«La espera», de Connelly, con Renée Ballard y Maddie Bosch
Horacio Otheguy Riveira.
El mítico Harry Bosch, protagonista de numerosas novelas de Michael Connelly estuvo presente en CULTURAMAS en dos ocasiones: Estrella del desierto con la comisaria Renée Ballard y El camino de la resurrección, junto a su hermanastro Harry Haller, El abogado del Lincoln). Ahora, en La espera, tiene una colaboración importante, aunque fugaz. Se recupera eficazmente de un proceso canceroso y deja el protagonismo a Renée que admite en su Departamento de Casos Abiertos a la única hija de su colega y amigo, la joven policía que quiere ascender a detective, Maddie Bosch.
Dos casos ocupan a la pareja de mujeres, ambos antiguos y sin resolver. El de un violador en serie, ficción de un criminal que viene actuando con total impunidad, y el antiguo caso real del cruel asesinato de Elizabeth Short cuyo cuerpo fue encontrado en un terreno baldío, en Leimert Park de Los Ángeles el 15 de enero de 1947, descubierto por una vecina llamada Betty Bersinger, que estaba caminando con su hija de tres años.
Short recibió el apodo de «Dalia Negra» en Long Beach en el verano de 1946, como una referencia en ese momento de la película La Dalia Azul (The Blue Dahlia) y por su costumbre, en sus últimos años, de vestir de negro porque contrastaba elegantemente con su palidez. Sin embargo, los investigadores del condado de Los Ángeles descubrieron que el apodo fue inventado por los reporteros de periódicos que cubrían el asesinato, impactados por su juventud y belleza. A Elizabeth Short no se la conoció como la Dalia Negra en vida, pues sus familiares y conocidos la llamaban Beth.
La novela se desarrolla con creciente intriga en la búsqueda del criminal de ambos casos, y sus frustraciones y éxitos están marcadamente ligados -como suele suceder en las obras de Connelly- a competencias de fiscalías y políticos.
La espera comienza con una de las pasiones de Renèe Ballard y ya en el primer capítulo comienza una fascinante espiral policiaca:
«Le gustaba esperar la ola más que surfearla. De cara a los acantilados, sentada a horcajadas en la tabla, buscando con las caderas el ritmo de ascenso y descenso de la superficie del agua. Como si montara a caballo: le hizo pensar en Kaupo Boy y en cuando era niña. Había una veneración al momento anterior a la llegada de la siguiente serie de olas, cuando tocaba agacharse y remar.
Miró el reloj. Le daba tiempo a una más. La surfearía hasta donde pudiera. Pero saboreó el momento de flotar sin más, cerrando los ojos e inclinando la cabeza hacia el cielo. El sol ya asomaba por encima de los acantilados y le calentaba la cara.
—No te había visto nunca por aquí.
Ballard abrió los ojos. Era el tipo de la tabla One World. Uno de la vieja escuela: sin traje de neopreno, sin correa, con la piel bronceada como madera de cerezo. Se preparó para el postureo territorial de macho que sabía que iba a llegar.
—Normalmente voy a Topanga —dijo ella—, pero esta mañana no había olas allí.
No mencionó que había consultado una app que informaba de las olas. A los de la vieja escuela nunca se les ocurriría usar una app.
El tipo estaba unos seis metros a su izquierda, surfeando las olas bajas lateralmente para poder mirarla a ella. No había muchas mujeres en Staircases. Era un sitio para los que controlaban, con muchas rocas con la marea baja. Tenías que saber lo que hacías, y Ballard lo sabía. No se había cruzado en el tubo de nadie, no se había salido de una ola demasiado pronto. Si el tipo pensaba darle lecciones, le cerraría la boca rápidamente.
—Soy Van.
—Renée.
—Bueno, ¿quieres desayunar en Paradise Cove después?
Un poco atrevido, pero estaba bien.
—No puedo —dijo—. Una serie más y luego tengo trabajo. Pero gracias.
—A la próxima, tal vez —dijo Van.
Antes de que la conversación se pusiera más incómoda, alguien más atrás empezó a remar y alineó su tabla con la ola que llegaba. Fue como cuando un pájaro se sobresalta y hace que toda la bandada emprenda el vuelo. Ballard miró por encima del hombro y vio que la siguiente serie era buena. Se echó adelante y subió las piernas a la tabla. Empezó a remar. Brazadas fuertes, con los dedos juntos para coger velocidad. Hundiendo los brazos. No quería perderse la ola, y menos delante de Van.
Miró a su izquierda y lo vio remando brazada a brazada a su mismo ritmo. Iba a presionarla, a mostrarle quién mandaba allí.
Ballard remó con más fuerza, notando que le ardían los hombros. La tabla empezó a elevarse con la ola y ella saltó para quedar en cuclillas en la línea central. Colocó el pie izquierdo atrás y se puso en pie justo cuando la ola alcanzaba su punto más alto. Bajó la punta de la tabla y empezó a cortar la ola.
Oyó la voz de Van detrás, llamándola goofy.
Ballard abrió los brazos para equilibrarse, clavó la tabla para girar y subir el muro de la ola antes de volver a bajar y seguirla hasta el final. Durante ocho segundos, todo en el mundo desapareció. Solo estaban ella y el océano. El agua. Nada más.
Se estaba deslizando sobre la espuma cuando recordó a Van y miró por encima del hombro para buscarlo. No estaba a la vista, pero entonces asomó su cabeza en la ola junto con su tabla roja. Levantó la mano y Ballard le dijo adiós con la cabeza. Saltó al agua, levantó la tabla y caminó hacia la orilla.
Ya se había bajado el traje de neopreno hasta las caderas cuando rodeó las dunas y llegó al aparcamiento. La combinación de sol y viento empezaba a secarle la piel. Apoyó la tabla contra el lateral del Defender y buscó la cajita magnética que usaba para ocultar las llaves en el hueco de la rueda trasera.
No estaba.
Se agachó y miró alrededor del neumático para ver si la encontraba en el asfalto.
Nada.
Se inclinó para mirar bien en el hueco, con la esperanza de que hubiera puesto la cajita en otro sitio.
Había desaparecido.
—Mierda.
Se levantó deprisa y se acercó a la puerta. Tiró de la maneta y la puerta se abrió: no estaba cerrada con llave.
—Mierda, mierda, mierda.
La llave y la cajita magnética estaban en el asiento del conductor. Vio que la guantera estaba abierta. Metió el cuerpo en el interior, buscó debajo del asiento del conductor y pasó la mano adelante y atrás por la alfombrilla del suelo.
Su teléfono, su pistola, su cartera y su placa habían desaparecido. Metió la mano más al fondo por debajo del asiento y sacó sus esposas y un revólver Ruger de siete balas que aparentemente el ladrón había pasado por alto.
Ballard se levantó y miró a su alrededor por el aparcamiento. No había nadie. Solo la fila de coches y caravanas que pertenecían a los surfistas que seguían en el agua.
—Su puta madre —murmuró.» […]
Si el diablo era un psicópata que no sentía empatía ni otras emociones, entonces había dado en el clavo.