos fueron girando la cara lentamente cuando, al ceder de los petardos, oyeron varias sirenas de ambulancia que no parecían estar muy lejos. Que se estaban acercando. Que se acercaban. Que estaban casi debajo. Que estaban debajo ya.
Celia Molina. Finalista del XIV Certamen
16.- CALABAZAS POR NAVIDAD
No había conseguido una cita con ella durante todo el verano, había fracasado en Halloween y me había rechazado durante el Black Friday, pero esta vez no tenía escapatoria, tenía pensado conquistar a Lucía aprovechando que era Navidad.
Tardé en aclararme, pero es que estos días me ponen la cabeza del revés y todos esos adornos me aturden, y esas luces de colores me ciegan, y los villancicos me alteran y el exceso de azúcar en la sangre me trastorna el entendimiento.
Comencé mi misión de forma simpática, con la excusa de la Navidad le reenvié a Lucía uno de esos mensajitos entre campechanos y empalagosos que me siempre me manda mi amigo Carlos por el móvil. Decía algo así como “La Navidad me hincha las bolas”, acompañado de una foto de dos bolitas navideñas de color rojo intenso unidas a una ramita de muérdago verde limón.
No debió de hacerle gracia porque tardó mucho en responder y, cuando lo hizo, me mandó un huérfano y escuálido signo de interrogación.
No me di por vencido.
Al día siguiente compré una postal navideña en una asociación de invidentes. Busqué la mejor. Lucía no se merecía menos, un dibujo estupendo que un Velázquez ciego no hubiera superado. Una obra de arte excelsa, esta vez sin doble sentido, en la que el ciego en cuestión había pintado lo que debía ser un camello sonriente o un niño Jesús jorobado, no sé. Al fin y al cabo era ciego.
Escribí con mi mejor caligrafía mis buenos deseos para el año, para ella y para mí mismo en el interior de la postal y se la envié con un sello de urgente.
Al día siguiente volvió a vibrar mi móvil, era ella, sudé, temblé, me emocioné y, cuando lo abrí, pude ver el mismo signo de interrogación, negro y escuálido como una patita de un calamar enfermo.
Tendría que echar el resto.
Hice lo que juré no hacer nunca, salí a la calle, bajé al Metro, llegué hasta Sol, emergí a la superficie y me vi, solo y desamparado, en plena vorágine dispuesto a hacer una compra navideña para Lucía.
Luché, braceé, llegué hasta la puerta de un establecimiento famoso por ser el origen de la primavera y de la Navidad en España, accedí a sus entrañas tras una feroz lucha y, una vez dentro, fui llevado en volandas, como un pelele sin voluntad, por diferentes secciones, por plantas en las que vendían perfumes con acento francés, artículos deportivos infames, juguetes que jugaban solos, maletas con ruedas y sombrillas de colores. Aterrado, al cabo de varios minutos de zozobra, logré asirme a una de esas sombrillas, como un náufrago, con el firme propósito de librarme de aquellas idas y venidas. En ese instante una señora de ojos saltones y pelo ensortijado me miró de forma aviesa, un niño siniestro con bigotillo en el labio superior me recordó a un viejo político y una niña repipi me sacó la lengua. Olvidé a qué había ido a aquel infierno, la música estaba a un nivel tan alto que en mi cabeza solo había sitio para el ro—po—pom—pón, para los pececillos que beben con insistencia, para las campanas sobre campanas que retumbaban en mi cabeza, y para Holanda que (dichosa ella) “ya se fue, ya se fue”.
Hasta que ocurrió, como en un deus ex machina espléndido, como en un sueño húmedo ella, Lucía, apareció detrás de un mostrador, uniformada, radiante, a cámara lenta, con la blusa azul marino y la falda a juego, con su nombre prendido en una plaquita metálica dorada con letras verdes, con su sonrisa amplia y sus cabellos rubios al viento para apartar heroicamente a la señora de ojos saltones y pelo ensortijado, y al niño José Mari, y a la niña Lolita, y extender su brazo hacia mí.
Tardo tiempo en reaccionar, mi cabeza está tan aturdida, hay tanto guirlache en mis venas y tanta fruta escarchada en mi estómago que aún no se distinguir lo real de lo navideño, aun así sé que estoy en la cafetería de aquel lugar, con una botellita de agua fresca rozando mis labios y un murmullo aterrador bajo mis pies, el ruido de la marabunta navideña, de la turba incontrolada comprando en las plantas inferiores.
Cuando por fin puedo hablar le pregunto a Lucía qué hace allí, por qué no me ha dicho nunca que es dependienta en el infierno, por qué razón me manda siempre interrogantes y, sobre todo, por qué no se ha salvado ella y me ha dejado morir en la sección de complementos para la playa. Y ella, que sigue igual de esplendida, con voz firme me dice que no me preocupe por nada, que me he dado un golpe en la cabeza, que he estado una hora inconsciente, que no sabe quién es esa Lucía pero que ya ha mirado en mi móvil y le ha mandado un mensaje tranquilizándola y diciéndole lo que me ha pasado.
Efectivamente, cuando logro reajustar mi vista, veo que mi salvadora no es Lucía sino una dependienta maravillosa que, en mi cabeza, ha jugado a ser Lucía y con la que fantaseo a mil por hora justo antes de que mi móvil vibre con el mensaje de la verdadera Lucía, que ya no me envía un signo de interrogación sino una calabaza que repite a lo largo de cientos de mensajes, como si la pobre hubiera confundido la Navidad con Halloween.
Ya no había ninguna duda, todos esos nervios solo podían significar que, por fin, la tenía en el bote.
Alberto Palacios, finalista del XIV Certamen
17.- LA TEORÍA DEL HIELO
La mayor ventaja del hielo es su facilidad para adaptarse. Esto le permite ser y crecer en cualquier sitio, extenderse, colonizar.
Ella entró devastada por el frío, entró porque se lo permití, y supe que aquella visita era otro más de sus actos inevitables. Reconocí la tensión, el impulso, como parte de la historia. Siempre fuimos una familia flexible, igual que las cosas que son ciertas y falsas al mismo tiempo. Se me quedó mirando: intentaba reconocerse en la cara que tenía delante, en mis cualidades de esqueleto, un gesto apresurado, quizá un poco melancólico, porque ella no era más que la suma de sus dos progenitores, sin características ni temperamento propios. Solo sangre cíclica, repetitiva. Pura herencia.
Éramos así, su madre y yo, imaginábamos cometer acciones humillantes, cosas que de ser ciertas arrasarían nuestra vida en común, y nos convencíamos hasta el dolor para, más tarde, descubrirnos mutuamente la mentira, un alivio que utilizábamos como herramienta de curación, y nos curaba, por supuesto, era algo casi erótico.
Pero nunca añadimos otro vértice a nuestro enigma: nunca quisimos ser tres.
Venía para reclamar mi confesión; y qué podía confesar que ella no creyera ya, esa maldición antigua de que los hijos conozcan a sus padres. Ella esperando. Exigiendo. Con labios intermitentes y mejillas de color violeta por culpa de un coche con la calefacción estropeada. Segundo punto de la teoría del hielo: salvo que se amontone, salvo que se alimente de su propia presencia, el hielo es imposible de detectar.
Yo mismo notaba cómo se unían las piezas de la narración, como si intentara hacer un disfraz adecuado para estas fechas, el milagro navideño convertido en un virus de cuatro paredes. Si yo era consciente de esas puntadas de hilo y sangre, ¿cómo podía pretender que ella no lo fuera? Llevábamos días por debajo de los cero grados: la verdad, entre nosotros, había dejado de ser una cuestión de temperatura.
Escuchó con las manos enrojecidas por el calor artificial, sin sorpresa, sin emoción; yo me concentré en los copos de nieve, que se desintegraban al contacto con el aire duro. Y es que ella era suma de su madre y mía, prolongación, desecho: no tenía sentido preguntarle si llevaba algún micrófono o aparato de grabación escondido en la ropa.
El flujo de la información y su carácter personal; la adecuación que cada uno hace de los hechos, cómo encajarlos en los esquemas preconcebidos. Aquel fue un encuentro despojado de todo drama.
Tercer punto de la teoría del hielo: su presencia es siempre relevante. La existencia del hielo es razonada. Tiene una justicia poética propia, y nunca comete errores.
Su coche, según supe después, patinó en un tramo helado de carretera. La imaginé —aún la imagino — furiosa consigo misma por haber obtenido los datos previstos; conmigo, por no haberle dejado espacio para la fantasía. Cómo manejarse en los terrenos de la ficción es algo que todo padre debería enseñar a sus hijos.
Mikel Rey. Ganador del XIII Certamen
18.- ZAMBOMBA
Navidad de vísceras y aceitunas de relleno.
Tus cinco hijos y lo que te están diciendo todos al oído, que acabes con esta farsa feliz. Algunas de sus novias, tus sobrinos, suegra y cuñados. Pero aguarda, tienes que esperar a que terminen todos la vichysoisse. Tiene cebollino picado, está muy fresquita.
El foie. El huevo hilado. Los langostinos y ese pincho que tienen encima de su cabeza, aserrado, rojo, admirable. Su cefalotórax en realidad, escuchadme, chicos, ¿sabéis que nos comemos los cefalotórax y abdómenes…? Alguien se ha atragantado y nadie te escucha, todos se burlan, se agreden con dulzura de polvorón San Enrique, ese tan denso que se apelmaza en el paladar, es la manteca, ¿sabes?, a que no eres capaz de comerte uno entero y luego decir tu nombre. Tú lo eres, eres capaz de eso y mucho más. Por ejemplo, dar un golpe reclamando atención. Y un par de copas se han volcado y el chillido histérico de tu mujer, ¡Por Dios, Martín, ¡por Dios! Han saltado pedazos de vidrio al rosbif con salsa de castañas y puede que tu cuñada o su hija menor, tan tu preferida, tome un pedazo de carne, se pinche la amígdala, sangre, haya que llevarla a urgencias. Los ojos se clavarían en ti entonces. Tú culpable y hombre y culpable y cuñado y yerno y sobre todo títere y además hoy vistes pajarita. Talento de espumillón, levanta una fábrica, da de comer a tu familia, a alguna amante, a cuñados incluso, ten cinco hijos, que ellos sean adolescentes, luego sean jóvenes y así un día puedan comprender. Año tras año, día por día, chupetes o contratos y cava para brindar. Algún bofetón no les hará daño, pero en Nochebuena, ah, la Nochebuena es para las panderetas, los villancicos y las zambombas. ¿Habéis escuchado bien una zambomba? Tiene un sonido orgánico, de víscera haciendo el vacío, víscera que roza otra víscera, casi obsceno. ¿De qué te ríes? Es el cava, la puta zambomba y el mazapán que se está desmigajando sobre el mantel de vainica, ¿no os hace gracia lo de la zambomba? ¡Por Dios, Martín, ¡por Dios!, deja de hacer guarradas con la comida, pareces un crío; zambombas, bombas, ¿de verdad no os hace gracia, es que no habéis visto cómo suenan las zam-bombas? ¡Zam-bomba!
