«Un abismo que no se canta», de Andrea Mazas
Por Javier Mateo Hidalgo.
La palabra ante la herida y su cicatriz.
El individuo como animal social precisa de un lenguaje para expresar sus más profundos sentimientos. La comunicación se hace necesaria primero en quien la utiliza como emisario de sus propios mensajes y, después, en quien los recibe. Palabras que pueden servir para comprender lo que sucede en nuestro interior y nos sacude, ayudando a sacarlo fuera, a exteriorizarlo cuando nos inquieta. Tal vez en este caso no haya destinatario, pues el contenido quede tan solo impreso como tinta sobre papel. Expulsamos o exorcizamos el elemento que anida en nosotros como factor invasor, lo extirpamos para sanarnos. Una operación dolorosa pero necesaria, al fin y al cabo. Se dice que las incertidumbres que nos guardamos pueden, por ello, acabar conformando una molestia mayor.
De esto sabe mucho la poesía como agente terapéutico, dando muestras de ello a lo largo del tiempo. Uno de esos ejemplos nos lo brinda Andrea Mazas en su hermoso libro Un abismo que no se canta, donde la poeta se desnuda para mostrarnos, de forma nítida, sus heridas, a fin de cicatrizarlas. En su caso, tras la catarsis, ha tenido a bien ofrecernos sus pedazos interiores, no siempre bellos —algo hermoso no siempre es bello— pero sí necesarios, pues representan su propio conocimiento interno, su auto-conocimiento. Un autorretrato por tanto donde demuestra aquello tan difícil que es comprenderse internamente, siendo además capaz de transmitirlo a través de palabras y, lo que es más difícil, de versos. Porque ese conocimiento se nos hace familiar al tratarse de heridas comunes, aunque diferentes para cada caso. En el suyo trata de una pérdida, la de su padre, que le impide al comienzo del poemario utilizar palabras, después ir utilizándolas bien desde el dolor o desde la esperanza, para finalmente convertirlas en aliadas. Con todas ellas se teje un hermoso volumen, publicado por Lastura, siempre sinónimo de calidad, sello albergador de universos poéticos nítidos.
Inicia Alberto García-Teresa su prólogo Y ser manchadas por la luz con el siguiente concepto: “de un buen poemario no se sale indemne”. Y tiene toda la razón pues, como ya hemos expresado, la escritura verdadera remueve internamente al hacer tambalear los cimientos de los que nos valemos para aparentar solidez y poder avanzar. Sigue: “la poesía de Andrea Mazas está viva. Y nos apela, nos abraza, nos agita y nos conmueve. Y de qué manera”. Adentrarse en las páginas de Un abismo que no se canta supone dejarnos llevar sin resistencias, relajar nuestro cuerpo para que en él penetren sus rayos de luz y de oscuridad. Valiéndose de una poderosa imagen natural, concluye García-Teresa: “Las páginas de esta obra nos presentan un poderoso bloque lírico rico en pequeños ecosistemas, repleto de árboles que nos abren, progresivamente, nuevos matices al observar con atención sus propios microuniversos”. Un libro cuyo “sustrato” presenta la “humedad” que alimenta conceptos hechos carne como “la muerte, la ausencia, la memoria, el amor. La vida”.
Un abismo que no se canta se estructura, como materia biológica viva, en cuatro partes que tratan del proceso o desarrollo anímico de la autora en las distintas fases del duelo. Cada uno de los bloques contiene fragmentos apenas separados por signos ortográficos. A veces faltan los puntos o las mayúsculas, se desgajan las puntuaciones, se funden los versos y siempre están ausentes posibles títulos o numeraciones. Una decisión estilística valiente que nos transmite un contenido en ocasiones dramático e incluso axfisiante, pero también claro y reconfortante.
En el primero de estos trozos, / boca de nadas insumisas, se nos habla de ese muro levantado por el dolor ante la pérdida, tras el cual “no quedas / en el lado bueno”: “No hay modo / : eres el muro / y de todo te aparta”. La poeta quiere contar lo que le impide escribir, siente la necesidad de “abrir la ventana, saltar y bailar en los tejados, coger la mano a la niña en las calles y correr, correr, correr donde ella” le lleve, pero le es imposible. La palabra puede ser tan dolorosa y dura como un “gubia”. La poeta lo sabe y no quiere utilizarla: “¿qué culpa tiene / la poesía de mi ira?” Qué culpa el mundo, qué culpa ella misma, se pregunta. Pide calmarse, si bien en el fondo sabe que si “algo / algún día” puede salvarle es precisamente “estos rotos la rasgadura la brecha”, convertidos al fin en “luz conquistando la grieta / a pesar de mí / conmigo”. Es el vacío, el silencio, una membrana que “amordaza / el lenguaje”. El duelo que conlleva la “pena” no deja “pensar”. Las palabras no se dicen sino se lloran. La poeta hecha dureza para defenderse contra lo que la ataca (“soy una zarza un puercoespín”). Una armadura que supone también un lastre, mientras trata de hallar el inicio de lo que le inquieta, a fin de curarse. La protagonista se convierte en espeleóloga adentrándose en la gruta ancestral. Sola, solo con sus palabras, que son su “llama” y “vela”, su “esperanza como un grano de arena”.
