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«Otra vez la poesía», de José Luis López Bretones

Por Antonio Cruz Romero.

LA RESURRECCIÓN DE LA POESÍA

La poesía siempre es un acontecimiento, siempre es un milagro, un prodigio, y Otra vez la poesía (Sonámbulos Ediciones, 2024), el último poemario de José Luis López Bretones (Almería, 1966), lo atestigua con rotundidad. El libro comienza con una cita de Luis Cernuda un único verso del poema «Lázaro» que supone toda una declaración de intenciones: «Era otra vez la vida».

Han transcurrido dos décadas desde el anterior poemario de López Bretones, Ayer & mañana; veinte años («no es nada», cantaba Carlos Gardel) transitando en el silencio más radical hasta esta última colección de poemas, porque en palabras del propio poeta no ha existido una urgencia por expresarse, y sí, en cambio «la necesidad de averiguarse, de conocerse, de dar respuesta a las preguntas de la vida»: «¿qué turbulencia, en medio del mar de nuestra vida, / pretende ahora sumergirnos / en el extenuado hondón de las palabras?», se lee en la composición que da título al libro.

Otra vez la poesía aparece estructurado en cinco partes que guardan entre sí una perfecta coherencia. Hallamos, por un lado, una sucesión de poemas centrados en el paso del tiempo (no tanto en otros elementos clásicos en la poesía, como la muerte o el amor más o menos visceral) y, por otro lado, en el poder de la palabra a modo de liturgia que parece remitirnos al primer versículo del Evangelio de San Juan: «Verbum caro factum est»; en este sentido, la indagación en torno a la palabra queda de manifiesto en numerosos textos, como en el que lleva por título «La lectura»: «De nada sirvió. Sólo eran palabras / leídas en silencio por alguien que se preguntaba / en qué gastó, y por qué, su vida». O en otro titulado «La mirada y las palabras»: «Antes que las palabras, tan próximas / al tráfico falaz de los ensueños, / está extendida la mirada».

El primero de los asuntos que hemos mencionado, la reflexión temporalista, se muestra casi en cada página, como queda reflejado, por ejemplo, en «Nada importante»: «Dejar pasar los días y los días / sin haber realizado otro ejercicio / de mayor eficacia que el de malvivirlos»; asimismo el poeta redunda en un tiempo presente que le hace recordar el pasado: «en todo saboreamos un licor ya consumido» («Lo que nunca he sabido»), o en el poema «El telar», cuyos versos nos hacen recordar el mito homérico de Penélope o los evidentes ecos del poema de Jaime Gil de Biedma «No volveré a ser joven», que llegan a ser escuchados nítidamente en «Nuestra vida jamás regresará». Pero si hay un poema que condensa el sentido del poemario es el que lleva por título «No nos deteriora el tiempo», pues López Bretones entiende que no es el paso de la vida lo que menoscaba al individuo: «No nos deteriora el tiempo, / sino el contacto con los otros».

Por su parte, la palabra y el lenguaje no sólo son el mecanismo preciso de esta colección de poemas; el lenguaje es el método que López Bretones utiliza para hacerse preguntas sobre el sentido de la existencia, como revela en «Recuerda»: «Incluso el escoger unas palabras / que logren dar sentido / a alguna voluntad ajena o aplazada / no alzamos otra cosa que un recuerdo», o en versos tan significativos como estos: «El solitario mar de música inaudita, / al final del lenguaje, y al comienzo / de lo que no consigue ser nombrado» («Nocturno en Tamariu»). Se aprecia también la frustración, un deseo no alcanzado o la imposibilidad de ejecutarlo, como describe en «Tuve un sueño»: «Tuve un sueño y fue verdad un día. / […] buscando recobrar aquel sueño que tuve/ y sólo hallo ceniza, temor, aire vacío», para al fin preguntarse cuál es el sentido de la existencia y qué lugar ocupa en ella el ser humano y el propio poeta: «¿Qué hemos venido a hacer aquí?» («Señales»).