Has tirado parte de la cubertería, los platos, el centro de mesa; las sonrisas de todos también las has tirado con ese grito. Al levantarte bruscamente, tu suegra, desprevenida y sorda, ha perdido el equilibrio, el frágil equilibrio anciano, y ahora yace en el suelo, en una postura ridícula. Rápido, agua, buscad agua, buscadle el pulso, ¿cómo se llama esa pastilla que se pone debajo de la lengua? Dámela, dámela; ojos llenos de nochebuena te contemplan espantados, tu sobrina favorita y sus lágrimas te hieren, pero no hay vuelta atrás. No hay vuelta a ti. Suenan acordes de ceremonia porque ya has dado tu discurso final, no hace falta más. Queda despejada al fin la incógnita, la familiar y la navideña. Mientras, Sinatra rompe la noche con su voz. Tan profunda.
Almu Ballester. Finalista del XIII Certamen
19.- CUENTO DE NAVIDAD
Volvió a mirar el mapa del metro y contó las estaciones que faltaban para llegar. Un nuevo trabajo en una Residencia a las afueras de la ciudad. Había trabajado en el Hospital más de quince años y tocaba hacer un cambio. La locución en el metro le indicó que había llegado. Subió las escaleras y con paso firme se dirigió a la salida.
Llegó a la puerta de la Residencia, le esperaba la directora, Ana, una chica joven, pelo rubio, recogido en una coleta, iba vestida con un traje negro y camisa blanca. Nada más verlo, le dio dos besos.
__Por fin estás aquí__ dijo aliviada_ Ven, te enseñaré las instalaciones.
Ana le enseñó las zonas comunes de la residencia: jardines, comedor, piscina, habitaciones de los usuarios y baños.
__ ¿Qué te parece nuestro pequeño paraíso? Dijo Ana.
__No está mal, me lo enseñó Andrés el día de la Entrevista.
__Es cierto— dijo Ana y sonrió, o
Máx la miro con ternura, le gustaba desde la Universidad.
Llegaron a una sala amplia, donde estaban sentados los residentes y el personal de enfermería, que con paciencia ayudaba a realizar los ejercicios. Max se cambió de ropa en los vestuarios. Con el pijama de trabajo recorrió la sala común para conocer a los usuarios. Nada más entrar en la habitación, se le acercó uno de los abuelitos, ayudado por un andador. Parecía volar.
__Usted es el nuevo. Soy Adrián. (El anciano se apoyó en su andador). Le vi antes con la directora. Una chica muy guapa, está divorciada. Aquí están todos muy enfermos, ya lo verá. Yo estoy de visita. Lo mío es temporal, aunque llevo ya 7 años. Continuaron la visita Juntos.
Pasaron los días, y la amistad entre Max y Don Adrián se fue consolidando. Le contaba sus aventuras de joven, cómo ligaba, y cómo esa misma táctica la utilizaba aún con las abuelas en los bailes. De repente, miró a Max muy serio.
__Hoy se han muerto tres.
__ ¿Cómo sabe eso? Dijo Max__ Esa información nunca se daba a los usuarios.
__Hijo, uno es viejo, y aquí se sabe cuándo vienen a buscar a los compañeros__ dijo triste. Pero yo estoy de visita, nadie me quita de comer el turrón ese que dan todas las Navidades y el Roscón del Súper. Fingen que es de la mejor confitería del pueblo.
Max no paraba de reír con las ocurrencias de Don Adrián. Cuando iba al jardín a fumarse un cigarrillo a escondidas, el abuelito, lo buscaba y le pedía una caladita.
__Un día me busca usted un bollo— decía Máx en tono divertido.
Faltaban unos cuantos días para Nochebuena, y tras librar por descanso, Max se extrañó de no ver a Don Adrián. Fue rápido al despacho de la directora y llamó a la puerta, se mesó la barba antes de entrar.
__Ana: ¿Sabes algo de Don Adrián? Preguntó.
__No te lo han dicho— dijo con tristeza. Se ha muerto. Te dejó una carta.
Se la entregó, sus manos temblaban. Max leyó la carta que le había dejado, no pudo evitar una sonrisa. Don Adrián y sus ocurrencias. En la carta le decía que no llegaría a Navidad, total él estaba de visita. Y que no fuera tonto y se declarase a la directora. En esta vida estamos de visita, temporal.
MARÍA DE LA VILLA. Ganadora del XII Certamen
20.- CENAS Y COMIDAS Y CENAS DE NAVIDADES
Aguardando pacientes en una caja gris. Agarrados por una goma casi por el cuello. Algo incómodos. Saliendo de su encierro justo después de nacer el invierno, creen que sólo existe el invierno. Cumplir con su fin unos pocos días al año. Muy seguidos.
Extraídos con paciencia o con estirones, depende del año. Colocados en orden junto a platos de borde brillante con los que siempre se encuentran en estas pocas ocasiones. Una vez dispuestos, siempre han permanecido allí quietos, tranquilos, así que repiten su papel, no hay razón para cambiarlo; ocasionalmente trastocados o reordenados un poco, pero como anécdotas de un guion bien sabido.
Y cuando el ruido va subiendo de intensidad, de repente, suben y bajan, se escurren sobre el mantel blanco harto conocido, emborronado en rojo y amarillo, agua, almíbar de melocotón. Volando, de cabeza, de punta, de lado. Vacío, cargados, vacíos. Sentirse acariciados (¡un momento!) por una servilleta amiga, vista de año en año. Cantando a veces al golpearse contra el suelo. Rescatados las más de las veces, volviendo animados, esgrimidos, rozándose con aquella servilleta, rara vez reemplazados. Alguno que otro abandonado bajo la mesa para ser rescatado al final de la noche; quietos, a la espera. Quedarse allí abajo es casi desperdiciar un año, porque se conciben móviles, danzantes. Ninguno sabe el motivo último de por qué se mueven así, pero lo hacen. Viven el movimiento como un fin en sí mismo, sin ningún objetivo instrumental; desplazamiento elegante en el aire, o súbito, o sin ritmo; da igual. Desplazamientos en el aire, cargados, vacíos, cargados; esgrimidos.
Sintiendo que la limpieza inicial los va abandonando, manchándose, acariciando tejidos sonrosados o pintados de rojo, viendo de cerca por un momento marfiles blancos. Besados. Finalmente trinando unos contra otros, apelotonados, contra los platos casi desconocidos, como primos lejanos, viajando hasta otro mundo donde el jolgorio súbitamente disminuye. Terminando bajo el agua caliente en un espacio inoxidable, agotados, sudorosos, juntos, cabeza abajo, de espaldas, de frente, enganchados. Siempre ha sido así, todos los años. Siempre así, hasta que la tardes comienzan a extenderse, hasta que lo notan los bueyes y vuelven a colocarse, agarrados por el cuello, algo incómodos. Y así todo un año. En la caja gris,
Miguel Ángel Malo. Finalista del XII Certamen
21.- YA LLEGÓ LA NAVIDAD
«Un año más, desempolvo el viejo cajón de las figurillas de Navidad. Aunque me tengo por ateo practicante, no puedo resistir la tentación de, año tras año, repetir el mismo ritual. Ahí está esa familia asimétrica, la misma que mi padre usaba antes de que la guerra nos dividiera entre buenos y malos; esas gallinas tan grandes como corderos, esos Reyes Magos descomunales que apenas entran en el portal de Belén de serrín conglomerado.
Aguantan sin desmigarse del todo esas cortezas de corcho cuarteado que hacen de serranías remotas y en las que incrusto un grupito de famélicos camellos de patas tullidas. Lo que más me gusta es colocar la lámina de cielo estrellado de tonos violáceos que añade el toque mágico final. Concluida la obra, me sirvo un mosto del tiempo y observo el nuevo escenario. Me gusta llevar a cabo este montaje en los días de Adviento, esa cuesta abajo hacia la felicidad infantil que, a mi edad, aún me genera algo parecido a la emoción.
Cada año pienso que esta será la última. Y cada año celebro haberme equivocado. Con el dispositivo electrónico de los servicios sociales colgando del pecho, no temo si en el momento menos pensado llega la hora final. Ya me atenderán, ya se encargarán de mí. Son gente responsable y trabajadora. Cuando pasa la tarde del 6 de enero y retiro todo el tinglado y me veo aún ahí, como ese descolado mueble viejo, que cantó Gardel, me veo un poco raro. Siento que quizá debería meterme en la caja de las figurillas y pasar los largos meses siguientes en su compañía, inerte y tranquilo. Seguro que, al menos una vez al año, alguien sentiría la ilusión de volverme a ver al desembalar esos trastos navideños.»
MARIO MOLINER (Pseudónimo de Eduardo Laporte). Ganador del XI Certamen
22.- EL ÚLTIMO VALS
Iba a tener razón su terapeuta. El escribir relatos anti—navideños parecía haberle drenado el espíritu, pensó mientras apagaba el ordenador y se dirigía a la ducha. Algo después estaba en la calle sintiendo el frío estimulante bajo el radiante sol del diciembre madrileño. Parecía haber conjurado la especie de gripe mental que le solía aquejar hacia el día 20 y podía durarle hasta entrado enero. Incluso se veía con energía para encargar un capón, comprar turrones y hasta un muérdago de plástico en un chino. De pronto recuperó el recuerdo como quien encuentra algo valioso en una caja llena de adornos sin valor. El último vals con ella en la Navidad de hacía dos años. Curiosamente, casi sin poder andar tras la operación de cadera, era capaz de bailar. Así, a los acordes del concierto de año nuevo vienés, emprendieron un vals, en realidad el último de su vida, en su salón iluminado y ante la curiosa mirada de sus gatos.