La segunda parte, boca sin mordida desbordando eco, trata la figura de su padre, referencia perdida como la casa derribada que habitaron (“el verdín avanza / en el muro blanco del recuerdo”). Antes de abandonar aquella casa, tan simbólica, busca proveerse de recuerdos en una última mirada hacia ella. La habitación del padre no tiene ventana ni horizonte; de haber este orificio (“la ventana, padre, es tu frágil corazón”), expresa: “estarían acurrucados, / ala con ala, todos los pájaros que liberaste / que a esta llamada han vuelto, todos a los que tu mendrugo diste / que siguen con hambre”. La poeta quiso ser dragón (“porque el animal era / amor y fuego / lucha, ímpetu, fantasía / alas, posibilidad y fuerza / era magia y quimera”). Criatura poderosa con la que soñó de niña y que ahora arde con el cuerpo del padre, en dolorosa metáfora. La tristeza ante la pérdida de estos elementos representativos de la esperanza se convierte en “tristecitas” con las que alimentar, como si de migas se tratase, el cuerpo del pájaro melancólico. No obstante, concluye que es mejor aligerar su peso y dejarlo volar para traer en su lugar lo que reconforta y no duele. Ante la imposibilidad de traer de vuelta al padre —el “lenguaje de los muertos” es “sordo” y “pétreo” (un “eco dentro del eco”, como el que prefiere la boca que preside el título)—, la poesía se convierte en costura del frío, cerrando las hendiduras para volverlas cicatrices, permitiendo la curación sin olvidar el recuerdo.
En el tercer apartado, \ boca verde , tierna y cierta, el esperanzador título contrasta con el anterior, dando lugar a un nuevo tiempo. Así, se retorna al muro levantado en la primera parte para derribarlo (“que mi palabra no sea ya / ladrillo, palé o losa”). Para llegar a esta decisión, han sido necesarias “muchas horas de vuelo oscuro”. Son por tanto los poemas ya felices resultado de “un abismo que no se canta”. El título del poemario cobra con este poema todo su sentido, pues la catarsis previa ha hecho posible este resurgir. La autora insomne se siente “costa y abismo”, presagiando que en algún lugar habrá otra mujer que, desde su faro, la alumbre y la guíe. Esa solidaridad entre iguales (“me basta su luz / para no estar sola”) podrá llevar a la narradora, “mañana tal vez”, a ser ella el “faro” ante quien lo necesite. El mar le sirve nuevamente como imagen marina para “conciliar el sueño”, la cual se transformará progresivamente en la de su padre con todo lo que implica: “¡y qué paz porque el mar / ahora es mi padre y no un abismo!”. Una distancia finalmente alcanzable, como la de dos árboles separados que llegan a tocarse. O en el espacio de “una casa / de paredes altísimas / sin techo […] / y ventanas amplias y abiertas” hecha con palabras, donde poder dar reunión a “todos de nuevo” y donde éstos —las almas añoradas que abandonaron la carne— vivan siempre.
En el último apartado, — boca de risa, y canto, la autora subraya su victoria sobre la muerte con esa forma suya de pensar y escribir sobre su padre. Y aunque muchas veces acude nuevamente y de forma inevitable de tristeza (“y yo la escribo”), se rechaza “su muro de palabras sobre la lengua”, pues con la boca llena no se ríe bien: “yo lo que quiero es // reír, celebrarnos”. En su ambivalencia, a la muerte se la teme y no se la teme, por el pasado que ya no está y el presente que se habita y sobre la que pesa la responsabilidad: “no tengo miedo a morir porque mis muertos / y tengo miedo a morir porque mis hijas”. La poeta escenifica su propio funeral anulando todo elemento lúgubre asociado al rito: no pide “una misa” sino “palabras, / a ser posible dulces, / bellas, no impostadas” de los seres queridos; no un entierro sino una “fiesta para vosotros”: “no quiero que me dejéis / en la muerte sola”. No teme la autora a su final y, por tanto, tampoco a su destino vital, siempre incierto: “La deriva es inevitable / pero tengo barca y flotador y faro / y provisiones suficientes / para llegar a una isla / y dibujarla en mi mapa / : estoy bien, y canto”.
Culmina el poemario con una lista de lugares donde la autora escribió: “donde fui feliz, / donde sentí la pena […] / donde el dolor me partió en dos / y la esperanza me cosió el camino”. En definitiva: “He escrito donde la vida, / donde más cerca estuve de la poesía / que de ser poeta”. Es por tanto el género poético un testimonio del viaje al abismo y a lo celeste de quien escribe, espejo de la vida misma. Una mezcla agridulce con la que Mazas se despide, sintetizando el sentido de la existencia, siempre hacia delante a pesar de los pesares: “Quién lo hubiera dicho. // La vida sigue / con sus dulzuras / sin ti”.