La cuarta sección del poemario es, a mi juicio, la más sugerente de las cinco, más aún para quienes identificamos los paisajes que aparecen: «Las moradas», subdividida a su vez en «La casa» y «Ciudad del sol». En esta parte emergen con total transparencia una serie de elementos que remiten a escenarios y lugares cercanos al poeta: una casa, la luz y el sol o la ciudad, entremezclándose, en según qué situaciones, el locus amoenus y el locus eremus. Si T. S. Eliot habla en La tierra baldía de una «Ciudad irreal, / bajo la parda niebla de un mediodía de invierno», el poeta almeriense dice en «Vuelve otra vez la lluvia»: «Llueve de pronto en la ciudad vacía / […] Afuera, con el peso exacto del recuerdo, / cae la lluvia. Un agua estéril de septiembre / para la que no hay cobijo alguno». Y este poema hace recordar el «Pájaro del olvido» de José Ángel Valente, un poeta de trascendental importancia para Almería: «ciudad no mía, pero al fin tan próxima, / donde el sol de noviembre tiene / la última dureza / de lo que ya / debiera / morir». La ciudad de la que nos habla López Bretones es una urbe luminiscente que lo persigue y al mismo tiempo se muestra indiferente: «La luz desesperada y repetida, / la luz que se difunde sin estorbos / […] La luz no los conoce, ni a ellos ni a ningún otro paseante: no sabe nada de nosotros», leemos en «Ciudad del sol».

«Las moradas» constituye en sí casi la idea teresiana que aparece en El castillo interior, porque los poemas de esta sección van más allá de una construcción física y tangible hasta alcanzar lo espiritual: «La casa consistía en nuestra alma» («Nuestra casa»), o bien en el que lleva por título «La casa vino a mí»: «La casa vino a mí, no entré yo en ella». El hogar siempre ha sido fuente de inspiración en la cultura (recuérdese a Gaston Bachelard), trascendiendo la propia construcción física hasta límites insospechados; el poeta irlandés W. B. Yeats, en su poema «Mi casa», escribe: «un hogar de piedra gris / abierto, / una vela, una hoja manuscrita». El paso del tiempo, la tierra, la luz de la tarde, de nuevo una casa que es el hogar del alma en «El lujo»: «Es un lujo sin nombre / saberse acogido en una casa / plantada sobre piedras hace tanto / que ya nadie recuerda». Pero en esa dualidad hogar-alma el poeta también siente la vulnerabilidad y el miedo tan inherente al ser humano: «Hace frío en la casa donde vivo, / tiene paredes delgadas y el techo / no es de material seguro» («No quise»).

López Bretones recorre en Otra vez la poesía una senda ya transitada que se torna casi en una suerte de maldición de la que no puede escapar, de los paisajes repetidos, del lugar que vuelve a hacer acto de presencia: «y al que llegamos una vez y otra / por caminos que creíamos / que nos iban desviando de él», nos revela «En el camino», un título similar al de la novela autobiográfica del escritor beat Jack Kerouac. Pero López Bretones no desea imitar a nadie, no aspira a una imitatio (que sí hizo y escribió Kempis) de hombres de este tiempo, como nos confiesa en «Estrellas errantes»: «No he venido a vivir vidas ajenas: / mi suerte es sólo mía, y no le incumbe / el rastro de una estrella diferente». Y este poema me hace recordar al poeta neerlandés Menno Wigman cuando escribe en «Jeunesse dorée»: «He visto las mejores mentes de mi generación / desangrarse por una sublevación que no ha llegado», unos versos que imitan los de Allen Ginsberg, otro beat, en «Howl»: «He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, muriendo de hambre, histéricas y desnudas», y que en «Estrellas errantes» López Bretones transforma en su propia devotio: «Otros más jóvenes que yo hace tiempo / que abandonaron de una forma absurda / esta escenografía banal de luces falsas».

En suma, Otra vez la poesía es la resurrección de la lírica y de un poeta que, como el «Lázaro» del poema de Luis Cernuda, y más aún el del Nuevo Testamento al que Cristo revivió, ha vuelto a escribir y a caminar con paso firme y como si nunca le hubiese acariciado la muerte del silencio poético.

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