CARMEN HUICI. FINALISTA DEL XI CERTAMEN
23.- EL CORAZON DE VIRULANA
La noche del 3 de diciembre fue un caos. Gente necesitada, oportunistas y ladrones salieron de las sombras para saquear supermercados, negocios e inclusive algunas viviend as, aprovechando la ausencia de la policía. Uno de los comercios afectados fue el súper del señor Cho, un comerciante chino de 61 años que apenas sabía decir: “monela”, “cambio”, “no devolución” y “vuelva plonto”.
El día anterior a los saqueos, Cho había repuesto el local con mercadería navideña. Las fiestas se acercaban y había que estar preparado. Diciembre era el mes para repuntar después de un año sumamente difícil. Todo comerciante lo sabía. Así que Cho, como nunca, llenó las góndolas de panes dulces, sidras, gaseosas, turrones y otras mercaderías. Escondió los productos vencidos como hacía siempre, para que la gente los confundiera con los productos frescos, y escribió las ofertas en los pizarrones que estaban en la vereda: “Pan dulce a $10”; “Sidra + turrón a $25”. Su nieta Zhen lo convenció para colgar unas lucecitas en el frente del local. Ella aseguraba que hacían resaltar el espíritu navideño, pero él solamente pensaba en vender y juntar los pesos necesarios para llegar a fin de mes.
El supermercado fue vaciado completamente. Los saqueadores arrasaron el local como una plaga de langostas y se llevaron hasta la tiza de los pizarrones. Cho había quedado tendido entre el congelador y la pared, en su empresa de retener un paquete de galletas surtidas, que un pibe de 11 años finalmente le arrebató de las manos. Los malvivientes solo habían dejado un pan dulce en el estante superior de una góndola. Cho lo podía observar desde lejos, pero con la frustración que sentía y los brutales golpes que había recibido, no podía hacer nada más que vigilarlo de lejos. Estaba solo ante semejante desastre. Su familia, e incluso su pequeña nieta, estaban en la casa, a cinco cuadras del negocio.
En las calles se escuchaban gritos esporádicos y el infernal ruido de las motos que junto a los disparos y las corridas hacían helar la piel. El señor Cho atinó a levantarse, pero no pudo hacerlo. Su cuerpo avejentado y débil no se lo permitía. Había que salvar al único sobreviviente de los arrebatos, pero el chino estaba devastado. Su cólera estalló cuando un vagabundo entró al supermercado y empezó a revolver los escombros. Era Virulana, un indigente que vivía actualmente en la plaza. La mayoría de los vecinos lo conocían por su aroma poco agradable, su barba de Papá Noel y su sonrisa sin dientes. Vivía para pedir limosnas y cada tanto se hacía pasar por naranjita, para recaudar fondos y comprar la cajita de vino que le hacía olvidar las penas.
Virulana llegó tarde, la mercadería ya había sido saqueada, salvo el indefenso pan dulce que aún reposaba sobre la góndola. Cho vociferó unas palabras en chino que Virulana no comprendió, pero que interpretó como una advertencia. Sin embargo, eso no lo detuvo. Los ruidos que salían de su estómago eclipsaban el chino mandarín que provenía de la garganta del viejo Cho. Así que apenas divisó el pan dulce, Virulana se arrojó sobre él como un león sobre la presa, lo envolvió en su saco roñoso y maloliente, y picó cual garza despavorida. Cuando Cho observó el arrebato, no pudo más y se desmayó en el acto.
Al llegar a la plaza, Virulana sacó el pan dulce y lo devoró al instante. Luego lamió el envoltorio y ahuyentó a sus competidores de cuatro patas, que se acercaban hambrientos para comer las migajas. Después de la faena, se sintió mal, pero no como cuando le falta la comida y el cuerpo se le hace retortijones; no esa clase de malestar, sino algo diferente. Le dolía bien adentro, se sentía culpable por saquearle el pan dulce al pobre chinito. Le pesaba la culpa como un saco de arena. Tenía ganas de llorar, de llorar como un niño. Pero qué podía hacer al respecto, cómo podía reparar el daño, de qué manera podía hacer retroceder el tiempo. Lo que había hecho, hecho estaba, y nadie podía cambiarlo. “Tenía hambre, mucha hambre, y a veces el hambre te lleva a cometer locuras, locuras de mendigo”, se decía así mismo.
Después de intentar justificar sus actos y no lograrlo, Virulana se quitó un zapato y extrajo de su media un librito que hablaba de Jesús, obsequio de un joven la noche anterior. Dentro había diez pesos, lo único que tenía para comprar algo de comida al día siguiente. Por unos instantes, Virulana observó el billete como si fuera una mina de oro. Lo observó con la misma tristeza que sienten dos amigos cuando están por despedirse para siempre. Entonces tomó el dinero y volvió al supermercado del señor Cho. Encontró todo en el mismo lugar: los vidrios reventados en la vereda, dos góndolas derribadas, harina y azúcar por el piso, las lucecitas de Zhen enroscadas en el ventilador, y al señor Cho desmayado entre el congelador y la pared. Virulana entró sin hacer ruido y abrió la caja registradora. Depositó los diez pesos y se marchó.
Damián di Carlo. Ganador del X Certamen
24.- LÁGRIMAS EN NAVIDAD
Dicen los expertos que no encuentran ninguna explicación a que las personas lloremos. Lo califican, incluso, de un acto inútil. Tener fiebre, sudar, o sufrir convulsiones tiene una justificación biológica, pero derramar lágrimas sigue siendo un enigma para la ciencia.
En los últimos cuatro meses desde que ella me dejó, apenas he llorado. Y eso me aterra. El primer pensamiento nada más abrir los ojos al despertar es para ella, y su fantasma me persigue todo el día, apareciéndose ante cualquier cosa que me la recuerde: un gesto de una compañera en el trabajo, una frase o una noticia que me gustaría comentarle, el ver a una pareja besarse. Al sueño lo espero mientras la busco entre las sábanas, en ese hueco vacío que ha dejado en la cama y que parece haber ocupado un frío glacial. Por eso siento terror, porque sé que las lágrimas se siguen acumulando y que, cuando finalmente rompa en llanto, temo quebrarme en dos y dejar solo un charco salado como recuerdo de mi paso por el mundo. Y lo peor de todo es que alguien calificara esto de inútil.
Entretanto la Navidad se acerca, llenando las calles de luces de colores, la televisión de anuncios de juguetes, las estanterías del supermercado de turrones y mazapanes, y mi vacío de más soledad.
Recuerdo cuando niño que había algo mágico en ir sacando las figuritas del belén, las guirnaldas, el espumillón, y transformar esa casa grande y aburrida en un escenario de cuento de hadas en el que por una vez al año éramos protagonistas. Y cuando llegaba el principio de las vacaciones y me despertaba una mañana escuchando a los niños de San Ildefonso cantar los números de lotería desde esa radio que acompañaba todas las horas de mi abuela en la cocina, la excitación llegaba a hacerme temblar y disfrutaba felicitando las fiestas a todo el que me cruzaba por la calle, o quedándome boquiabierto ante las maravillas del Cortylandia de Preciados.
Las navidades pasadas también temblé, enfermo de amor, porque ella estaba a mi lado y su presencia era capaz de transformar todas las sombras en luz.
Hoy la oscuridad llena todas las esquinas ahogando cualquier rayo de sol, y ahora que los catálogos de juguetes desbordan el casillero del correo sigo temblando, por el miedo a llorar y quebrarme en pedacitos.
He sacado papel y, tal y como hacía de pequeño, he escrito con mi mejor letra el encabezamiento de la carta: «Queridos Reyes Magos de Oriente». He estado dubitativo un buen rato, jugando con el bolígrafo entre las manos sin saber cómo seguir. Al final me he dejado llevar: que hacía años que no les escribía, que no estaba en mi mejor momento, pero había hecho lo posible por ser una buena persona, y luego les he hablado de ella, de sus ojos llenos de vida, de su risa que siempre me hace sonreír, hasta de esa ironía que incluso cuando va dirigida a mi tanto me gusta. Y les he contado del frío que se ha alojado en el lado de su cama que ya no ocupa, y hasta la pena que me da cada mañana ver solo un cepillo de dientes en el vaso que hay sobre el lavabo.
He sentido el impulso de pedirles que me la traigan de vuelta, como el mejor regalo que podían hacerme, que cuidaría de ella como nadie más podría hacerlo, que la inundaría de amor, de caricias, de ilusiones y de risas… pero no lo he hecho. He dejado de escribir y me he quedado mirando la carta un buen rato.
Finalmente, solo he podido pedir dos cosas: que ella sea feliz, muy feliz, y que, a mí, por favor, no me traigan el llanto.
IGNACIO AYERBE. FINALISTA X CERTAMEN
25.- POR TRAEME, MUCHAS GRACIAS
Fue aquella Nochebuena de cielo negro; era muy tarde.
Fue la última vez que los vi.
Aunque la cena en casa de mi hermano Raúl había resultado casi agradable, me encontraba cansada. Mi hermano, su mujer y mis sobrinos conseguían que nos centrásemos en pensamientos ligeros. Cuando él estaba, me sentía más tranquila.
Esa noche, mi padre había bebido bastante, incluso delante de ellos. Nada más empezar el segundo plato, mi sobrina vertió una copa de vino sobre el vestido gris marengo de mi madre. Confieso que me reí por dentro cuando se puso histérica quejándose de que no tenía un vestido tan elegante como ese y que la mocosa —porque la llamó la mocosa ésta— se lo había arruinado. Para mayor deleite mío, mi sobrino había rematado la cena orinándose sobre los pasteles favoritos de mi padre. Es atrevido adivinar que los pequeños también sintieron mi tensión acumulada —y que de alguna manera querían complacerme—, pero debo admitir que lo llegué a pensar.
Conducía mi madre, aunque también estaba algo bebida. Decidió que iba a llevarme a casa. Yo vivía de alquiler en un apartamento en el centro, junto con otros jóvenes, pero sin pareja. Éste hecho —tanta soledad por mi parte—, le preocupaba demasiado, y lo decía resaltando la palabra demasiado. Tomé asiento en la parte trasera del vehículo. Mi madre esperaba sentada al volante a que mi padre entrase en el coche. Parecía nerviosa, dispuesta a acercarme a casa lo antes posible. Mi padre apuró su cigarrillo y trató de encajar los paquetes con enseres, los termos y tuppers con los restos de la cena. Con aquellos restos, ella me proporcionaba la comida para una semana. Yo prefería apañármelas sola, pero ella siempre quiso encargarse de todo, de lo que pasaba en su casa y también en la mía. No ya en la de mi hermano, dado que él tenía esposa que se lo hiciera. Ella lo supervisaba todo, hasta las cosas más insospechadas. Hasta las cosas en las que ninguna madre debería estar, allí estaba ella.
Cuando todo estuvo preparado, en lugar de entrar en el coche, mi padre encendió otro cigarrillo.
—Ahora tu padre se lo fumará dentro —protestó ella y me miró por el retrovisor.
Yo soñaba con llegar a mi casa. Él, desde fuera, golpeó el cristal de la ventanilla y dijo algo que no oímos. Ella bajó la ventanilla.
—¿Qué dices? —se dirigió a ella, golpeando con fuerza el marco superior de la ventana, en la chapa azul del vehículo. El oxígeno entraba algo viscoso, o así lo percibía yo.
—¡Nada!
—¿Qué has dicho?
—¡Qué subas ya, maldito estúpido! –dijo mi madre.
Creo que el alcohol la había envalentonado.
—¿Qué prisa tienes?
Sentí algo de calor, un bochorno que se adosaba a las palabras y a los silencios como un calco a su adhesivo.
—Me lo fumo aquí fuera, que te jode el humo —dijo él con la única intención de molestar y se apoyó en la carrocería. Se tambaleaba.
Entonces, me fijé en lo que quedaba de una farola a mi derecha. El poste estaba aún en pié, pero su lámpara yacía en el suelo y tenía los cristales rotos. Era una farola muerta, decapitada. Imaginé, extraña visión, como al poste le crecían dos brazos, dos manos con garras con las que arañaba despacio las puertas del coche y después, esas mismas garras, abrazaban a mi padre, descendían hasta más abajo de su cintura y se lo llevaban hasta el mismo núcleo abisal de la noche. Pero era Nochebuena y por un momento me sentí mal de desear tales cosas, —porque para qué negarlo—, era eso lo que deseé.
—Tenemos que acercar a ésta —dijo ella.
Se refería a mí. A menudo, para mi madre, yo significaba prisas.
Miré hacia la negrura de la noche. No vi nubes en el cielo, tampoco estrellas; de todas formas, hace años que se dejaron de ver en Madrid. La última vez que las había visto era una niña, una verdadera niña. Más tarde llegué a pensar que las nubes de Madrid eran puras manchas de humo, nubes de nicotina y que, cuando mi padre fumaba, las nubes aparecían.
—Cogeré un taxi —dije, mientras seguía mirando por la ventanilla.
Sabía de antemano que ella no lo iba a consentir, y estaba demasiado cansada para entrar en ese tipo de discusiones.
—¡Ni hablar! —dijo ella con voz compungida—. Además, tendremos que echar gasolina.
—Todavía no es necesario —informó él sin mirar el indicador de nivel del depósito, mientras daba otra calada a su cigarro.
Ella se impacientó más. Quedaban sólo dos automóviles en la calle. Cuando por fin él entró en el coche, se dejó caer en el asiento delantero, pero no se puso el cinturón, como de costumbre. Ella arrancó y metió la primera marcha. Entre los dedos él sostuvo lo que le quedaba del cigarrillo y en la palma de la mano que le quedaba libre iba recogiendo la ceniza.
—¡Eh!, que aquí no hay cenicero —dijo ella.
Entonces sonó el pitido que indicaba que uno de los pasajeros había olvidado el cinturón de seguridad mientras salíamos de las calles de la urbanización de mi hermano. Cruzamos la rotonda para tomar el puente de vehículos e incorporarnos a la autopista. El sonido de la alarma era un zumbido electrónico agudo y chirriante.
—¿Quieres abrocharte el cinturón? —dijo mi madre.
—No me apetece.
—Póntelo.
—En la ciudad no hace tanta falta —explicó él simulando amabilidad.
—Me molesta el pitido.
—Pues hazle algo a tu coche, bájale el volumen o algo —dijo él. Y se rió de su propia gracia.
Todos callamos un momento y, mientras, se oyeron cuatro pitidos más.
—Me jode la alarma —dijo ella.
—¡Ah! Lo ves, eres una bruja. Mi seguridad no te preocupa.
—Sí, sí que me preocupa, me preocupa, pero me molesta mucho más ese ruido.
—No pienso hacerlo.
A mí también me irritaba y estaba de acuerdo con ella, pero esta vez no iba a participar. Ya había participado demasiado. De niña entraba en el juego: su pequeña actuación de matrimonio con testigo. Tenía que tomar parte por alguno de los dos y dependiendo de lo que creía justo, me inclinaba por uno u otro. Pero en realidad equivalía a responder “¿a quién quieres más, a papá o a mamá?”. Y, además, cuando ambos bebían, ese juego inocente y tonto había llegado a desvariar mucho, demasiado. Demasiado.
Se oyó la alarma.
Hace años, antes de aquellas veces en que se dieron aquellos famosos desvaríos, todavía pensaba en que algo se podría arreglar entre ellos y en que en las relaciones sólo existe lo que se ve en cada momento. Pero hay capas. Como las capas de bruma y confusión que se han ido añadiendo a lo largo del día para hacer la noche. Como las capas que, día a día, se juntan en el año para lograr la noche más oscura, como aquella lejana Nochebuena.
La alarma seguía sonando.
También los tenía que escuchar, a cada uno por su lado, él hablándome de ella y ella de él. Esa noche ni siquiera tenía ganas de que me afectase. Estábamos ya muy cerca de mi apartamento. Hice un repaso mental: el móvil, los guantes… ¡Vaya!
—Me he dejado el bolso —dije.
—Ya lo recogerás otro día —dijo ella.
—Con las llaves, el bolso con las llaves. No puedo entrar en mi casa.
Sonó la alarma.
—Pues te vienes a casa, chata —dijo mi padre.
—¡No! —dijo ella—. Esta noche no, que es Nochebuena.
—¿Esta Nochebuena te molesta, ¿eh? Qué curioso —dijo él. Y se río.
Hice como si no hubiera oído el último comentario de mi padre.
—Para el coche —dije.
Quería bajarme y salir huyendo de allí. Correr hasta que se me deshiciesen las plantas de los pies. El infierno existía: yo ya lo había vivido y no hubiera podido soportar recordarlo una vez más. Salí del automóvil y fui hasta el maletero, rebusqué entre los platos de papel, los vasos de plástico, y las cosas envueltas en papel celofán, pero el bolso no estaba allí. Vi también la luna de juguete que recuperé de su casa, la única cosa que cogí de la casa de ellos. Cuando me la regaló mi abuela todavía era una niña feliz. El cielo entonces tenía estrellas y las nubes no eran de nicotina. Entré de nuevo en el coche y me encogí de hombros indicando que no lo tenía.
—¡Mira que eres desastre! —dijo ella.
Sonó la alarma.
—No hace falta que vayamos a casa de Raúl, alguno de mis compañeros de piso llegará enseguida. Me quedo un rato en algún bar esperándolos —dije.
Mientras oía la alarma, sabía de sobra que ella no lo iba a permitir. Dio media vuelta en la rotonda.
—Dejo a tu padre en casa primero —dijo con voz compungida.
Mis padres vivían cerca de mi hermano, dejaría a mi padre en casa e insistiría en conducirme. Por lo que sea: o para sentirse buena madre o para protegerme, por esa vez.
La alarma.
—Venga, que te llevamos a tu cueva —dijo a mi padre.
—A mí no me importa nada de nada llevar a la chica. Es más, me gusta —dijo mi padre y se rió.
—¡Tú calla! Ponte el cinturón, borracho.
—Dejará de pitar solo.
Pero siguió sonando. Vi pasar las calles iluminadas deslizándose como en un desfile de casas sobre hielo.
—Bueno niña, pues dejamos en casa a éste—. Últimamente le había dado por llamarme niña.
—Yo no necesito que me dejéis en casa, a mí me da igual. Pero si te empeñas en dejarme en casa pues me dejas y ya está.
Sonaba la alarma.
—¡Pues ponte el cinturón, imbécil!
Como no se lo puso, la alarma, evidentemente, no dejó de sonar.
—Huele a quemado —dijo ella.
—Claro, es el cigarro —dijo él y se rió.
—En serio, huele a quemado.
Por fin dejó de oírse la alarma. No se oía más que el aire que entraba por la ventana.
—Lo ves —dijo él—, ya ha dejado de sonar.
Respiré hondo y entonces me llegó a mí también el olor.
—¡Estás quemándome el coche imbécil! —dijo ella.
Él se miró la palma de la mano, llena de ceniza, y después ojeó tontamente a su alrededor.
—Aquí no hay cenicero —dijo ella.
—Eso ya lo hemos oído, te repites querida, como un estúpido loro, no, mejor como una cacatúa, vieja, vieja, ¡cacatúa! –Y se rió—. Te lo había dicho, ves, que dejaría de sonar —dijo él—. Ale, ya me puedes dejar en casa si quieres, bruja.
No sonaba la alarma ya y casi se echaba de menos.
—No, hombre —dijo ella, con voz compungida y, además, quizás, hasta culpable.
Llegamos a casa de mi hermano Raúl. Salí del automóvil, llamé y cuando abrió, le sonreí a pesar del cansancio y descolgué el bolso ocre del perchero. En la puerta estaba ya mi padre que quería despedirse de la niña otra vez, aunque estaba dormida. Fui detrás de él hacia el cuarto de los niños.
—Adiós, tragaldabas, putita —dijo y le dio un beso en la boca, que quiso ser largo.
A mí me repugnó tanto que lo cogí del brazo y le aparté de ella. Él no reaccionó de manera agresiva, se tambaleó y se apartó de nosotras como si fuera manso. Mi hermano Raúl, como siempre, no se había enterado de nada.
Al arrancar de nuevo, también se reanudó el maldito sonido. Saqué mis llaves del bolso para preparar la escapada, cuanto menos tiempo con ellos, mejor. Salimos de la urbanización, tomamos el puente desde la rotonda y nos incorporamos a la autopista.
El pitido era infame.
—¡Joder, Tomás! ¡Ya basta! —dijo mi madre.
—Lo que hay que aguantar, no puede uno estar tranquilo —dijo él y volvió a reírse de su gracia. Sus gracias sólo le hacían gracia a él.
Hubo un largo silencio entre ellos. Sólo se oía la alarma que sonaba sin cesar.
—Llévame a casa —dijo él por fin.
—Ahora no. Ya estamos en la autopista —dijo ella, y se dio cuenta de que el testigo de la falta de carburante pestañeaba…—¡Joder, te lo advertí: hay que echar gasolina!
Mientras la alarma sonaba sin tregua, él le indicó con la mano en alto donde estaba la gasolinera, justo a la derecha.
—Estás ciega. Fea y ciega, lo tienes todo —dijo y se rió.
Los paneles rojos de la estación de servicio estaban decorados con luces navideñas. La alarma dejó de sonar cuando ella apagó el motor y descendió del coche para llenar el depósito. Pero poco después de arrancar y de que avanzáramos unos metros, la llamaron por teléfono. Junto a su voz, que había modulado con un tono cursi —deduje por tanto que hablaba con mi cuñada—, regresó el maldito pitido.
Pensé en lo que haría al llegar a casa. La ciudad iluminada con luces de fiesta me hacía olvidar por un momento la negrura de la noche. De niña yo hablaba sin parar con ellos, les daba las gracias de corazón, y no obligada, por lo mucho que hacían por mí. Cuando pedían mi opinión o querían que me pronunciase a favor de alguno de ellos, les soltaba discursos grandilocuentes sobre la convivencia, sobre nosotros como familia. Pero, al fin y al cabo, tanto ella como él, dijeran lo que dijeran, preferían seguir, siendo así: como un conjunto de capas, ella y él, como la noche, la noche más oscura.
En un momento dado ella colgó el teléfono y sonrió.
—Ha estado bien la noche ¿eh? Me ha dicho que se lo ha pasado muy bien —le dijo a mi padre, orgullosa—. Raúl y los niños también lo han pasado bien.
—Sí, ha sido una Nochebuena muy agradable —dijo él—. Se les veía disfrutar.
—Y les ha encantado lo que yo he preparado de cena —dijo.
—Cocinas bien, mujer.
Sonó la alarma.
—Estabas… guapa.
—Sí, ¿tú crees? —dijo ella, y lo miró pestañeando, coqueta.
—Tú no —y se rió—. Tú no tienes arreglo, ella, ella —y me miró por el retrovisor.
Mi madre me escrutó por el retrovisor también. Se rió con mi padre, pero su mirada pudo haber conjugado una mezcla extraña de celos, envidia, miedo, e incluso lascivia que nunca he sabido definir bien, ni en qué cantidad. ¿Cuántas capas de celos, de envidia, cuántas de miedo, cuántas de lascivia?
—¿Y tú, niña? Estás muy muermo hoy ¿no? —dijo ella.
—Estoy muy bien —respondí.
Justo entonces vi las luces del portal de mi casa. El portero había colocado un precioso árbol de navidad. Aquel árbol me llevó a imaginar con melancolía las Nochebuenas que hubiera podido festejar con mis padres de niña; porque mis recuerdos sólo me traían a aquellas navidades del infierno con mi padre, de las que nunca había podido regresar al presente, libre del todo, sin cargas. Una Nochebuena negra, de negrura parecida a esa misma noche en que me encontraba en su vehículo claustrofóbico. Aquella Nochebuena, en ese sucio hotel de carretera, en que me obligó a hacérselo delante de ella. Claro que ella lo sabía desde hace mucho, ella lo sabía, pero esa fue la única ocasión en que consintió vernos. Pero también esa vez, tuve que darles las gracias a los dos, pues así me lo exigió él. Gracias por hacerme feliz, les tuve que decir antes de dejarle empezar. Ella se quedó ahí parada, borracha, mirando. Y fue la última vez que mi padre se acercó a mí.
Salí del coche. Respiré hondo mirando hacia el sombrío cielo, abrigando tantos secretos negros. De pronto vi una estrella. Por un momento atisbé que a la noche encapotada se le abría un vano de luz. La vi en toda su desnudez. Respiré hondo de nuevo y sentí que me quitaba de encima una suerte de abrigo invernal que pesaba sobre mis hombros desde hace años. Lúcida por fin, como esa estrella, miré a mis padres bajo un nuevo prisma.
No eran más que dos viejos.
Y fue la última vez que los vi.
Murieron alcoholizados hace tiempo y sé que mi hermano y mi cuñada aún hoy no entienden por qué ni siquiera acudí a su entierro.
Pero sí que recuerdo que antes de cerrar la puerta del coche, esa noche, dije educadamente, tal y como me habían enseñado a hacer:
—Muchas gracias por traerme a casa.
Sara Medina. Segundo premio del XI Certamen
26.- DESIDERATA
Me dijeron que nadie me quería allí. No sé si era verdad, pero lo que sí era cierto es que ellos no me querían allí. Me dieron un cheque, me pidieron las llaves del coche, me pusieron una mano en la espalda y me llevaron a la oficina del paro. No tenían por qué hacerlo ya que hay transporte público, pero lo hicieron. Eran amables en esos detalles. Eran burbujas…
En la oficina del paro esperé algunas horas, ya estaba sólo, por vez primera en una década no pertenecía más a La Corporación para la Feliz Navidad, y no sé muy bien qué esperaba entonces allí, o en cualquier otro sitio. No sabía muy bien qué esperar.
Todo el mundo lo hace, me dijeron. Hay unos números y letras que van pasando, hasta que llegan los tuyos. Son de colores y también suenan timbres para avisar. En realidad, prefiero los colores a los timbres, y los números a las letras. Pasaron turnos. Cuando llega el tuyo sientes alegría y te acercas a la mesa con cara de pomelo (a la que tiene tu número y parpadea). La luz se enciende y se apaga, y puede que te haya tocado algo.
Allí hay sentada una mujer deforme. Es una malformación muy acusada la que tiene, de nacimiento, diría yo. Habla de papeles y plazos, y la nariz le toca el ojo derecho que es alargado como una judía verde, tiene una ceja en el labio superior y se rasca la mano izquierda cuando te pide el DNI. Es un caso curioso de trabajadora social deforme, no creo que haya muchas más como esta. Parece increíble que su voz salga tan agradable de allí dentro. Me siento afortunado de que sea ella precisamente la que me atiende. Me hace pensar. Es una voz tan hermosa dentro de una malformación horrible. Lo que dice, le nace del interior, como si ella estuviera en realidad más a dentro. No es justo, en absoluto, permanecer allí en el fondo, sin poder salir nunca. No, no lo es. No hay nada que hacer, ni allí ni aquí, así que me paseo. Salgo a la calle y recorro una acera bordeada por un seto que se retuerce iracundo sobre ramas azules. Hay un centro comercial. Un gato con un ratón gigante de mimbre dice: «¡Qué guay!». Parece increíble. Es muy hermoso. Otro cartel dice: «Coge aquí tu carrito» y siento ganas de abrazarme a él, pero sería una estupidez. Voy a entrar en un espacio gigante, desorbitado, cerca de la entrada hay un restaurante con una gran cantidad de gente en la puerta esperando para entrar. Me acerco a ver qué pasa. Espero un rato y observo hombres y mujeres que salivan como los perros y apuntan sus nombres en una libreta. Tienen prisa. Hay un señor flaco con corbata frente a mí, me mira. Por un segundo parece que espera algo, luego me mira otra vez y dice «¿heem?», no sé qué quiere decir esto, así que le miro y repito «¿heem?». Como si hubiera tropezado, chasca la lengua, me mira a los ojos y dice: «¿cuántos eran?». Le digo que éramos quince o dieciséis, buenos amigos (nos llevábamos bien) pero no le aseguro nada. Me pide un nombre, no sé cuál puede querer, así que le doy el del director de la corporación y su teléfono, que me sé de memoria.
—Serán quince minutos —dice.
—No importa —digo.
Pienso que es un minuto por persona, si fuéramos quince. Para el caso de que fuéramos dieciséis… No merece la pena echar cálculos. Además, no es fácil que ellos vengan a comer aquí precisamente hoy, pero nunca se sabe.
Me retiro de aquella puerta atestada de gente porque varios hombres han comenzado a partirse la cara a puñetazos, y no sé por cuál decidirme —estas cosas son inevitables—. Llevo mis botas gruesas de suela de cemento, lo que me asegura la pisada. Voy andando a otro restaurante, está cerca de allí y la puerta está vacía. Hay un dibujo de un cow boy despegando del local en un cohete. Como no hay nadie dentro me siento enseguida, y antes de que vengan a preguntarme estupideces pido una hamburguesa a un camarero que pasaba camuflándose entre los matorrales. El camarero se detiene contrariado ya que parece que le he descubierto, y me pregunta que qué hamburguesa quiero (observo que lleva un revólver). Ante esa pregunta sobre la hamburguesa no sé qué contestar, así que le digo que no sé (mirándole a los ojos). Parece que se molesta, como el señor flaco y con corbata de la puerta del restaurante de antes. Me dice que cómo la quiero, y yo le digo que como las hagan aquí estaría bien, y que me disculpe, pero no le puedo decirle mucho más, que lo siento de verdad (en realidad no quiero líos). El camarero se crece ahí arriba, mirándome desde lo alto, y me hace más preguntas. Es un sheriff —lo leo en su insignia—, probablemente además sea un tipo vengativo. Es igual, contesto sin pensar a las diecisiete preguntas cerradas que me lanza de improviso mientras me apunta a la cabeza con su enorme revólver. Espero solo en el restaurante vacío. Las mesas esperan la llegada de extraños solitarios y desarmados como yo. Al rato una golfa me trae una hamburguesa inmensa, que despacho en solo tres mordiscos —no me gustan las zanahorias y juraría haber contestado sin a esa pregunta—. Me voy sin pagar porque en este restaurante están todos ocupados.
Voy andando por un trozo de catedral superpuesta, todo es inmenso, lleno de velas de aluminio. Me saluda una chica rubia en medio de la cripta. Pregunta que si tengo un momentito. Tengo muchos, así que le digo que sí. Me explica varias cosas que no entiendo sobre una tarjeta de plástico duro. No es una conversación amena, habla de cosas que no son lo que parecen, «comisiones que se pierden entre compras y ganancias», dice, «grandes ventajas al alcance de las manos», añade. Pierdo un poco el hilo de la conversación, la verdad, pero por no hacerle un feo le doy la razón (seguramente la tiene). Después de un rato en el que no ha parado de hablar, me pregunta que qué tal, con una sonrisa espectacular. Le digo que estupendo, la verdad, y es que mejora mucho enseñando esos dientes. Fea, fea no es, ni mucho menos, aunque habla por los codos. Me da más papeles y me ordena que los rellene ahora. ¡Ahora mismo!, dice. Es fácil, la mayoría son números, nombres de calles y fechas, así que lo hago todo en un momento. Firmo con la rúbrica de Spiderman, que es la que mejor me sale ahora, y se lo entrego todo junto con los papeles de la oficina del paro que llevo bajo el brazo desde hace mucho rato.
Vuelvo al aparcamiento. Aunque me parece no haber estado nunca en él. Después de pasar varias horas desorientado por las numerosas plantas del parking, por fin mi coche. Justo a su lado hay un hueco libre y en este momento un todo—terreno lo ocupa a toda prisa. Abre la puerta del vehículo un señor calvo (que, a mí, la verdad, a primera vista me parece un gañán). Su cabeza de bolo me produce una inmensa repulsión, (¡el grandísimo hijo de la gran puta!) Al abrir el todo—terreno golpea la chapa de mi coche aparcado. Me ve y disimula, me saluda con la mano, bajando su bolo, dice que está todo muy estrecho («hoy en día»). Yo le contesto: «¡Armsuf!». El golpe ha dejado una pequeña rayita en la puerta. Me importa poco eso, pero si algún día vuelvo a fijarme en ella me acordaré de aquel calvo, de su bola de gañán con solo tres pelos. Siento ganas de vomitar la hamburguesa, y en la arcada que me viene del estómago, me sube a la cabeza al mismo tiempo La Corporación para la Feliz Navidad. No he traído hasta aquí mi coche, ¡ahora me acuerdo!, este coche no es mío, me pidieron las llaves, ¡me acercaron con un cheque en el bolsillo y con una mano caliente acariciándome la espalda! —: vomito. «Correczto» —no hay zanahorias—. Este coche no es el mío. No he aparcado aquí. Nunca había estado en este parking. Ya no tengo coche. Vale… Lo entiendo todo. Me limpio en la bocamanga de la camisa y me despido del gañán que me está mirando:
—¡Adiós, gañán!
—Adiós.
Salgo a la calle. No sé cuánto tiempo he pasado allí, dentro del edificio inmenso, pero me asombra lo avanzada que está la noche. Y lo bien que patinan los ancianos ahora.
Me siento en un banco de la calle ya más despejado, al airecito. Junto a mí hay un mendigo que pide monedas agitando un vaso de La Corporación para la Feliz Navidad. Frente a nosotros está la oficina del paro cerrada con una verja, y dentro una mujer de la limpieza recorre con un paño las luces de los turnos de colores. Ahora están todos apagados, pero son colores vivos, de verdad. Pienso que podría llegar a amar a la trabajadora social, a la mujer de la cara deforme, de alguna manera, la recuerdo… Su voz. No sé, aquellas luces, son de colores muy vivos. El mundo está lleno de virtud, lo veo a mí alrededor y lo siento: ¡hay tanta gente!
Me vienen a la memoria unas frases que leí hace años en la pared de un penal:
Anda plácidamente entre el ruido y las prisas, y recuerda qué paz puede haber en el silencio. Vive en buenos términos con todas las personas, todo lo que puedas, sin rendirte.
Di tu verdad tranquila y llanamente…
Son cosas, cosillas.
Era más largo, pero ya no me acuerdo.
Hace una buena noche y las estrellas se concentran apretadas en un hueco de escalera.
Las luces de la calle chorrean a borbotones desde mi cogote hasta el infinito de la avenida, por poner un ejemplo. Echo una moneda en el vaso del mendigo que sigue a mi lado, a ver lo que suena. Dice: «¡Armsuf!».
Y me voy andando, despacito, tranquilo; entre el ruido y las prisas de la gente.
Todo es un gran ritual.
No. Lo que quiero decir es que todo esto es un inmenso circo. Una enorme pantomima de luces. Puro artificio.
No.
Eduardo Cano. Ganador del XI Certamen
27.-HUELGA
La situación se había vuelto insostenible. A la abusiva jornada de trabajo habitual había que sumarle la reducción de salarios, la supresión de los tiempos de descanso, las amenazas de despido por cogerse una baja por enfermedad y el incremento del número de países a los que dar servicio con el mismo personal. Los riesgos laborales seguían siendo ignorados, el jefe seguía obcecado en su negativa a contratar personal nuevo e incluso se oponía a sentarse a negociar. La imagen amable que se esforzaba en mostrar a los medios distaba mucho de su carácter real. Se había vuelto un ser obstinado, insensible, ultraconservador y muy hipócrita. De frente todo eran sonrisas, pero en cuanto te dabas la vuelta la puñalada podía llegar en el momento menos pensado.
Mantuvimos una reunión con la otra gran empresa del sector pero no sirvió de mucho. Ellos tienen mucha menor repercusión internacional que nosotros y su convenio no era mucho mejor que el nuestro. Tendríamos que llevar la iniciativa. En las reuniones previas con el personal el ambiente fue muy tenso. Hubo algún conato de disidencia por el peso de la tradición. Algunos destacados miembros del comité, pese a estar en contra de la postura inquisitorial adoptada por el jefe, planteaban llevar a cabo acciones alternativas antes de tener que recurrir a lo que la mayoría contemplábamos como la única acción que podía hacer inclinarse la balanza de nuestro lado: la huelga. Y estaba claro qué día debíamos ir a la huelga, no podía ser otro, debíamos detener el servicio en el momento clave del año, aquél momento en el que más notoriedad pública pudiese alcanzar nuestra protesta.
Los compañeros reticentes a la huelga apostaban por dar la batalla en el campo de lo que los modernos venían llamando “comunicación social”. Cierto es que no se sabía apenas nada de las condiciones en que desarrollamos nuestro trabajo y por eso se mostraban convencidos de que una buena campaña informativa que atacase diversos frentes (televisión, prensa y redes sociales en internet principalmente) sería mucho más efectiva para nuestros intereses a medio plazo y, además, eliminaba los riesgos que para nuestra imagen pública podría acarrear dejar sin nuestro esencial servicio a una cantidad tan grande de gente en un día tan señalado.
Los días previos a la convocatoria oficial de la huelga fueron los más difíciles. En realidad, ninguno queríamos llegar a ese extremo, pero en nuestro fuero interno sabíamos que no había otra solución. El jefe seguía en sus trece, confiado de que no seríamos capaces de parar. No ese día, al menos. La última asamblea se desarrolló en un ambiente muy triste. No queríamos hacer lo que íbamos a hacer, pero teníamos que hacerlo, sabíamos que no había otra salida. La propuesta fue apoyada por 9 votos a favor y ninguno en contra. La totalidad de la plantilla iba a ir a la huelga la noche del 24 de diciembre.
Nuestra mayor decepción vino con la escasa repercusión que tuvo nuestra convocatoria. Nadie se la tomó muy en serio. Apenas alguna columna perdida en las últimas páginas de los periódicos o un par de minutos en los informativos. Y así país a país. Nadie dio crédito a nuestra huelga. Nadie creyó que la mañana del 25 de diciembre ningún regalo estaría en su sitio por la huelga general convocada por los renos de Papá Noel. Por el contrario, los camellos de los Reyes Magos nos mostraron su apoyo desde el primer momento y, aunque conscientes de que la presión internacional que ellos podían ejercer era limitada, se sumaron desde el primer momento a nuestras reivindicaciones. Nuestra lucha era su lucha. Ellos también tenían una sola noche de plazo para la entrega de los regalos y aunque su trabajo se limitaba a muchos menos países que el nuestro, sus problemas eran los mismos: la plantilla se había mantenido estable desde el origen de los tiempos. Tres empleados eran y tres seguían siendo. En nuestro caso, la tarea se inició con ocho compañeros y no fue hasta unas décadas después que se incorporó Rodolfo a nuestra plantilla. La suya había sido la única incorporación durante el último siglo, siglo en el cual nuestro trabajo se había universalizado gracias a los acuerdos del jefe con la multinacional Coca—Cola. Pero el jefe seguía obstinado en no contratar a más compañeros ni abrir franquicias si no nacionales, al menos sí continentales. Se aferraba a la tradición, como si su traje hubiera sido siempre rojo y blanco. Y esgrimía también no sé qué del espíritu navideño. ¿Hay algo más solidario que conceder un alivio a sus más fieles colaboradores durante décadas y décadas?
Sabíamos que lo de repartir la tarea a lo largo de tres noches en lugar de hacerlo todo en una sola era muy complicado de lograr. Pero no nos parecía tan descabellado constituir diferentes cuadrillas como la nuestra, de nueve renos cada una, capitaneadas por los elfos con más responsabilidad en la gestión del empaquetado y adjudicación de regalos, en lugar de encargarnos nosotros solos del planeta entero en apenas 24 horas (desde que comienza a oscurecer en un extremo hasta los primeros albores del nuevo día en el confín opuesto). Teníamos derecho a descansar entre país y país, a visitar al servicio médico si notábamos síntomas de fatiga e incluso a no salir de la central si no nos encontrábamos con las fuerzas suficientes como para poder cumplir con nuestro deber. Y para todo ello era imprescindible la contratación de personal nuevo.
Así las cosas, llegó la tarde del día 24. Papá Noel siempre confió en que, en el último momento, entraríamos en razón, y por eso no varió un ápice su postura. Hasta que comenzó a anochecer. El trineo mágico estaba ya cargado con los regalos para los primeros países en ver el ocaso del día 24 de diciembre, pero nosotros no habíamos salido de nuestros aposentos. El hangar principal estaba a rebosar de actividad, cientos de elfos daban los últimos retoques a los paquetes y supervisaban en un continuo ir y venir el listado de todas y cada una de las direcciones que deberíamos visitar en cada país. El complicado engranaje echaba a rodar, como cada año, pero la pieza fundamental del espíritu navideño no estaba en su lugar.
Rodolfo tenía su nariz más roja de lo que jamás recuerdo haberla visto. No paraba de llorar. Se imaginaba la decepción de millones de niños y adultos cuando descubrieran vacías sus medias, sus calcetines, sus botas y zapatos, cuando comprobaran que no había regalo alguno en sus chimeneas, en sus ventanas, en sus salones, bajo sus árboles de navidad. Papá Noel entró en nuestro establo encendido en cólera. Intentó intimidarnos con su voz grave y sus aspavientos, pero su pose duró poco. Enseguida se derrumbó junto a Rodolfo y echó a llorar. Se lamentaba por la deriva consumista que habían tomado las navidades en los últimos años, de que cada año los niños descubrieran el misterio de su magia a edades más tempranas, de que la ilusión se estuviera dejando vencer, poco a poco, por el egoísmo. Esa había sido su única razón para haberse negado en rotundo a concedernos nuestras peticiones. Pensaba que hacer público que los renos habían dejado de ser los nueve de siempre sería un paso más en la destrucción del espíritu navideño.
Su llamada fue decisiva para llevar el conflicto a buen puerto. El Rey Baltasar convenció a Papá Noel de que, para la imaginación de la mayoría de los niños, su trineo seguiría estando tirado por nueve renos capitaneados por el joven Rodolfo. Pero ningún niño esperaba despierto para ver quiénes eran los renos que visitaban su hogar. Por tanto, no había nada que temer, podía aumentar la plantilla cuanto quisiera para así poder mejorar el servicio prestado, probablemente uno de los servicios más importantes del año. Melchor y Baltasar siempre habían sido de la misma opinión que Papá Noel, pero ahora, gracias a la convocatoria de huelga de los renos, Baltasar había conseguido hacerles entrar en razón. Los tres estaban de acuerdo en abandonar el desierto antes de tiempo y, de forma excepcional, ayudar a Papá Noel en el reparto de regalos de la noche del 24 para poder recuperar las horas perdidas. Y así fue como aquel 25 de diciembre amaneció con las casas repletas de regalos, como si nada hubiera ocurrido.
Hoy en día existen tantas delegaciones como países en el mundo, cada una con su trineo mágico, su servicio médico, su Manager Elfo y sus nueve renos. Nosotros, los de toda la vida, ni siquiera salimos de reparto ya. Nos tenemos más que merecida nuestra jubilación. Aunque se trata de una jubilación a medias pues seguimos recibiendo aquí, en Rovaniemi, a miles de turistas que cada año se acercan a conocer nuestras instalaciones de primera mano.
¿Quién dijo que las huelgas ya no servían para nada?
CÉSAR BARRANTES SERRADILLA. PRIMER PREMIO COMPARTIDO VIII CERTAMEN
28.- UN PAPEL EN NAVIDAD
—¿Seré yo, maestro?
— No, tu no Pedro— contestó el joven de la barba negra.
—¿Seré yo, maestro? — preguntó el hombre calvo que estaba a su izquierda.
—No, tu no Santiago.
—¿Seré yo, Maestro? — preguntó también el joven de perilla que estaba un poco más alejado en la mesa.
—¿Seré yo Maestro?, ¿Seré yo, Maestro? — contestó esta vez con retintín al que se dirigían como Maestro y levantándose le pegó una colleja que casi le tira de la silla.
—¡Coooooooorteeeen¡— se escuchó en todo el plató de grabación— Toma buena. Buen trabajo chicos, todos a casa.
En ese momento un suspiro de alivio se extendió por todo el set de grabación. Llevaban varios días rodando el especial de Navidad de TeleEspe. Todos los actores estaban caracterizados como Jesús y los doce Apóstoles y poco a poco comenzaron a dispersarse. Algunos se quitaban las barbas de pega que llevaban puestas. Otros las túnicas bajo las cuáles llevaban su ropa de calle. Y algún otro salió disparado hacia la calle, desesperado por echarse un cigarrillo.
—Te has pasado con la colleja macho— le reprochó con una sonrisa Damián al actor que interpretaba a Jesús.
—Damián tiene razón, Juan— intervino otro de los actores— menuda hostia que le has dado a Luis.
—Tampoco le he dado tan fuerte— se defendió Juan— sigo al pie de la letra el método Stanislavsky— continuó guiñando un ojo a sus amigos— El método es el método.
—Ya, el método es el método, colega— dijo Damián— y seguro que no tiene nada que ver que se esté zumbando a tu ex, chavalín— continuó— que mal perder que tienes.
—Bueno chicos— le cortó Juan— me piro que tengo que hacer de Papá Noel en un centro comercial. Lo que hay que hacer para pagar el alquiler y tener para vicios. Hasta mañana.
Así, tras despedirse de sus compañeros, Juan salió a la calle y fue en dirección a la boca de metro más cercana. Cuando montó en el vagón, comprobó que no había ningún asiento libre, así que se apoyó en una de las paredes y fijo sus ojos en la oscuridad del túnel. Pensó en la colleja que le había atizado a Luis y sonrió para sí. Igual se había pasado un poco, pero una pequeña venganza tampoco venía mal, a veces. Inés y él habían decidido dejarlo y eran libres para salir, liarse o acostarse con quien quisieran. De hecho, se alegraba por los dos, pero bueno, la colleja había servido para salvar su orgullo herido de macho despechado.
Cuando llegó a su destino salió disparado del Metro y entró corriendo en el centro comercial. Llevaba ya dos días haciendo la sustitución del Papá Noel oficial, que había sufrido un accidente laboral, si por esto se entiende que un padre ofuscado la hubiera tomado con el por tratar de sentar de manera correcta a un niño un poco impertinente. El pobre hombre había terminado en el hospital con una fisura en dos costillas. Juan se metió en el vestuario y se puso el traje en cuestión. Le sobraba por todos lados, por lo que tuvo que atarse los pantalones con una cuerda que había por allí. También tuvo que rellenar la parte superior con almohadones para dar la impresión de que estaba gordo, el resultado no era del todo satisfactorio, pero a él le daba igual. Al fin y al cabo, lo que quería era trabajar y no pasar demasiado tiempo ocioso en casa, pensando en Inés. Las horas se le hacían muy largas. Aún quedaban unos días para Navidad y entre semana no iba mucha gente al Centro Comercial. Así, Juan se entretenía mirando a las personas que se acercaban por allí, más que para comprar, para estar caliente, ya que en la calle hacía mucho frío. De vez en cuando algún padre le pedía hacerse una foto con sus hijos, a lo que el chico accedía de buen grado ya que siempre le habían gustado los niños, siempre que fueran del vecino.
Los días iban pasando y Juan alternaba el trabajo en el centro comercial con algún que otra audición para televisión. Aún estaba esperando su gran oportunidad para triunfar, pero parecía que se le resistía.
El sábado de antes de Navidad, el encargado le pidió que si podía ir todo el día a trabajar. Juan aceptó, necesitaba el dinero, así que se dispuso a aguantar la avalancha de niños y niñas que quisieran hacerse una foto con el rey de las fiestas, con permiso de los Magos de Oriente. Aunque todo hay que decirlo, si el centro comercial había preferido un Papa Noel a los Reyes Magos, era porque sale mas barato pagar a un actor que a tres. Y a los niños, mientras les den regalos, tanto les da que sea un tipo gordo con barba que tres colegas que montan en camello. En estos pensamientos andaba Juan, sin atender demasiado a las peticiones que le hacían los niños que se le acercaban, sonriendo mucho, pero absorto con sus cosas. En un momento dado, levantó la vista hacia la fila de niños que aguardaban su turno. Creyó reconocer en la fila al tipo al que le había sacudido la colleja unos días antes, Luis. Iba de la mano de una niña de unos cinco años. No podía ser su hija, conocía al chico de varios trabajos y algún que otra audición. Una vez se disputaron un papel para una serie que luego resultó tener cierto éxito en las sobremesas. “Cocinar con huevos revueltos” o algo así recordó Juan. El caso es que el tipo aquel le levantó el papel. Que premonición, pensó el chico mientras sonreía para sí. Primero me quita el papel y luego la chavala.
Entretanto, la fila iba avanzando y le llegó el turno a la niña acompañada por el conocido de Juan. Sentó a la chica entre sus piernas y le preguntó que quería para el día de Navidad. La niña miraba de reojo a Luis, éste le guiñó un ojo, y la niña le susurró su petición al oído.
Juan no pudo más que soltar una gran carcajada y le dio un buen montón de caramelos, mientras que dirigiéndose a Luis le dijo sonriendo:
— Anda que ya te vale, mira que decirle a la cría que no sacuda tan fuerte las collejas— y dicho lo cual le dio un apretón de manos y siguió atendiendo a los niños que esperaban pedir sus regalos a Papa Noel, mientras pensaba que algún día le llegaría el papel que tanto había soñado.
Pasado un rato, la niña que iba con Luis se acercó de nuevo y le dio un papel doblado. Cuando se fue, lo abrió y tras leerlo se levantó y pidió permiso al encargado para tomarse un descanso. Aun vestido de Papa Noel fue a uno de los bares que están dentro del centro comercial y leyó de nuevo la nota que le había entregado la niña: “Martes 23 a las 10 de la mañana; Calle Escosura 65, 1ª planta; preguntar por Gonzalo Suárez. Mucha suerte, Juan. Te quiere, Inés”. A continuación, pidió un pincho de tortilla y se dijo a si mismo: “esta vez si que es mi oportunidad”.
José María Cazorla. Ganador del V Certamen
29.- NAVIDAD FUTURA
Annova dejó apoyado su bastón en un promontorio pelado, y se tambaleó al recoger el trozo de pizarra y la piedra caliza que se utilizaba como tiza en la clase que impartía desde hace unos años.
Cuatro chavales asistían a la misma, todos escuálidos, con la tripa hinchada por el hambre y la sed, y con la melena como alambres tiesos por la suciedad acumulada tras meses sin lavarse.
Aun así acudían con entusiasmo a que Annova les contara sus cuentos maravillosos sobre los vergeles donde podías beber agua desde un tubo y donde jugaban los niños, o los sitios especiales donde podías hacer tus necesidades sin tener que irte a cualquier rincón del campo, en tu propia casa: con el culo y todo limpito al terminar. Sólo tenías que tirar de un tubo o asa y caía el agua en cascada.
Tal abundancia era inimaginable para los chavalillos por más que Annova, con su voz cascada de tanto fumar, afirmara que todo aquello existía cuando ella tenía 40 años.
———— Otra fantasía de la vieja maga — pensaba—
Annova se entristecía en esos momentos porque comprendía que nunca llegarían a creer en lo que les narraba. Normal, porque no quedaba ni rastro de todo lo que supuso la civilización occidental, de esa historia que tanto le gustó a ella aprender y comprender cuando era una joven estudiante.
Aquel día, su amiga Paz llegó más alterada que de costumbre al Aula: ésta era una zona rodeada por un simple murete, construido con los restos de otros edificios abandonados. Se encontraba muy cerca de la gruta principal donde vivían, por si la calorina los asfixiaba aún más.
Renqueando por los achaques, pues rondaba según ella los 120 años, se acercaba con una caja del llamado plástico que tanto mal les había causado al realizarse con el maldito petróleo.
Volvía de rebuscar en el basurero cercano. Se instalaron en aquella zona para vivir debido a la gruta existente: podía cobijar a doscientas personas y en ella existía uno de los últimos acuíferos potables de la sierra de Madrid. También la eligieron por el basurero que se extendía unos cuantos kilómetros a su alrededor que estaba repleto de cosas útiles.
Paz llegaba feliz precisamente porque encontró en el mismo un rollo de papel albal y unas cuantas perchas de alambre puro.
Los salvajillos mowglis, como los llamaba cariñosamente Annova, empezaron a revolotear en torno a Paz consiguiendo que se desestabilizara ligeramente y soltara otra buena carcajada de las suyas.
——— ¿Qué traes ahí abuela Paz? ¿Para qué sirve todo eso?
————Quiero que me hagáis un favor especial. Dentro de poco me tocará viajar a ese lugar especial que nos espera a todos y quiero celebrar esta fecha un poco como lo hacía cuando yo era pequeña, como si estuviera en mi casa.
——— ¿Y qué fecha es esa?
—La de Navidad ¿no habéis visto ese cartel tirado en el antiguo camino de asfalto con un señor gordo y de rojo? Pues hacía referencia a la fiesta del día de Navidad, pero ese tema de si la presencia de ese señor era adecuada o no aquí en España os lo contará Annova otro día.
Yo lo que quiero es que me ayudéis con el árbol de Navidad.
—Pero Paz, —saltó Gambito el listillo— tardaremos años y no tenemos tanta agua para plantar otro árbol. La necesitamos para beber.
—JAAAAAAARRRRRRR……. mowgli Gambito, quiero que construyamos un árbol de Navidad, no plantar un árbol. Los árboles de Navidad se hacían en su mayoría de forma artificial en los últimos años antes de la Gran Transformación, ya sabéis, con plástico. Aunque los más potentados se compraban un árbol de verdad, al final se les moría y acabó siendo penalizado con varios años de cárcel.
Gambito la miró receloso y la sacó la lengua a modo de replica.
— Anda, reuníos aquí, alrededor mío, y no me hagáis caminar más—les gruñó Paz.
Paz se sentó en una piedra almohadillada con los restos de lana que también había encontrado, y comenzó a hacer bolas con el papel albal, animando a los peques a hacer lo que se les antojara. Alguno quiso realizar un coche, tal y como los veía en una revista del corazón conservada en la biblioteca de la gruta, pero Paz le convenció para hacer un animal y acabó haciendo una rata.
Les animó para que hicieran las cosas que les trajeran buenos sentimientos y mowgli Raquel hizo una figura parecida a un ángel. Annova se sintió en esos momentos muy orgullosa porque por fin observó un atisbo de escucha por parte de aquellos mocosillos cuellicortos a los que tanto quería.
Finalmente se las apañaron entre todos para formar el esqueleto de una especie de árbol con las perchas de la ropa, y fueron colgando las figuras de papel albal, junto con algunos hilos de lana deshilachada de colores.
Annova y Paz se agarraron de los antebrazos, como una pareja de recién casados, aguantándose mutuamente el peso mientras resbalaban las lágrimas por sus secas mejillas…
Y en ese momento feliz era cuando Isabel se despertaba cuando tenía este sueño. A veces iba un poco más allá, con un poquitín más de felicidad, pero el origen de este siempre era el mismo: la forma de vivir en la que ella estaba creciendo había desaparecido, los niños tenían que crecer en un entorno más hostil, casi retrocediendo en la evolución del hombre.
Eso era lo que más le afectaba desde que empezó a tener este sueño a los 15 años.
Le marcó la vida. Le condicionó hasta el punto de dirigir todas sus elecciones de estudios y trabajo a evitar semejante catástrofe.
Y lo consiguió. Tras asumir la presidencia de Estados Unidos, siendo la primera mujer de la Historia que lo conseguía y encima extranjera, y sólo a base de decretazos y ser un poco dictadora, consiguió que la inversión y el avance realizado en las nuevas tecnologías energéticas frenaran a tiempo el cambio climático que su pesadilla le anunciaba desde pequeña. Aunque tuvo que jugar sucio con las mayores potencias petroleras, amenazándolas con bombardear todos los yacimientos si no invertían al menos la mitad de sus beneficios en las nuevas energías.
Ya sabía que no sería la más famosa presidenta en el momento presente de la historia, porque todo acarreó una crisis económica y social que sólo ahora, tras ocho años de presidencia, comenzaba a remitir.
Pero también sabía que su peor pesadilla de Navidad nunca se cumpliría en el futuro, ni para ella, ni para los futuros mowglis… y eso la hacía reír como a la misma Paz.
IRENE PÉREZ HERVÍAS. Ganadora del IV Certamen
30.- DIOS NO EXISTE
Este año no creo que tenga que regalar muchos libros, porque he decidido que a mi mujer le voy a comprar un kimono.
Era el pensamiento que mantuvo mi mente ocupada durante los siete kilómetros de retención que tuve que soportar desde el trabajo hasta mi casa. Imaginaba a mi esposa dibujando líneas invisibles con sus manos, vestida de karateca, con un kimono blanco y el cinturón negro. Al lado, un árbol de Navidad lleno de bolas, figuritas y demás objetos inútiles, los que colocábamos cada año para felicidad de los niños, y desesperación nuestra.
Llegué a casa muy cansado, mi mujer y los críos me esperaban frente al televisor, sentados alrededor de la mesa con la cena puesta.
- Dios no existe – le susurraba al pequeño Jaime mientras le daba la tortilla.
Él, a sus tres años, repetía mis palabras mirando a su hermana de siete, mientras, se comía un trozo minúsculo de tortilla, y masticaba como si tuviera un pollo entero en la boca.
- Papá – me dijo Carol después de la cena — ¿por qué los vecinos no tienen árbol de Navidad? – sus rizos se movían desordenados y la mirada, inquisitiva me advertía que la respuesta debería ser sobresaliente.
- Los vecinos son más listos que nosotros, hija.
- ¿Es que somos tontos, papi? – sus ojos cada vez eran más grandes, cargados de reprobación.
- No, cariño, quiero decir que ellos no tendrán que recogerlo todo después de las fiestas. – entonces tosí y cambié los canales de forma compulsiva.
La nena seguía arrodillada frente a mí, pintando una hoja con figuras abstractas que no significaban nada, su madre decía que era una artista, yo pensaba que tenía dislexia.
- ¡Pero Jaime dice que Dios no existe, papá! Si no está en ninguna parte, ¿por qué colocamos las luces en las escaleras, si Él no puede verlas?
- Tienes toda la razón, amorcito, el año que viene nada de luces.
- ¡Pero papi, a mí me encantan las luces de colores! – y empezó a llorar hasta que se quedó afónica; la miré resignado, acaricié su pelo, le murmuré al oído que Dios sí existía, que a veces parecía que no, pero que estaba por ahí arriba para ver nuestras puñeteras luces.
- ¡Mentiroso! – gritó. Subió las escaleras y dio un portazo.
Mi mujer me miraba, sentía su odio en el cogote, no sé porqué, siempre sentía el miedo ahí, tal vez porque no sabía mirar la vida de frente.
- Quiero que nos separemos – me dijo después de acostar a Jaime.
- Bueno, cariño, si te vas a poner así por mi crisis de fe, iré a hablar con un cura – me reí.
- No es una broma. No sabes educar a tus hijos, siempre estás cansado, me follas mal y ya no me gustas nada – se puso a llorar, subió las escaleras y también dio un portazo.
No sabía que hacer, me quedé pensando en eso que dijo sobre la educación de mis hijos, lo de follar seguro que sólo era para hacerme daño.
Entonces me di cuenta de que era un hombre mediocre que se iba a quedar sin hijos, sin esposa y sin Dios.
Cerré los ojos, alegre. Por fin la vida empezaba a sonreírme.
Sonia Aldama. Relato finalista del III Concurso de Cuentos de Navidad “El Satélite».
Concurso patrocinado desde las últimas ediciones por AMEIS (Asociación de Mujeres Escritoras e Ilustradoras) y Cursos
Culturamas
El 31 de enero se anunciarán los cuentos ganador y finalistas del XX Certamen de Relato «Dónde está la Navidad».